¿Y ahora, qué vamos a comer?



Bastantes reacciones e incertidumbre han generado algunas de las iniciativas de norma aprobadas por la comisión de medio ambiente y economía de la Convención Constituyente. Y una cuyo impacto puede ser especialmente negativo en caso de ser aprobada por el pleno es la iniciativa 113-5 sobre soberanía alimentaria.
Un primer error es que el articulado prioriza un Estado que define qué, cómo y para quién producir (soberanía alimentaria) fijando el precio de los alimentos. En cambio, el Estado debiese más bien velar por el acceso físico y económico a suficientes alimentos sanos y nutritivos. En este sentido, no habría libertad para que los agricultores decidan qué es mejor para su producción y bienestar y se pondrían en riesgo las exportaciones de productos por los que el país es reconocido internacionalmente como vinos, frutas y semillas.
La norma pone foco sólo en los pequeños productores, adjudicándoles el rol de abastecer al país, y se desconoce el aporte de los medianos y grandes. La pequeña agricultura y la agricultura ancestral sin duda tienen un valor cultural que hay que preservar, pero no necesariamente significa que desarrollen un agricultura más sostenible que permita abastecer al país, como presupone la iniciativa. Creemos en la coexistencia de distintos tipos de agricultura donde todos aporten. Se trata de una norma que discrimina por volumen y por tipo de agricultura. El Estado debe fomentar todo tipo de agricultura que permita conservar la naturaleza, y mejorar progresivamente la base productiva del país.
Un artículo que tendrá un impacto a todas luces negativo es el que prohíbe cualquier forma de privatización de semillas. Lo anterior es grave dado que la base de la alimentación del país son las semillas agrícolas (aquellas provenientes de programas formales de mejoramiento genético) y no de las semillas tradicionales (nativas y ancestrales) como mal presupone la iniciativa. También se limita la investigación en esta área a solo investigación pública bloqueando la I+D privada y extranjera. La propiedad intelectual en plantas permite incentivar el desarrollo constante de nuevas variedades adaptadas a las exigencias de los agricultores y los consumidores. La propiedad intelectual en plantas en Chile dura sólo 15 años (hay regulación al respecto desde 1977) y aplica sólo para nuevas variedades. Nadie puede apropiarse de semillas nativas, ancestrales o de uso tradicional, como sugiere esta norma. En la práctica este artículo condenaría a nuestros agricultores a no poder acceder a las mejores semillas las cuales generalmente provienen de genética extranjera.
Adicionalmente a lo anterior, la norma prohíbe la producción, uso consumo e importación de semillas, cultivos, alimentos y aditivos transgénicos en el país. Lo anterior atenta contra la libertad de investigación y contra toma de decisiones basada en evidencia. El consenso científico reconoce la potencialidad, seguridad y beneficios de los cultivos transgénicos y sus alimentos derivados. El consumo de transgénicos no está prohibido en ningún país del mundo. Además, actualmente países como Cuba, Bolivia, China, entre muchos otros, han adoptado la tecnología para hacer frente a la crisis alimentaria. En Chile, por ejemplo, investigadores en universidades, han desarrollado un maíz transgénico tolerante a la sequía y cítricos capaces de crecer pese a la salinidad del suelo en el desierto. ¿Nos perderemos todas estas posibles soluciones que otros países utilizan por los prejuicios y una mala norma? Prohibir tecnologías por constitución nos limita en herramientas para enfrentar el cambio climático, para contribuir a la conservación de especies y para fortalecer la seguridad alimentaria.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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