Tensiones simbólicas y políticas del rol de primera dama



Las esposas de los presidentes de la República han tenido notoriedad en la historia del país, especialmente en labores de protocolo y sociales, tales como la promoción de iniciativas caritativas o en programas públicos puntuales, especialmente relativos a los cuidados. En Chile, las mujeres no obtuvimos derechos políticos plenos sino hasta la década del 50 del pasado siglo, con el sufragio femenino ampliado, por lo que nuestra incidencia política, en tanto sujetas autónomas en la institucionalidad, es relativamente reciente. Para nadie es un misterio que la política continúa aún muy masculinizada, pese a los esfuerzos de las mujeres y de los logros alcanzados. 
Por ello, la figura de “primera dama” ha concitado interés de los medios nacionales, pues dentro del panorama histórico chileno es una anomalía que el Presidente electo no se haya casado, no tenga hijos o hijas, no use corbata y se haya impuesto en el balotaje con apenas 35 años. Irina Karamanos, militante del partido Convergencia Social, encargada del Frente Feminista y quien cuenta con credenciales académicas numerosas, ha indicado a la prensa que el cargo debe “repensarse”. ¿En qué sentido se traducirá ese ímpetu transformador? Aquí van algunos puntos problemáticos para someter a debate. 
En primer lugar, nos encontramos con lo más obvio: la legitimidad de origen. Los electores tuvimos dos opciones en la papeleta del 19 de diciembre, pero, como se pregunta Sánchez-González (2014), “¿se elige a una sola persona o se elige a una pareja?”. Una crítica similar se ha realizado a la tecnocracia, cuya definición mínima, según Meynaud (1968), es “la situación política en la cual el poder efectivo le pertenece a tecnólogos denominados tecnócratas”, quienes, a través de argumentos aparentemente técnicos y neutrales, influyen políticamente en las decisiones de quienes han llegado legítimamente a instalarse como Gobierno a través de las elecciones populares. ¿Qué legitimidad de origen puede tener la pareja del Presidente? La cónyuge pertenece al círculo íntimo familiar, innegablemente, solo que en este cargo de la administración del Estado pareciera no haber conflicto con ello. 
En segundo lugar, es complejo evaluar el rendimiento de las primeras damas. ¿Cómo es que los funcionarios públicos podrían, por ejemplo, oponerse o criticar las medidas que quiera adoptar una primera dama? ¿Es tan sencillo discutir con la pareja de un Presidente de la República? Y más complejo aún, ¿cómo se evidencia la responsabilidad administrativa en este caso? Las sanciones administrativas, en algunas ocasiones, terminan con una multa con cargo al sueldo, sin embargo, en el caso de Sebastián Dávalos, en los meses a cargo del área sociocultural de la Presidencia, su desempeño fue “ad honorem”. ¿Cuáles son las medidas de accountability en este caso? Valdría la pena esclarecerlo. ¿Es posible revocar el cargo o solicitar la renuncia en caso de una gestión deficiente? 
En tercer lugar, el debate en torno a la figura presidencial ha ido mutando desde la constatación de un hiperpresidencialismo, al tránsito de las sugerencias de un presidencialismo atenuado para el país. Mantener la figura de la primera dama, casi como un cargo nacido del derecho natural, refuerza la imagen presidencial y su poderío. 
En cuarto lugar, los aspectos simbólicos son interesantes de revisar: las primeras damas como figuras no han estado sistemáticamente regularizadas desde los aspectos institucionales (Guerrero, 2015), por lo que se ha convertido en una construcción social. Es un personaje secundario, que no debe eclipsar la figura presidencial, se le asocia al rol de madre –de ahí la insistencia de la prensa en preguntar a Karamanos por sus planes de maternidad–, al acompañamiento y a la proyección de lo esperable en una pareja. Así, se convierten en “íconos representativos” (Sánchez-González, 2014) de lo que la sociedad espera de un matrimonio o pareja. 
Sin duda, la labor de algunas primeras damas ha sido significativa, en un buen o mal sentido: Lucía Hiriart dañó el patrimonio fiscal irreversiblemente. En tanto, Luisa Durán fundó las Orquestas Juveniles e Infantiles, además de ser promotora activa del programa “Sonrisa de Mujer”, que tuvo un gran impacto en las mujeres chilenas, entre otras situaciones que podríamos seguir nombrando. Sin embargo, ninguna de esas dos figuras llega hasta ahí sin ser “la esposa de”. Y eso es lo que parece problemático, especialmente para una coalición que gana las elecciones presidenciales con las banderas de las luchas por los derechos sociales y con apoyo de numerosas organizaciones feministas. 
Habrá que “repensar” el cargo, no solo desde la delimitación de sus funciones y de los aspectos más técnicos, sino también desde lo que representa en una sociedad como la nuestra, donde las mujeres hemos luchado desde distintos frentes para ser consideradas más que para los roles protocolares, caritativos y de acompañamiento.                                                                                                                                            

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