Las elecciones latinoamericanas en 2021 (I) y sus consecuencias internas: mientras se consolida el voto de castigo al oficialismo, el “giro a la izquierda” está pendiente de confirmación



Tema

El intenso período electoral previsto en América Latina entre 2021 y 2024 está incidiendo en la política interna nacional y en la redefinición de las tendencias políticas regionales: por ahora se consolida el voto de castigo a los oficialismos, a la espera de que se confirme –o no–, a lo largo del próximo trienio, un posible “giro a la izquierda”.

Resumen

Las elecciones ocurridas en América Latina en la recta final de 2021, antesala del intenso ciclo electoral 2021-2024, han empezado a dibujar un panorama regional con problemas de gobernabilidad, ascenso de opciones iliberales y heterogeneidad de las tendencias políticas e ideológicas. También ha predominado el voto de castigo a los oficialismos, con independencia de su color político, del rechazo a los modelos político-económicos vigentes, la dispersión de las fuerzas de centro y, alguna vez, el triunfo de opciones situadas en los extremos del espectro partidario.

Análisis

Los comicios presidenciales y legislativos ocurridos en noviembre y diciembre de 2021 han empezado a dibujar un panorama regional marcado más por el voto de castigo al oficialismo y la polarización que por un nuevo “giro”, sea a izquierda o a derecha. Las elecciones en Argentina (legislativas), Chile (presidenciales y legislativas) Venezuela (locales) y Honduras (presidenciales y legislativas) son la antesala que adelanta muchas características de los comicios pendientes de celebrar en el trienio 2022-2024, con citas para elegir presidentes en gran parte de los países latinoamericanos, incluidos los de mayor peso económico, político y demográfico. Entre otros, votarán los tres representantes latinoamericanos en el G-20 (Brasil, Argentina y México), así como en la cuarta y la quinta economías regionales (Colombia y República Dominicana).

2022Costa Rica, Colombia, Brasil y referéndum revocatorio en México2023Guatemala, Argentina y Paraguay2024México, El Salvador, Panamá, República Dominicana, Uruguay y VenezuelaFigura 1. Elecciones presidenciales latinoamericanas, 2022-2024. Fuente: elaboración propia.

Estas elecciones pueden contemplarse desde dos dimensiones: de política interna y de política internacional, más centrada en el papel externo y geopolítico de los países, alterado o influido por los resultados electorales. En esta primera parte del trabajo nos centraremos en las cuestiones de política interna, dejando para la segunda y última parte los temas regionales e internacionales.

En líneas generales ha predominado internamente el voto de castigo a los oficialismos, allí donde hubo elecciones transparentes y justas. Un voto de castigo dirigido también contra el modelo vigente, tanto político (rechazo a las elites hegemónicas) como económico-social.

Se ha confirmado que en el terreno político-electoral la heterogeneidad también es una característica regional. Han ganado tanto el centroderecha en Argentina (legislativas), como partidos y candidatos de izquierda (Honduras y Chile). Una América Latina que cuando vota en libertad (no en Nicaragua y solo en parte en Venezuela) castiga al oficialismo y respalda a oposiciones que, sin embargo, no han sabido canalizar el descontento y la desafección ciudadana, como indican los altos índices de abstención, por encima del 50% en Nicaragua, Chile (en la primera vuelta) y Venezuela. Pese a ello, la participación rozó el 70% en Honduras y la elevada movilización chilena la hizo llegar al 55% en la segunda vuelta. Todo en un contexto de alta fragmentación de los sistemas de partidos y volatilidad del voto, lo que ha configurado parlamentos divididos, donde resulta cada vez más difícil construir mayorías sólidas, sobre todo por la elevada división y polarización existentes.

Este contexto electoral tan fraccionado permite que los candidatos más escorados (los chilenos José Antonio Kast y Gabriel Boric) pasen a la segunda vuelta, o que otros políticos extremos, como el argentino Javier Milei, consigan buenos resultados. Fragmentación y alta abstención que contribuyen a acrecentar la polarización. Los ciudadanos que votan suelen ser los más militantes, movilizados e implicados y prefieren las opciones extremas. También se expulsa a la periferia del sistema a las opciones centradas, más debilitadas y con menor apoyo ciudadano, que están más fragmentadas.

Estos hechos incrementan la triple crisis política: de gobernabilidad (debilidad de los gobiernos democráticos), de representación (elevada fragmentación del sistema de partidos que no canaliza adecuadamente las demandas ciudadanas) y parálisis legislativa (dificultad para conciliar en el Parlamento posturas polarizadas). Todo ello marca la ausencia de una agenda reformista consensuada y lastra a la región desde hace más de un lustro, como ocurre en Perú desde 2016 y ahora con Pedro Castillo como presidente. Es uno de los temores que se ciernen sobre el próximo gobierno de Boric en Chile, algo evidente en su discurso como ganador de las elecciones, al apelar a la unidad en la diversidad, la concordia y los acuerdos.

El voto de castigo al oficialismo (independientemente de su ubicación política) se ha convertido en una tendencia predominante en el contexto político electoral latinoamericano, aunque no exclusiva del mismo. Se ve desde mediados de la pasada década, cuando tras el fin del súper ciclo de las materias primas (2003-2013), los gobiernos de larga duración (kirchnerismo en Argentina, correísmo en Ecuador, Frente Amplio en Uruguay y lulismo en Brasil) fueron perdiendo el poder y la hegemonía. La tendencia sigue presente y 2021 no ha sido excepcional. De las once elecciones celebradas, en seis venció la oposición y en cinco el oficialismo. Entre estas últimas, una fue en Nicaragua, sin garantías electorales. Otra Venezuela, donde el régimen solo ha empezado a dar tímidos pasos en la construcción de un sistema electoral menos inclinado a su favor.

Salvo los casos argentino (legislativas) y boliviano (locales), las restantes fueron victorias opositoras en elecciones presidenciales (Ecuador, Perú, Honduras y Chile), mientras los triunfos oficialistas sucedieron en legislativas (El Salvador y México) y locales (Paraguay y Venezuela). En Chile y Perú –y parcialmente en Ecuador– los dos candidatos que disputaron la segunda vuelta no representaban ni al gobierno ni al principal referente opositor y su victoria suponía no sólo un voto de castigo al oficialismo sino también una apuesta por un cambio de modelo de desarrollo.

Victorias de la oposición (6)Ecuador (centroderecha) Bolivia (centroderecha) Perú (izquierda) Argentina (centroderecha) Honduras (izquierda) Chile (izquierda)Victorias del oficialismo (5)El Salvador (derecha) México (izquierda) Paraguay (centroderecha) Nicaragua (izquierda) Venezuela (izquierda) Figura 2. Victorias de los oficialismos o las oposiciones en 2021. Fuente: elaboración propia.

El agitado bimestre electoral de finales de 2021 comenzó el 7 de noviembre con las “elecciones” presidenciales nicaragüenses, que completaron la deriva dictatorial de Daniel Ortega. El régimen “neosomocista” ha completado desde 2007 una singladura que le ha llevado de ser un régimen híbrido (tras los cuestionados comicios locales de 2008 y la posterior cooptación de las instituciones que debían velar por los procesos electorales) y crecientemente autoritario (después de la represión de las protestas en 2018) a consolidarse como una dictadura apoyada en la legislación represiva de 2020. Esta permitió desencadenar la oleada de detenciones de rivales políticos y precandidatos presidenciales. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) reunió el 75,8% de los votos y 75 de 90 escaños, cifras que no han podido ser contrastadas dada la ausencia de una administración electoral transparente y la inexistencia de observación electoral internacional. Según el gobierno votó el 65,34% de los empadronados, pero el observatorio independiente Urnas Abiertas considera que sólo lo hizo el 18,5%.

Entre las victorias oficialistas de 2021 cabe matizar el caso de Venezuela. El chavismo ganó de forma contundente y se impuso en 19 de las 23 gobernaciones y la alcaldía de Caracas. Sin embargo, la alta abstención –votó el 41,8% del censo– fue un doble voto de castigo. Contra la oposición dividida y enfrentada entre sí, con estrategias incompatibles y liderazgos excluyentes, que no canalizó el malestar ciudadano contra Nicolás Maduro. Y contra el gobierno, que ha sumido al país en una crisis profunda, de la que ahora apenas empieza a salir, con hiperinflación y una economía que desde 2013 se ha contraído en un 80%.

Lo ocurrido en el estado de Barinas fue significativo, ya que la oposición fue capaz de imponerse dos veces seguidas al chavismo. El Tribunal Supremo Electoral ordenó suspender los comicios de noviembre –ganados por la oposición– para repetirlos en enero, cuando volvió a perder el oficialismo. Fue una victoria con una gran carga simbólica para la oposición, al lograrse en la tierra natal de Hugo Chávez, gobernada por su familia desde 1999. En noviembre la oposición derrotó su hermano Argenis, gobernador de Barinas entre 2017 y 2021, y en enero a Jorge Arreaza (ex yerno del comandante y excanciller y exvicepresidente). El antichavismo ganó apoyado en una alta participación en relación a las últimas elecciones venezolanas (51%) y de forma contundente, con casi 15 puntos de diferencia sobre Arreaza.

En México no hubo voto de castigo. MORENA, el partido del presidente López Obrador, fue la fuerza más votada y ganó en 12 de las 15 gubernaturas en juego. Sin embargo, perdió la mayoría absoluta que tenía en el Congreso y no alcanzó, en coalición con sus aliados, los dos tercios a lo que aspiraba para poder reformar la Constitución. Como señaló Ciro Murayama, “el mandato de las urnas, al no conceder a ninguna fuerza o coalición la mayoría calificada en la Cámara y con ello la posibilidad de reformar la Carta Magna, es justamente un voto de apoyo al sistema constitucional vigente, incluida en él la división de poderes, el federalismo y la existencia de organismos autónomos como el INE y el Banco de México. México vive así entre un presidente con pretensión de reconcentración de poder y un persistente pluralismo que, sin embargo, no se traduce de manera fiel en los espacios formales de representación política”.

De todos los triunfos oficialistas, el más claro y contundente fue el de Nuevas Ideas, el partido del presidente Nayib Bukele, de El Salvador, tanto en las legislativas (56 diputados de 84 escaños), como en las municipales (152 alcaldías de 262). La victoria se debió, en gran parte, a la estrategia de Bukele de transformar los comicios en un plebiscito sobre su figura. Desde 2019 ha convertido su gestión en una plataforma para atacar y desacreditar a la oposición (ARENA y el FMLN), que gobernó en diferentes momentos entre 1989 y 2019. Ha desplegado un estilo de gobierno autoritario que ha conseguido el apoyo mayoritario de la población con un conjunto de medidas que van desde algunas claramente exitosas (vacunación y, al menos a corto plazo, reducción de la inseguridad) a otras clientelares, hasta aquellas más efectistas que eficaces (el bitcoin).

El resto de comicios celebrados entre noviembre y diciembre mostraron el predominio del voto de castigo al gobierno (Argentina), a la hegemonía de una fuerza política (Honduras) o a un modelo institucional y de desarrollo (Chile). Estos resultados, dado que en la mayoría de países gobernaban fuerzas de centroderecha o derecha, se han calificado como un nuevo “giro a la izquierda” o “marea rosa” (las izquierdas ganaron en 2021 en seis de los once comicios celebrados). Sin embargo, el maratón electoral 2021-2024 apenas ha comenzado, por lo que parece prematuro calificarlos de “giro” hacia determinado lugar del espectro político.

De momento, lo único cierto es la tendencia mayoritaria hacia el voto de castigo al oficialismo, como en las legislativas argentinas. La doble derrota del peronismo/kirchnerismo, en las internas de septiembre y las legislativas de noviembre se explica por diversas causas que apuntan a la gestión gubernamental: la mala situación económica (la inflación ronda el 50% y el dólar paralelo es un 100% más caro), el aumento de la inseguridad ciudadana, la deficiente gestión de la pandemia –con escándalos añadidos– y las peleas internas en el ejecutivo entre el presidente y la vicepresidenta.

La oposición de Juntos por el Cambio superó al oficialista Frente de Todos por casi nueve puntos (8,4%). Si bien el peronismo recortó distancias respecto a las PASO (primarias) y se mantuvo como primera minoría en el Congreso, fue ampliamente derrotado. Juntos por el Cambio ganó en 13 provincias, incluidas seis de las ocho que elegían senadores y consiguió reducir el bloque que lidera la vicepresidenta Kirchner en el Senado de 41 a 35, siendo la primera vez en 38 años de democracia que el peronismo pierde la mayoría propia. Además, a izquierda y derecha han surgido alternativas más extremas. A la derecha, los liberales de Javier Milei obtuvieron un 17% en la Ciudad de Buenos Aires y dos diputados. Avanza Libertad y La Libertad Avanza, conformadas por grupos libertarios, consiguieron casi un millón de votos, un 4,67% del total, y cinco escaños en la Cámara de Diputados. En la izquierda, una coalición de anticapitalistas y trotskistas (el Frente de Izquierdas) fue tercera nivel nacional, con un 6% del total.

Las elecciones de Chile y en Honduras mandaron mensajes aún más contundentes que muestran la existencia del voto de castigo a gobiernos y modelos de desarrollo. En Honduras, el triunfo de Xiomara Castro, del partido LIBRE (fuerza liderada por su marido, el expresidente Manuel Zelaya), puso fin no sólo a 13 años de hegemonía antizelayista (2009-2022) sino también al predominio del Partido Nacional –conservador (en el poder entre 2010 y 2022)– y a la influencia de Juan Orlando Hernández, presidente entre 2014 y 2022.

En Chile se votó contra el gobierno de Sebastián Piñera y también contra la clase política y la elite gobernante, conformada por las coaliciones en el poder desde 1990. En 2021, por primera vez desde que se celebran segundas vueltas (1999), estuvieron ausentes las dos grandes formaciones dominantes. Pasaron al balotaje dos figuras críticas con la gestión de la Concertación y del centroderecha piñerista. Gabriel Boric (Apruebo Dignidad), el presidente electo en segunda vuelta, lideró una amplia y heterogénea coalición de izquierda, crítica con el modelo político y económico-social y con la gestión del centroizquierda en 1990-2010 y en 2014-2018. José Antonio Kast, el vencedor de la primera vuelta, representaba a la derecha más conservadora, con su crítica a los gobiernos del centroderecha (Piñera en 2010-2014 y en 2018-2022) por abandonar los fundamentos del modelo que permitió crecimiento y desarrollo.

Los resultados (victoria de la izquierda –Boric– en las presidenciales con posible control de la Cámara de Diputados y mayoría en la Convención Constituyente pero empate en el Senado) extienden una sombra de duda sobre la gobernabilidad. El giro al centro protagonizado por Boric (pero también por Kast) se plasmó en un cambio del programa electoral, dando a Boric una imagen de líder pragmático y posibilista. Tras los comicios, el comportamiento democrático y las actitudes de respeto institucional y de apego a los valores republicanos, tanto de Boric como de Kast, dan esperanzas sobre futuros pactos que garanticen la gobernanza. Sin embargo, la inexperiencia del presidente y su entorno, la herencia de un país crispado y violento, las diferencias que dificultan alcanzar acuerdos en la coalición ganadora (sobre todo entre el Frente Amplio y el Partido Comunista, a su vez dividido en diferentes sensibilidades) y las altas expectativas generadas son grandes obstáculos para la nueva administración.

Una prueba de algunas de las dificultades a las que se enfrentará la administración de Boric al tratar de conformar una amplia coalición de gobierno que abarque la centroizquierda (sectores de la antigua Concertación), la nueva (Frente Amplio) y la vieja izquierda (Partido Comunista) así como la ultraizquierda, es lo ocurrido en la Convención al elegir presidenta en enero de 2022. Pese a ser una institución con mayoría de izquierdas, su elevada fragmentación e inexperiencia los llevó a no ponerse de acuerdo en un único candidato. Los grupos que conforman la columna vertebral del ejecutivo de Boric no lograron impulsar su propuesta. Las rivalidades entre el Frente Amplio y el Partido Comunista y la falta de consenso con los socialistas y los No Neutrales (independientes de centroizquierda) permitieron la victoria de los Movimientos Sociales, el sector más escorado a la izquierda.

En medio de esta tendencia al triunfo de los extremos se da la paradoja de que las fuerzas de centro, debilitadas, divididas y fuera del gobierno, siguen siendo decisivas para dar gobernabilidad y moderar las tendencias más rupturistas y radicales. Boric, que se ha declarado socialdemócrata (mala palabra en otros tiempos para la izquierda situada más allá de los partidos socialistas), necesitará para gobernar de parte de la antigua Concertación, en especial del Partido Socialista. Incluso lanzado algún guiño a la Democracia Cristiana, lo que desagrada al Partido Comunista. El próximo presidente parece querer eludir lo que ocurre en otras partes de la región. En Perú, Pedro Castillo, que llegó al Palacio de Pizarro de la mano de un partido marxista-leninista y mariateguista (Perú Libre), ha roto con el líder de su formación tras dejar caer a su primer gabinete (Guido Bellido) controlado por la izquierda más extrema. Su segundo gabinete en 100 días está formado por ministros de una izquierda más moderada (en especial, la primera ministra, Mirtha Vásquez, del izquierdista Frente Amplio). Además, ha logrado evitar el impeachment promovido por el fujimorismo y la derecha extrema gracias a los votos de las fuerzas de centro (Acción Popular, Somos Perú, Juntos Por el Perú y el Partido Morado) y mantenerse en el cargo.

Las diferentes izquierdas regionales con aspiraciones a ganar liderando amplias coaliciones sociales y políticas se debaten entre impulsar cambios profundos y conquistar el centro para mandar un mensaje de confianza a un electorado más remiso a la hora de votarlas y desequilibrar la balanza electoral a su favor. En Colombia, Gustavo Petro, líder de la izquierda a la cabeza de las encuestas, busca aliarse al Partido Liberal para poder presentarse como un líder confiable y capaz de garantizar la gobernabilidad, alejando la imagen de figura polarizante y demagógica. Por su parte, Lula da Silva, pese a tener una intención de voto del 48%, más de 20 puntos por encima de Jair Bolsonaro, una vez que ha logrado hegemonizar el voto de la izquierda, aspira al respaldo del centro, llevando como vicepresidente al socialdemócrata (centroderecha) Geraldo Alckmin, quien fuera su rival en las elecciones de 2006.

Esta izquierda es consciente de que por sí sola no tiene la suficiente fuerza para ganar y menos para gobernar. Un precedente de la búsqueda del centro ocurrió en Argentina en 2019 cuando Cristina Kirchner renunció a ser candidata para respaldar como presidenciable a una figura más centrada, Alberto Fernández (con Cristina, eso sí, como vice). La expresidenta era consciente de que para ganar “con ella no daba pero sin ella no era suficiente”. En 2021 esa estrategia llevó a Xiomara Castro a aliarse con un partido alejado de la izquierda como el que lidera Salvador Nasralla para vencer al enemigo común (el Partido Nacional).

Las elecciones de Chile, Honduras y Argentina muestran la existencia de otras dos tendencias emergentes que podrían tener continuidad a escala regional a partir de 2022. La aparición de una nueva generación de candidatos, con un discurso marcadamente demagógico, que atrae a una parte considerable del electorado y el papel decisivo, al menos en el caso chileno, de los factores generacionales y de género para decidir el resultado en la segunda vuelta.

La nueva generación de liderazgos demagógicos, de características muy heterogéneas, la encarnan Milei en Argentina, Franco Parisi en Chile y Nasralla en Honduras, con réplicas en 2022 en Colombia (Rodolfo Hernández), Costa Rica (Fabricio Alvarado) y Brasil (Sergio Moro). Es un conjunto de líderes que impugna el modelo hegemónico. Su fuerte es su mensaje contrario a la política tradicional y el discurso anticorrupción. Utilizan de forma efectiva las redes sociales para canalizar la frustración y la rabia. Parisi hizo campaña a través de las redes –de forma digital–, sin pisar su país. Fue el tercer candidato más votado.

Son modernos demagogos que apelan al histrionismo, utilizando un lenguaje políticamente incorrecto y directo (“sin complejos”), en una búsqueda constante y maniquea de un chivo expiatorio (“la clase política” a la que constantemente ataca Milei). Plantean la política desde posiciones rupturistas en un juego de suma cero en el que, al menos durante las campañas electorales, está excluido el consenso, el pacto o el acuerdo. Son liderazgos altamente personalistas. El hondureño Salvador Nasralla, aliado de Xiomara Castro, lidera un partido que lleva su nombre, con un mensaje de claros tintes mesiánicos (Partido Salvador de Honduras).

Conclusiones

El voto de castigo al oficialismo se ha transformado en una seña de identidad política en esta coyuntura regional. Es un fenómeno alimentado por la crisis económica/débil crecimiento y por la crisis de representación que afecta a los ejecutivos. Si 2021 no ha sido una excepción, el próximo trienio electoral (2022-2024) tampoco parece que lo vaya a ser. Es una dinámica donde el electorado vota para castigar al gobierno de turno por su gestión económica (2015-2019) o por los problemas para canalizar las expectativas sociales o resolver crisis como la de la pandemia. Los gobiernos son víctimas de una creciente pérdida de apoyos sociales, políticos –por la fragmentación y rupturas de los consensos tradicionales en los legislativos– y los afrontan con un reducido margen de acción y escasos recursos fiscales.

El voto de castigo se dirige y se canaliza mediante una serie de alternativas heterogéneas: otorga la victoria a candidatos que suponen la alternancia (Juntos Podemos en Argentina) o de gobierno y modelo de desarrollo (Boric y Xiomara Castro). Una parte de los electores es atraída por nuevos liderazgos rupturistas (Milei o Kast) y en ciertos países triunfan alternativas iliberales y se consolidan dictaduras (Nicaragua) o movimientos que abrazan liderazgos con inclinaciones demagógicas (Bukele).

Las elecciones del último trimestre de 2021 parecerían conducir a la región, gracias al voto de castigo, a un nuevo “giro a la izquierda”. Esto se desprendería de los resultados de Chile, Honduras, Nicaragua y de las regionales venezolanas, aunque los resultados del estado de Barinas, donde la oposición concurrió unida a su repetición, emiten importantes señales de cara a las presidenciales de 2024 o eventualmente a un posible referéndum revocatorio. Con los datos en la mano es necesario matizar la idea del cambio de rumbo. Primero, porque es pronto para concluir que se está produciendo tal “giro a la izquierda” o “marea rosa”, pues el actual periodo electoral (2021-2024) apenas ha comenzado y el triunfo de ciertas opciones en Colombia, Costa Rica o Argentina no está asegurado.

Frente a la uniformidad que trasmite el concepto “giro” cabe señalar, como ya ocurriera en el anterior viraje (1999-2015), que estamos ante unas izquierdas muy heterogéneas e incluso incompatibles. Socialdemocracia en Chile, autoritarismo en Nicaragua y Venezuela y un mayor vínculo con un liderazgo personalista y caudillista en Honduras.

Las victorias de esta izquierda diversa (incluida la de Pedro Castillo en Perú) conviven con triunfos de las también heterogéneas derecha y centroderecha (legislativas en Argentina y Ecuador y El Salvador).

Además, entramos en una coyuntura en la que, ante los desafíos mundiales, el cambio de matriz económica y la crisis de la democracia, tanto a izquierda como a derecha –y también en el centro político– se vivirán en un momento de redefiniciones ideológicas y estratégicas. La nueva izquierda se encuentra ante la disyuntiva de optar por el camino del reformismo y el cambio paulatino para atraer a los votantes moderados y recomponer los puentes con la centroizquierda o imponer una agenda de transformaciones radicales y rupturistas para no perder el respaldo de los sectores más a la izquierda. La derecha y la centroderecha también se encuentran en la encrucijada de abrirse hacia el centro y reinventarse: acoger a las variadas y nuevas sensibilidades sociales emergentes e introducir un mayor contenido social y de reconocimiento de derechos en sus proyectos de nación. Esta estrategia contiene un riesgo al abrir una ventana de oportunidad para que los más ultraconservadores capten el voto del descontento (como en Brasil en 2018 o en Chile en 2021) y arrebaten el liderazgo a los sectores más centrados en el espacio de la derecha.

Se confirmen o no esas tendencias en 2022-2024, lo cierto es que todos estos gobiernos, ocupen el lugar que ocupen en el espectro político, nacen lastrados por la debilidad de no contar con mayoría en parlamentos caracterizados por la alta fragmentación y la polarización, lo que dificulta la búsqueda de consensos y la implementación de “políticas de estado”. Además, la debilidad interna recorta el margen de acción de unos gobiernos que priorizarán la política interior sobre la exterior.

Imagen: Mapamundi mostrando parte de la región de America Latina. Foto: Ann H.
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