“Vive y deja vivir”, totalitarismo disfrazado de libertad y Teresa Marinovic



A los que aún tuvimos filosofía en el colegio, puede que una reflexión contenida en la famosa Apología de Sócrates, escrita por Platón hacia fines del s. IV a. de C., todavía resuene en nuestras cabezas: “yo no lo sé, pero tampoco creo saberlo”, o, como el paso de los siglos la ha popularizado, “solo sé que nada sé”. El valor inmenso de esta sentencia es algo que resulta difícil explorar en un espacio tan acotado como este, pero vale la pena, al menos, intentar detenerse en algunas de sus premisas fundamentales. Entre otras cosas, esta fórmula socrática nos permite entender cómo hace unos 2500 años atrás la relación con el conocimiento era un asunto peliagudo. Hoy, cuando internet posibilita el acceso a la información de una manera probablemente nunca antes imaginada, las palabras del filósofo se convierten en una exhortación: mantener una distancia crítica en relación a todo lo que leemos es fundamental, para no caer en la peligrosa ilusión de saber cuando, en realidad, no sabemos. Sócrates aseguraba que esto último supone un gravísimo conflicto, pues al creer saber algo que en realidad desconocemos, abandonamos la búsqueda del conocimiento mismo. Así lo explicaba, por ejemplo, al hablar de algunos de los conciudadanos de su época que, sabiendo realizar bien su arte, presumían que eran “sumamente sabio(s) también en las demás cosas, […] desmesura que opacaba aquella sabiduría.”   
El escepticismo parece ser un modo beneficioso de conducirse en el mundo actual, donde es muchas veces fácil dejarse representar por el así llamado “sentido común” o por la opinión de otras y otros. Un filósofo inglés del s. XIX, John Stuart Mill, hacía una invitación equivalente a la posición socrática. Guiar nuestras opiniones por lo que el contexto inmediato nos dicta y tenemos por naturalizado sería un craso error, ya que, como este filósofo explica, aquello que consideramos como la interpretación normal del mundo no sería otra cosa que una explicación acotada a las limitaciones de la “porción del mundo con la que estamos en contacto”: nuestra ideología política, nuestra religión, nuestra extracción social y económica, etc. Así, Mill se percataba en su tiempo que los individuos parecían estar seguros de saber muchas cosas, cuando, en verdad, sabían muy pocas. 
Ambos filósofos parecen dirigir sus observaciones en una misma dirección, esta es, al saludable ejercicio de la humildad intelectual. En la vida social, existe la ventaja no solo de que cada agente pueda dedicar su trabajo a la progresión del conocimiento, sino además de comunicar a los demás miembros de su comunidad los resultados de su esmero. Apreciar con modestia esa aportación al saber colectivo, dejando en un segundo plano la potencial soberbia afincada en la vana seguridad de nuestras convicciones, es algo que resulta obligatorio en el contexto de la pandemia que hoy todavía experimentamos a escala planetaria. De ahí que el recelo del movimiento antivacuna, entre otras probables razones que permitan explicar su aparición, sea la expresión de una arrogancia intelectual como la que Sócrates y Mill denunciaban. Esto no involucra, necesariamente, aceptar las medidas definidas por la autoridad sanitaria de buenas a primeras. Más bien, implica emprender el camino personal hacia una indagación rigurosa y sensata del conocimiento, aceptando que la sabiduría de otras y otros —y no lo que nuestro sesgado criterio nos pueda sugerir— emana de quienes han dedicado su vida a ayudarnos a comprender mejor el mundo en el que habitamos. Si hoy no sufrimos los embates de la tuberculosis y la poliomielitis, no ha sido por la acción milagrosa de seres sobrenaturales, sino por el arduo trabajo de aquellas y aquellos que han velado por el bienestar de la comunidad en su totalidad.
Este último punto, me parece, es crucial. La semana pasada, la constituyente Teresa Marinovic decidió no usar mascarilla durante la extensa sesión en la que se eligió a la nueva Mesa Directiva de la Convención Constitucional. La representante justificó su actuar alegando que era necesario resistir a la “dictadura sanitaria” y “que se han cedido demasiadas libertades individuales en nombre de la salud”. Básicamente, un ejemplo del tergiversado aforismo “Vive y deja vivir”. Lo interesante es que las declaraciones de Marinovic, quien por lo demás carece de la educación científica suficiente para avalar responsablemente su actuar, ilustran cómo la soberbia intelectual, el deseo por vivir individualistamente, podría poner en riesgo la vida de los demás. Parece algo tan obvio que no resistiría discusión de tipo alguna, pese a la triste evidencia ofrecida por episodios como este. 
Asimismo, las palabras escogidas por la convencional son elocuentes: hablar de “dictadura sanitaria”, para dejar entrever una aparente amenaza a las libertades subjetivas, se presenta como un slogan banal que camufla a su vez un hecho alarmante. Facilitado por las dinámicas endógenas de Chile, el personalismo de Marinovic es, en realidad, el atisbo de una forma de totalitarismo puesta en marcha por un cierto grupo social aventajado. El privilegio de lo individual, en este sentido, solo permitiría propagar y profundizar las desigualdades estructurales en un país altamente desigual como el nuestro. Dicho de otro modo, las garantías de libertad que la constituyente defiende no son las mismas para las de un ciudadano cualquiera, pues, si por su propia negligencia Marinovic enfermase, sus privilegios económicos le permitirán acceder a una atención médica expedita de gran calidad. Sin embargo, si llegase a contagiar a una pobladora o un poblador de recursos moderados, este tendrá como única opción acudir al congestionado sistema de salud público donde, por cierto, no contará con las condiciones para su tratamiento idénticas a las de una clínica particular. En resumen, Marinovic vive, pero podría no deja vivir.
La pandemia convoca una y otra vez al viejo problema de la vida comunitaria, en la que las libertades individuales terminarían donde comienzan las del prójimo. “Vive y deja vivir”, en realidad, refiere a esto mismo: que cada uno viva su vida no puede significar que el prójimo deje de vivir la propia, y ese es el requisito para ejercer la libertad al interior de una sociedad en cuyo horizonte supone estar el bien común. Como se ha dicho en numerosas oportunidades, participar del proceso de vacunación o usar mascarilla no es algo que nos incumba de manera personal. Por el contrario, concierne a la prosperidad del conjunto social en cuanto tal y es, en esencia, un gesto de afecto hacia el prójimo. En ese marco es que deberíamos poner en práctica las recomendaciones de Sócrates y Mill, reconociendo que nuestra ignorancia desidiosa no puede hacer peligrar la vida de otro ser humano y que debemos ir al encuentro del conocimiento de modo humilde y responsable.     
 
     

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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