La balsa de la Medusa, Allamand y el naufragio de Chile Vamos



El escándalo no se hizo esperar tan pronto la gigantesca pintura, de alrededor de cinco por siete metros, fue colgada en uno de los muros de Museo del Louvre en París, en agosto de 1819. Fue el golpe de gracia en la cadena de vergonzosos episodios que quedarían para siempre asociados a una de las obras maestras del arte occidental. Menos de treinta años de edad tenía el pintor francés Théodore Géricault cuando expuso en aquel Salón anual el que sería hasta hoy considerado como su mejor cuadro, La balsa de la Medusa. La controversia suscitada por la imagen tenía múltiples aristas. Por un lado, se trataba de un lienzo desgarrador, que causaba morbosidad entre el público debido a su brutal honestidad. Por otro, plasmaba uno de los traspiés políticos más infames de los últimos dos siglos.
Para esa época, el tema predominante de las pinturas era de tenor religioso. No en vano, 86 de las obras seleccionadas para presentarse en la exposición oficial de ese año abordaban escenas bíblicas, o personajes cristianos en general. La mayor parte ha pasado al más profundo olvido. Otras, de contenido mitológico, como Pigmalión y Galatea de Anne-Louis Girodet, son recordadas en la actualidad por buscar preservar un gusto académico desacorde con los tiempos que corrían por aquel entonces. Géricault, en efecto, fue en la dirección opuesta a esa tradición. En su magnífica composición, casi una veintena de figuras humanas oscilan entre la desesperanza más absoluta y el afán indeleble por resistir a la muerte. Atiborrados encima de una improvisada balsa, el artista retrató a los sobrevivientes de un naufragio, zozobrando entre las crestas de las olas de un mar agitado sobre el que se cierne un oscuro cielo tormentoso. La polémica en cuestión no solo radicó en la indisimulada representación de la tragedia humana, con cadáveres en estado de descomposición en primer plano —tan alejados de los rostros angélicos abundantes en las otras pinturas del Salón— sino, además, en el hecho de que Géricault se basó en un acontecimiento real ocurrido unos años antes.
El desastre tuvo lugar el 2 de julio de 1816. La fragata real Medusa, que había zarpado del puerto de Rochefort, varó en el fango frente a las costas de Mauritania, no pudiendo ser reflotada. El propósito del periplo era transportar a los oficiales galos que irían a tomar el control de Senegal, dominio que los británicos traspasaron a los franceses después de la caída de Napoleón. Y he aquí la lección de la historia que podría sernos útil: el capitán de la embarcación, Hugues Duroy de Chaumareys, era un aristócrata incompetente que no había visto el océano en veinte años y que los libros recientes registran sin otra cualidad más que su ineptitud. El único mérito que lo llevó a su puesto fue su ferviente simpatía por la monarquía borbona. Así las cosas, la Medusa alcanzó a estar en total cerca de un mes en altamar antes de encallar a unos 80 kilómetros del continente, con 400 pasajeros a bordo y algunos botes salvavidas con capacidad para la mitad de ellos. Desamparados, 147 ocupantes se hicieron de una balsa hechiza, la que permitiría rescatar apenas quince víctimas luego de pasar trece días a la deriva. El capitán, haciendo alarde de su necedad, determinó abandonarlos tras un ineficaz intento por remolcarlos, aunque no dudó en regresar para recuperar el oro que había quedado en la malograda Medusa. Para sobrevivir, los tripulantes de la balsa debieron pelear, matar, arrojar a los más débiles al agua, e, incluso, alimentarse de carne humana. Todo, gracias a una mala decisión tomada por el Ministerio de Marina y de un todavía peor liderazgo, que procuró resguardar su propia integridad sin importar la gravedad de su cargo.
Como un ciudadano común y corriente, no puedo evitar preguntarme: ¿nuestras autoridades tienen consciencia del juicio histórico retrospectivo, el mismo que los dará a conocer a las futuras generaciones tanto por sus logros como por sus fracasos? ¿Será esta una inquietud que recojan en sus respectivos fueros internos? ¿Podrán conciliar el sueño pensando en que, dentro de cincuenta o cien años más, podrían quizá ser recordados de igual modo que el torpe capitán de la Medusa? El estallido social dejó en claro la inhabilidad de la clase política (de derecha o izquierda, por igual) para leer adecuadamente los eventos que siguieron al 18 de octubre de 2019: las respuestas desacertadas por parte del primer mandatario, de su entorno, de los parlamentarios, la inoperancia para identificar a los hasta ahora incógnitos grupos terroristas, la falta de juicio para controlar la violencia en las calles y el accionar desmedido de los funcionarios policiales y militares, fueron errores que se acumularon uno tras otro. Es curioso que, frente a un trance histórico de semejante envergadura, la mejor solución a la que se llegó fue alegar sorpresa e ignorancia, cuando no responsabilizar al K-pop según sostuvo el insólito informe Big Data, otro bochornoso eslabón de esta triste cadena de desatinos. No hay que ser brillante para percatarse que, desde el punto de vista de los partidos, el efecto más palpable de este sinfín de tropiezos ha sido la derrota incontestable de Chile Vamos en las últimas elecciones
En plena crisis migratoria, la más compleja por la que haya atravesado Chile, la renuncia de Andrés Allamand a seguir encabezando el Ministerio de Relaciones Exteriores parece tan solo reflejar el modus operandi bien establecido por los dirigentes de turno —no tan distinto a la leyenda de Nerón tañendo su cítara contemplando el incendio que consumía Roma, o a la muy verídica pizza que el presidente Piñera compartió con sus nietos en un local de Vitacura mientras Santiago ardía en medio de las protestas. No solo el contexto es el más inconveniente posible para dejar la cartera, sino además que la excusa es insostenible: irse del país para asumir su próximo cargo en el extranjero, cuando al gobierno, del que se supone forma parte con orgullo, le faltan aún meses por concluir. Sus correligionarios justifican la dimisión de Allamand argumentando que la crisis migratoria no es un tema que competa a la Cancillería, sino al Ministerio del Interior. La falta de sentido común, a la que ya nos tienen acostumbrados personajes como el diputado Diego Schalper, es la alternativa para explicar que no consideren que se trata de un conflicto que exige una reacción interministerial, asunto que no requiere de un análisis técnico demasiado sesudo. La liviandad con la que parecen asumirse responsabilidades de este tamaño, en este momento específico en que son necesarias diligencias humanitarias e inteligentes, nos invita a pensar cómo la derecha en este país y sus simpatizantes parecemos zozobrar en una balsa desde hace ya semanas, sin que el capitán tenga el mínimo interés en salvar un barco que se hunde sin remedio.
Una nota al margen. A pesar de los juicios de dudosa credibilidad a los que se sometieron Duroy de Chaumareys y compañía debido al naufragio de la Medusa, y a sus funestas consecuencias, hubo un efecto colateral positivo: la aparición de una regulación que ordenaba que fuesen los méritos la condición imprescindible para las designaciones militares y no las conexiones sociales o políticas. Esta es otra lección histórica a la que también podríamos sacar provecho.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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