Las personas en el centro: crisis migratoria en Tarapacá



Todos vimos la muerte de un ciudadano norteamericano asfixiado por un policía en Minneapolis o recordamos la desgarradora foto de Alan Kurdi, un niño de tres años que falleció ahogado en la costa Turquía el año 2015 huyendo con su familia de la crisis en Siria. Hace poco tiempo miramos los aviones llenos de afganos que huían de su país ante la amenaza que supone para todos, y en particular a las mujeres, el regreso de los talibanes. Estas noticias e imágenes han producido reacciones de empatía y solidaridad con realidades y dramas humanos que ocurren lejos de nuestro país. Las redes sociales se llenan de sentidos mensajes y de hashtags con palabras claves que suman a miles de personas. Sin embargo, cuando vemos situaciones similares que ocurren en nuestro entorno, los mensajes y las declaraciones públicas cambian. Circulan posteos y respuestas xenófobas y racistas con unos discursos de odio que duelen. Sin embargo, olvidamos que la inmigración en Chile no es un fenómeno nuevo, en particular para el norte del país y en especial para Iquique. Por el contrario, ha sido un rasgo central que dio lugar a la sociedad pampina del salitre con fuerte presencia de extranjeros fronterizos, europeos y asiáticos, y que en las últimas décadas ha sido revitalizada por el impacto de la ZOFRI.
Este año Tarapacá se convirtió en el centro de la noticia cuando el paso fronterizo de Colchane se transformó en la principal vía de ingreso irregular de la migración venezolana a Chile. Se trata de la última trocha que cruzan centenares de personas solas, familias, niño(as) y hasta mascotas, con la esperanza de encontrar un futuro mejor. Este flujo es anterior a la pandemia y fue alentado por el Presidente Piñera en su viaje a Cúcuta en febrero de 2019, donde invitó a los venezolanos y las venezolanas a venir a Chile.
Para eso creó la Visa de Responsabilidad Democrática, que solo otorgó el 14% de las solicitudes, y luego les impuso visa consular, dejando a centenares de personas varadas en Tacna. Muchos de ellos no vienen directamente de Venezuela, sino de países como Colombia, Ecuador, Brasil y Perú, donde hasta la pandemia habían migrado y trabajado. El COVID-19 complicó la situación porque trajo aparejada la crisis y la pérdida de trabajo de numerosos migrantes venezolanos en el continente, la mayoría en el mercado laboral informal. Algunos optaron por retornar a su país, con los riesgos que ello supuso al ser acusados de transmitir la enfermedad, y otros optaron por ir a los distintos destinos de la región, entre ellos, Chile.
No estamos hablando de personas que vienen a probar suerte, en una idea romántica de la migración para cumplir con un sueño, sino de personas desesperadas que huyen de un gobierno autoritario, de la persecución política, de la pobreza y de condiciones críticas de vida. Según el diagnóstico del proyecto Migrasegura de Cáritas de Brasil, los principales motivos que tienen los venezolanos para salir de su país son la escasez de alimentos (75%), seguida de la falta de empleo (70%) y acceso limitado a servicios de salud y medicinas (58%). A ello se suman razones políticas y vulneración a los derechos humanos anteriores a la pandemia, pero que se profundizaron con el brote de COVID-19, según distintos informes de derechos humanos.
Estamos frente a la mayor crisis humanitaria registrada en el continente en su historia reciente, solo comparable con la crisis siria de 2015 en Europa. Sin embargo, la reacción en Chile ha sido la militarización de la frontera, el desalojo de los espacios públicos y la expulsión (DL 1094). Solo para ilustrar, estas últimas se han llevado a cabo sin oír a las personas, sin la posibilidad de exponer los motivos para venir a Chile y sin dar la oportunidad de acceder al reconocimiento de la condición de refugiado. Ello, sumado a una puesta en escena que solo estigmatizó a los migrantes con mamelucos blancos, buscando sacar dividendos políticos y calmar las ansiedades de la población avivando el nacionalismo. La Corte Suprema ha resuelto en incontables casos que las expulsiones basadas en el ingreso clandestino son ilegales, porque no hubo debido proceso, vulneran los derechos de los niños, niñas y adolescentes y el principio de no devolución.
Sin duda, estamos ante una situación sin precedentes en nuestra historia, pero recientemente nos vimos en un hecho muy crítico con el estallido social y, a pesar de todas las dificultades, hemos encontrado alternativas que nos encaminan a una solución. En el caso de la crisis migratoria en Tarapacá, ¿las medidas tomadas son la única respuesta posible? ¿No intentaremos mejorar los procesos de acuerdo a lo que el derecho internacional de los derechos humanos exige para estos casos? ¿Qué medidas buscaremos para mejorar la convivencia y evitar brotes de violencia? Entristecen y preocupan las reacciones deshumanizantes en redes sociales y la falta de sensibilidad frente a cientos de personas desesperadas. El relato nacionalista, utilizado en redes sociales, que pone al “otro” (extranjero) como ilegítimo o al “otro” como amenaza, solo son el caldo de cultivo para la xenofobia y el racismo, acentuando la estigmatización.
El fenómeno migratorio y la crisis en la frontera requiere del compromiso de todos, de la sociedad en su conjunto evitando compartir noticias falsas y rumores sin fundamento. De la coordinación entre autoridades regionales y nacionales que superen el centralismo y busquen soluciones que propendan a la protección de las personas, cautelando los derechos de los vecinos. Un marco jurídico que asegure la regularización para acceder a contratos de trabajo, arriendo y escuelas para los niños y niñas, para sacar a las personas de las calles y de la condición de indigencia. Y a una coordinación entre países que permita pensar en soluciones conjuntas y una gestión continental de la movilidad humana. No se trata de “dar privilegios” a los recién llegados respecto de los chilenos, ni de ser “buenistas” –como se nos ha tildado por defender los derechos humanos–, solo de dar una oportunidad de vivir dignamente a quienes han hecho una larga y penosa travesía donde el retorno no es opción. Por lo menos, en el corto plazo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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