Entre miedos electorales y política migratoria: del imaginario de “Chilezuela” a la violencia xenófoba en Iquique



Los miedos proliferan en momentos pandémicos, de crisis políticas y preelectorales. Más aún, si gran parte de la población tuvo efectos económicos durante 2020, tanto migrantes como nacionales. La imagen de “Chilezuela” –neologismo compuesto por la combinación de dos países– apareció en el contexto de la campaña electoral chilena de 2017, para dirimir la Presidencia que encabezaría el país a partir de marzo de 2018. Aunque un militante de un partido conservador reclamó su autoría, este mito urbano de un país imaginado tuvo difusión automática en redes sociales y medios de comunicación masiva.
El objetivo inicial era abortar las opciones del candidato de la continuidad de la Presidenta Michelle Bachelet, Alejandro Guillier, mediante una evocación de la crítica situación venezolana. La base fáctica del mito –que permitió exponerlo como verosímil– era el acelerado ingreso de migrantes de Venezuela desde 2015, cada vez más palpable en la geografía chilena, especialmente en la Región Metropolitana. Con el tiempo el dispositivo formó parte de usos discriminatorios político-sociales respecto al fenómeno migratorio general, particularmente desde el campo conservador y nacionalista, a pesar de que a contrapelo fueron ensayadas otras maniobras, como la de Cúcuta en febrero de 2019 por parte del Gobierno chileno. Sin embargo, fue al calor del estallido social del 18 octubre de ese año, que los poco afines gobiernos de Chile y Venezuela la elevaron a “profecía autocumplida”, como testificara Diosdado Cabello, al declarar que Chile había recibido “aires bolivarianos”.
Ciertamente que el aumento en la llegada de migrantes incide sobre los imaginarios de una unidad nacional idealizada, que a su vez depende de un proceso de mitopoiesis activa (Tolkien, 1939), género narrativo que crea un conjunto de ideas y creencias a partir de la evocación de conceptos –incluyendo temas del folklore nacional– generados para transmitir una sensación de continuidad colectiva entre sus receptores, de cohesión y orden. En política, específicamente, invocaría el miedo respecto de un por-venir, como apunta Wodak (2015). De esta manera, reivindica la reorganización comunitaria nacional a partir de postulados que matizan o limitan la diversidad y que hacen posible, por ejemplo, la implementación de medidas antimigratorias cada vez más restrictivas, junto a discursos en torno a una “invasión”.

Haciendo un poco de historia, el nacionalismo chileno de principios del siglo XX fue inicialmente una reacción contra capitales foráneos, antes que trabajadores migrantes. Posteriormente, la extrema derecha criolla utilizó a las organizaciones de la Ligas Patrióticas para facilitar su inscripción en el credo nacionalista. Nacidas en Iquique, con la exigencia de “desperuanizar” el norte del país, se difuminaron rápidamente a las ciudades de Antofagasta y Valparaíso, yuxtaponiendo tradicionalismo, nacionalismo y anti-comunismo (González, 2004). Desde luego, infaltable es la obra “Raza Chilena” (1918) del médico Nicolás Palacios, lectura obligada en el culto del nacionalismo radical que se consideraba parte de una raza araucano-gótica, y que estableció un precoz vínculo entre criminalidad y migración, mucho antes que Stumpf (2006) acuñara el concepto de “crimigración” para describir la gestión de flujos migratorios mediante herramientas de excepción securitaria y de figuras penales. Así se construiría un sujeto migrante bajo prejuicios dominantes de amenaza o riesgo, es decir considerando una relación directa entre su llegada y el incremento de la delincuencia doméstica, entendiéndolo también como competidor por puestos de trabajo, y por supuesto como un reto de difícil solución en las definiciones identitarias de tipo culturalista.
En épocas más cercanas hay que considerar la promulgación en 1975 del Decreto Ley Nº 1.094 bajo la dictadura cívico militar, que reglamentó, con corte securitario, el ingreso de extranjeros con propósitos de control territorial, otra de las traducciones de una doctrina de seguridad nacional que no sólo combatía “enemigos internos”. A pesar que a partir de mediados de la década del noventa del siglo pasado Chile comenzó a ser progresivamente atractivo para la migración, se pasó de una política de “no tener política” a otra “por defecto” expresada en decretos y otras prácticas administrativas, infracciones y, en ciertos gobiernos, medidas más sociales como en la administración Bachelet. A fines de 2018, el gobierno chileno de Sebastián Piñera no adhirió al Pacto Mundial por una Migración Segura, Ordenada y Regular. Aunque recibió el respaldo de 164 Estados miembros de las Naciones Unidas, el Ejecutivo decidió no suscribir argumentando que el acuerdo tenía un “lenguaje vinculante”, esgrimiendo que los actores internacionales podrían interferir en el diseño de la política migratoria nacional. A esto se suma que la nueva Ley Migratoria (promulgada en abril de 2021) impide que quienes ingresen a Chile en calidad de turistas cambien de categoría migratoria (salvo casos excepcionales), por lo que las personas deberían tramitar las visas en su país de origen, un oxímoron al tratarse de gente que busca escapar de un gobierno determinado.
Durante los años de régimen democrático se asentaron comunidades de diversos orígenes nacionales, entre otras peruanas, colombianas y haitianas, y desde mediados de la década pasada sobresalió el rápido incremento de la población venezolana. Producto de la multi-crisis de Venezuela a partir de 2015, las salidas se aceleraron y masificaron por la conflictividad política y precariedad social imperante, por lo que pueden ser descritas como “migraciones forzadas” (Freitez, 2019) más cercanas al refugio (ACNUR, 2019) que a la pura migración económica. Según las cifras oficiales del Departamento de Extranjería y Migración (DEM, 2021) del Ministerio del Interior, en Chile residen aproximadamente 490 mil venezolanos y venezolanas hoy en día, sin embargo, el número no alcanza a aquellas personas en condición irregular. La pandemia vino a reforzar el ingreso por pasos no habilitados justamente en momentos en que la frontera se cerraba, como en Colombia, Perú y Ecuador, y no se ha detenido.
Por lo tanto, hace más de un año que en los territorios al norte del país se congregan migrantes en situación de calle. Por eso llama la atención que en plena campaña electoral la autoridad ordenara un inhumano desalojo desde lugares públicos en Iquique, y que al mismo tiempo consintiera que un grupo de fanáticos se descolgara de una marcha anti-migratoria y ejecutara la quema de las pertenencias de quienes menos tienen. La rabia nacionalista de los furibundos incendiarios recuerda los autos de fe inquisitorios y los pogromos decimonónicos que mediante el fuego intentaban restaurar “la pureza de una nación”. Solo que la quema de personas (acusadas de brujas, herejes o ser parte de una secta o grupo disidente) y libros fue reemplazada por la violencia contra mudas de ropa y enseres, aplastando los derechos de una población vulnerable. Otra respuesta es la política de construcción de un muro, ensayada por Trump, propuesta vigente en el programa de gobierno de una de las candidaturas. Ni la acción gubernamental de tipo propagandística, ni las reacciones xenófobas resuelven la situación crítica de los habitantes de la zona precarizados por una pandemia, ni mucho menos aliviará la emergencia humanitaria que hace parte de la segunda mayor cifra de refugiados del planeta, después de Siria.
Entones, entre las restricciones sanitarias, la política migratoria poco auspiciosa y su escasez de recursos económicos, los venezolanos quedan atrapados sin poder continuar el viaje por el país, durmiendo en albergues o en campamentos improvisados en las calles, quedando varados en las calles de Arica, Iquique y Antofagasta. Según la Policía de Investigaciones (PDI), entre enero y julio de este año se registraron 23.673 denuncias por ingreso al país por pasos no habilitados, lo que supone un 40% de lo ocurrido en todo 2020. Esta forma de entrada ha provocado que miles de personas venezolanas vivan hoy en un estado de irregularidad que obstaculiza el acceso al mercado formal de trabajo y de arriendo de viviendas y, en algunos casos, a solicitar servicios o prestaciones básicas de parte del Estado. Además, a partir de 2019, el Gobierno, como parte de su política migratoria, comenzó a obstaculizar a la generalidad de las personas migrantes, incluyendo a las de Venezuela, pudieran acceder al procedimiento de reconocimiento de la condición de refugiado en Chile, pese a la existencia de un régimen legal de protección que lo obliga a admitir a trámite dichas solicitudes (artículos 26 y 27 de la Ley N° 20.430, de 2010). Cualquiera sea el futuro gobierno, deberá enfrentar estos desafíos mediante una política que además de procurar el bienestar de su ciudadanía asuma que la diversidad doméstica también se ha ampliado a poblaciones de distinto origen nacional.

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