¿Todo es bonito? Apuntes sobre la Convención Constitucional



Hay una relato que desde el título es inquietante: Josefine la cantante o el pueblo de los ratones, de Franz Kafka. ¿La historia se trata de Josefine o de los ratones? La narración, que adopta la perspectiva del pueblo, cuenta que entre los suyos está Josefine “su” cantante. Una situación cualquiera, excepto porque los ratones se definen como amusicales; no obstante, entre las figuras principales de la comunidad de ratones es una cantante. La historia transcurre guiada con el humor negro de Kafka y progresivamente expone la reflexiones del pueblo sobre el rol de Josefine. Con ello, además, devela las características del pueblo de ratones, cuya identidad parece no haber madurado hasta el punto de estar en un permanente tránsito hacia la adultez. Llegados a la conclusión del cuento, el título adquiere una nueva claridad, su punto de gravedad no está en Josefine ni en los ratos, sino en la conjunción “o”, pues inevitablemente tanto a ella como al colectivo les espera el olvido. ¿Éste también será el devenir de la Convención Constitucional? ¿Cómo a Josefine y a los ratos les espera el olvido?
Estas últimas semanas han estado marcadas entre momentos de críticas y defensas, ambas, más o menos destempladas, dan cuenta de algo que dimos por seguro, pero hoy muestra su fragilidad. Un tambaleo que se funda en la inquietud por los plazos, las propuestas de normas y el final del camino: el pleno. Toda este enredo ha desencadenado en la convivencia de la política y el trabajo, la cual, por alguna razón, creímos ajenas a la Convención Constitucional. Cuando estas dimensiones se encuentran, se avanza con menos contratiempos. Sin embargo, cuando éstas se bifurcan comienzan las críticas, las quejas e incluso el desprecio. Buena parte de aquello está ocurriendo en el momento que surge la pregunta: ¿Cuánto trabaja la Convención Constitucional? ¿Cuánto de su trabajo son discusiones inconducentes? ¿Cuánto es performance política? Y aunque sabemos que no se trata de la cuantificación temporal de la acción productiva, sí es importante comprender cómo se administra el tiempo. Entonces, cuando todo el mundo —o buena parte de las y los chilenos— está atento al quehacer de la Convención, situaciones como dos días de deliberación para elegir a la mesa directiva —presidencia y vicepresidencia— enciende ciertas alarmas, dudas y prejuicios.
Con esto en mente, toda protección o ataque corre el riesgo de convertirse en meros eslóganes o afirmaciones carentes de contenidos, pero que logran arraigarse en la opinión pública. La percepción de que algo “no funciona” en la Convención puede transformarse en una idea insidiosa, la cual se puede instala como una enfermedad en buena medida porque lo que allí acontece es un misterio para la mayoría de las y los chilenos.
Hemos heredado una imagen y un vocabulario sobre la autoridad y el poder que complejiza el actuar de la Convención y su relación con la ciudadanía. Hemos simplificado todo problema del ejercicio político al ámbito de la comunicación, que en este caso se profundizó tras la renuncia de la directora de la secretaría de comunicaciones Lorena Penjean. Pero la comunicación es un ideal siempre imposible de lograr. Nunca es suficiente. Como el juego del teléfono, la información se diluye entre los miles de agentes que replican la información. Una situación similar acontece al hablar de participación, una de las banderas de batalla de la Convención y que está estrechamente vinculada con la ciudadanía.
Algo es posible o eso parece, nos dice Oscar Wilde, mientras otras nos resulten imposible. Si pensamos desde esta sugerencia los procesos participativos llevados a cabo por la Convención, podríamos preguntarnos por ese suplemento: lo imposible. Si bien se recibieron aproximadamente 2.500 iniciativas populares y se han realizado un poco más de 200 cabildo y encuentros autoconvocados, ¿qué ocurre luego? Porque ¿cuál es el trabajo de las y los constituyentes en relación a estas instancias participativas?, ¿acaso la Convención es un repositorio de opiniones? De ser así, este proceso podría reducirse a lo que se ha denominado “ciudadanismo metodológico”.
Es la Convención quién decide cuándo, cómo y quiénes participan. La fantasía que la sola escucha asegura un modelo de participación realmente inclusivo surge precisamente cuando el punto de inicio niega que esto es imposible. Entonces, se comienza a idealizar estas instancias, se siente que todo lo anterior ha sido excluyente. Hay un deseo de nuevas reglas, lo que supone nuevos nombres para las cosas. Pero no un cambio en las coas. Alguien me ha dicho en más de una ocasión que las y los constituyentes temen cumplir su rol como representantes, de ahí que busquen caminos alternativos para evadir esta función. Esta no es una opinión de moda, sin embargo, lo cierto es que no importa si es una o miles de iniciativas de normas las que se reciben, lo realmente significativo es si las y los constituyentes están dispuestos a soltar y compartir el poder.
La convención hay que defenderla. La Convención está naufragando. ¿La Convención es Josefine o el pueblo de los ratones? ¿Somos nosotros los ratones que seguimos a una cantante que no escuchamos? Sea esto del todo cierto o no, nos recuerda que si queremos que la Convención llegue a buen puerto necesita un giro y la ciudadanía o el pueblo no perder de vista que para ser parte de algo, primero alguien tuvo que intentarlo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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