La pesada mochila emocional que cargan los migrantes



Soy bisnieta de migrantes por parte de madre y padre. Mis parientes llegaron a la ciudad de Iquique a principios del siglo XX en busca de nuevas oportunidades. En ese periodo se había producido en la península itálica uno de los movimientos migratorios más masivos de la época, con cerca de 26 mil personas dejando su país natal y dirigiéndose a diferentes partes del mundo. Mi bisabuelo materno, junto a su hermano y hermana, viajaron atraídos por la prosperidad económica de la industria del salitre. Mi abuelo paterno, por su parte, llegó a Chile en 1923, entusiasmado por un hermano mayor y un primo.
Aunque yo no he tenido la experiencia de ir a otro país y comenzar la vida desde cero, hoy mi labor de psicóloga clínica me da la oportunidad de atender a migrantes y eso me hace inevitable pensar en mis ancestros. Imagino lo difícil que debió haber sido para ellos llegar desde tan lejos, jóvenes, con toda la esperanza de comenzar a construir su futuro en un país que veían como una oportunidad de crecimiento.
La persona migrante vive varias situaciones complicadas en un periodo muy corto. Primero, debe o decide abandonar su país, la mayoría de las veces dejando familias esperanzadas por la promesa de un mejor sustento económico, pues en ellos se deposita toda la expectativa de cambio de la realidad económica del clan. Esto se traduce en una pesada mochila que cargar sobre la espalda, la de ser el principal sostenedor o la principal sostenedora de todo un hogar.
Luego, llegan a un país con una cultura diferente. Muchas veces se enfrentan con un idioma distinto y otras tienen que aprender urgentemente los modismos. Después, deben pasar por un proceso de adaptación que obviamente llega a influir en los estados de ánimo, pues al esfuerzo que exige comprender todas las diferencias se suma el proceso de búsqueda de un espacio donde vivir.
Al llegar a lugares donde ya se encuentran sus pares –la mayoría tiene algún conocido o amigo que les da el primer empujón–, se alivian y esperanzan. De ahí comienzan las averiguaciones para encontrar un trabajo, ojalá estable y bien remunerado para cumplir con las expectativas que les pusieron en la mochila, al inicio de su periplo.
Pero si a todo esto agregamos factores como la xenofobia y la falta de políticas claras que les ayuden a cargar una mochila tan pesada, la cuenta de la persona migrante va a la salud mental, y esta se va agrandando y transformando en otro monstruo que les acompaña diariamente.
En este contexto, las consultas psicológicas más comunes son por ansiedad. Aparecen malestares recurrentes y preocupaciones persistentes respecto a que los queridos tengan que enfrentar enfermedades, muerte y otras calamidades. Esto deriva en resistencia a salir de la casa, escuela, trabajo o cualquier otro lugar. También surgen las pesadillas y síntomas físicos como dolores de cabeza o estómago, náuseas y vómitos, entre otros. En un escenario así observamos además crisis de pánico, que aunque no constituyen trastornos mentales sino que respuestas a experiencias ansiógenas, complican la vida cotidiana de quienes los sufren.
Décadas atrás, mi abuelo y bisabuelo no tuvieron la oportunidad de pedir ayuda a un profesional que les diera herramientas para alivianar sus mochilas. Hoy, si la atención en salud mental es escasa para gran parte de la población, es más difícil aún para las personas migrantes.
Por eso desde Humana Clínica establecimos una alianza con Migramigos para entregar atención especial a quienes vinieron a Chile esperanzados y, sin embargo, se enfrentan a todas estas dificultades.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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