Romper los límites del cuerpo



Algunos animales recorren en su vida largos trechos para conseguir comida y agua. Como otro animal más, el humano comenzó sus andanzas de la misma manera, hasta que se asentó. Así se reajustó a la naturaleza de la que formaba parte y estableció sus dominios de acción y existencia. Pero, al inventar tecnologías y herramientas, se liberó de sus limitaciones biológicas. La obtención del alimento, que antes hizo con sus dientes y uñas, dio un salto cuántico cuando aprendió a golpear un hueso de animal para extraer su médula.
Para cazar, los seres humanos usaban sus manos hasta que descubrieron que, al alejar la presa del cuerpo, y utilizar algún elemento para el ataque, conseguían un resultado mejor y disminuían los peligros. El arco, la flecha, la lanza y la honda, permitieron a los humanos conceptualizar la caza y el significado de que, a mayor lejanía de la presa, mayor seguridad de no sufrir represalias. Así, la caza y la guerra resultaban análogas. Podían utilizar los mismos elementos, destrezas, estrategias y quizá resultados. Al final, la caza de un bisonte es la caza de un animal, y la guerra es la caza de otro animal.
Al inventar herramientas para cazar, para moverse, para cuidarnos de ataques, comenzamos a desvincularnos del cuerpo. A la vez que cuidamos el cuerpo, este transita lentamente hacia una lejanía de facto, de lo que sucede a su alrededor y se concentra en lo que no es cuerpo sino sus extensiones artificiales, sus herramientas. La distancia que ponemos entre nuestro cuerpo y los otros cuerpos (humanos o no) nos protege, nos evita problemas, nos cuida, nos parece segura.
De esta forma, los instrumentos permiten la separación del cuerpo y evitan el daño potencial con la naturaleza que pretenden dominar y explotar como fuente involuntaria de riqueza.
El teletrabajo es otra manera de realizar el trabajo, pero de forma remota. Ya no es necesario participar de los ritos de la empresa posfordista, donde existía una interacción social y los individuos seguían patrones que otorgaban una regularidad que les tranquilizaba. La inmediatez del teletrabajo supera las velocidades humanas y establece otro parámetro de deshumanización, donde el espacio/tiempo es tecnológico y aleja las certezas naturales.
El viajar ya no le corresponde a las capacidades del cuerpo sino a máquinas, que nos transportan de forma que podemos acceder a lugares, que de otra manera hubiese sido peligroso llegar y con una inversión de tiempo considerable.
Asumimos que nuestro cuerpo tiene limitaciones y que máquinas tecnológicas serán capaces de expandir esos límites, de la misma manera que lanzábamos flechas desde un lugar donde el bisonte no nos hubiera podido alcanzar.
Ahora bien, mientras más cedemos el control a las herramientas, aumentamos nuestra dependencia de ellas y dejamos de ser sujetos para convertirnos en objetos.
Lo sucedido con la caída de Facebook, Instagram y WhatsApp en octubre de 2021, deja al descubierto que nuestra manera de comunicarnos y de hacer negocios con otros humanos depende de estos terceros. Los sistemas complejos de comunicación que la tecnología nos ha entregado, sin nosotros pedirlo, implican que ya los consideremos obligatorios. Son creados sobre la base de la capacidad tecnológica, más que de la necesidad humana de una vida mejor, y entregamos esa capacidad a Zuckerberg, quien ni siquiera sabe qué sucede en los algoritmos de Facebook, y los daños colaterales que estas redes generan, sobre todo en la población más vulnerable. La creación de Metaverso, una nueva realidad alternativa a la biológica, no es mejorar la existencia de las personas. El beneficio financiero es lo que realmente mueve su actuación, sin tener en cuenta la anulación del cuerpo. Solo lo deja como un fuerza cerebral, de conceptualización, que se niega en lo físico y se reduce a lo mental, virtual, platónico.
La separación del cuerpo del humano con su límite biológico natural ha desaparecido y muchas de las situaciones que vivimos a diario tienen una base en la extraordinaria capacidad que tenemos de acometer acciones que no se corresponden con la biología. Como animales no estamos diseñados para eso. Y el aprendizaje se hace en esa proyección, donde tenemos que recurrir a interfases o agentes intermedios y el resultado de la acción hecha por la máquina/herramienta, que nos interesa conseguir. El significado que tienen muchas de esas proyecciones tecnológicas parece ser conocido y confiamos en que hablar por videoconferencia es lo mismo que hacerlo cara a cara. Pero sabemos que no es igual. Entonces quedamos en ese lugar intermedio, donde nos comunicamos pero no confiamos, no estamos seguros, se nos escapa de lo que somos como seres biológicos.
Los fines importan, pero el mecanismo para llegar a ese fin no es conocido o no es importante, como diría Maquiavelo. O como plantea Bruno Latour, la “caja negrización” del proceso donde sabemos qué entra y lo que sale, pero no lo que pasa en dicho proceso. Y mientras más exitoso sea el resultado, menos importa el proceso. La tecnología, con su agilidad y rapidez inhumana, nos fascina, pero nos aleja de nosotros mismos. Así, cuando disfrutamos de un bistec en un restaurante, no pensamos en los estadios del horror que ha tenido que vivir ese animal para llegar a ser ese sabroso bocado.
Desvincular el cuerpo biológico de sus límites físicos y mecánicos estructurales, ha permitido desarrollar un modo de vida que no controlamos, y desconocemos sus consecuencias materiales finales. Es un crecimiento no orgánico, basado en la tecnología que nos ayuda a ser más eficientes y efectivos, pero no es biológico sino tecnológico.
Este es nuestro mundo actual, un lugar donde avanzamos sin las herramientas adecuadas para saber el significado de esa carrera o saber cuándo se consigue lo que se busca. Se avanza sin conciencia de los límites que nos ponemos, porque cada día vemos que los límites tecnológicos (que no son biológicos) están más lejos. Sentimos que el desarrollo de la vida consiste en avanzar de forma ilimitada hacia un lugar que será mejor que el actual, pero que no conocemos. Podemos intuir, podemos tener luces de sus fronteras, pero ya son hipótesis y no certezas, como sucedía cuando nuestro encaje con la naturaleza era el de la evolución biológica de la especie. Todo eso ha terminado, todo eso se ha convertido en una anécdota en nuestra existencia, en un error del que nos avergüenza haber sido parte.
Y este distanciamiento digital no orgánico llega al paroxismo, cuando para vivir en sociedad se exige un nivel de digitalización que, si no lo tienes, quedas excluido. Esta nueva vulnerabilidad está resuelta en los niños y bebés, que tienen adultos que se encargan de ellos. Sin embargo, en forma habitual las personas mayores no son capaces de resolver su vida digital y son excluidos del sistema. Estas exclusiones son biológicas. Y los que las sufren están obligados a convertirse en seres digitales, dejando sin alternativas a los que por diferentes razones no quieren formar parte de ese mundo ortopédico.
Los límites del cuerpo se han traspasado, están rotos, y el tsunami imparable de la organización de un futuro más evolucionado se nos viene encima de forma inevitable, desnuda. No sabemos qué hacemos, no sabemos hacia dónde vamos, pero queremos llegar lo antes posible.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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