El feminismo en relaciones internacionales y el Estado profundo chileno



Cada día se habla más de una política exterior feminista para Chile, aunque se explica poco y se sabe menos lo que significa. Esta nueva forma de desempeñarse en el mundo no solo implica una necesaria paridad en la conformación del servicio exterior y un enfoque de género en la acción internacional, sino que también involucra una crítica substancial al realismo tradicional que inspira a las instituciones del núcleo estatal originario, o del Estado profundo chileno, y que se traduce en el principio del balance de poder, devenido en una doctrina inmutable, ajena a la alternancia democrática y refractaria a los cambios. El feminismo, por tanto, enriquece de manera esencial una manera progresista de inserción en el orbe, sobre todo en el momento constituyente que vive nuestro país.
El Realismo es una visión sobre las relaciones internacionales que percibe al Estado como entidad suprema, inspirado por la promoción del interés nacional mediante el ejercicio del poder. La sociedad y la política se encontrarían gobernadas por leyes objetivas, basadas en la propia naturaleza humana, la cual se manifiesta en la competencia egoísta entre los Estados nacionales para proteger su supervivencia e identidad. Más aún cuando en el mundo prevalecería una situación de anarquía, puesto que no existe autoridad alguna capaz de regular la convivencia internacional.
Un principio surgido de la práctica es el balance de poder, pues los Estados tratan de impedir la preponderancia de uno en particular y de mantener un equilibrio aproximado entre las potencias dominantes. Históricamente, este criterio ha regido el concierto internacional desde la Paz de Westfalia en 1648 (Tratado que puso fin a la guerra que enfrentó a católicos y protestantes), y en Chile ha dominado la política exterior a partir del rechazo de Diego Portales a la Confederación Perú-boliviana en 1836, pues alteraba el equilibrio con nuestros vecinos del norte, adversarios con intereses contrapuestos en esta parte del Pacífico Sur.
Famosas son las palabras del ministro en carta de su puño y letra a Manuel Blanco Encalada:
(…) “La posición de Chile frente a la Confederación Perú-boliviana es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el gobierno, porque ello equivaldría a su suicidio. No podemos mirar sin inquietud y la mayor alarma, la existencia de dos pueblos confederados, y que, a la larga, por la comunidad de origen, lengua, hábitos, religión, ideas, costumbres, formarán, como es natural, un solo núcleo. Unidos estos dos Estados, aun cuando no más sea que momentáneamente, serán siempre más que Chile en todo orden de cuestiones y circunstancias”.
(…) “La Confederación debe desaparecer para siempre jamás del escenario de América. Por su extensión geográfica; por su mayor población blanca; por las riquezas conjuntas del Perú y Bolivia, apenas explotadas ahora; por el dominio que la nueva organización trataría de ejercer en el Pacífico, arrebatándonoslo; por el mayor número también de gente ilustrada de la raza blanca, muy vinculada a las familias de influjo de España que se encuentran en Lima; por la mayor inteligencia de sus hombres públicos, si bien de menos carácter que los chilenos; por todas estas razones, la Confederación ahogaría a Chile antes de muy poco”.
Por su parte, el feminismo supone que las mujeres tomen conciencia de la opresión, dominación y explotación de que son objeto en el sistema patriarcal, reemplazando la concepción realista del poder que implica el control del hombre sobre el hombre, por otra que privilegia la habilidad humana para actuar en común con sus semejantes, prefiriendo la persuasión antes que la fuerza.
Para autoras como Judith Ann Tickner, desde la Segunda Guerra mundial ha prevalecido en las relaciones internacionales una mirada que prioriza el poder ejercido de manera monopólica, las amenazas, la guerra y la disuasión, conceptos netamente masculinos y excluyentes. Por el contrario, para las teorías feministas las realidades serían múltiples y la cooperación, la moralidad y la justicia tendrían un valor primordial en el sistema internacional. Más aún, una perspectiva científica que supere categorías coercitivas y jerárquicas, tales como lo “racional”, lo “objetivo” y el “poder”, sería un instrumental de mayor calidad para comprender la realidad que nos rodea.
Este punto de vista choca de frente con los intereses y conveniencia del llamado “Estado profundo” (deep state) que, aunque lo despojemos del carácter conspirativo de su definición original, no podemos desconocer que los conglomerados burocráticos más antiguos y consolidados promueven con más energía sus propósitos y la defensa del statu quo, oponiéndose a las políticas, condiciones y directrices de las autoridades electas, sobre todo si pretenden cualquier reforma fundamental.
Incluso, esta estructura estatal puede soportar la existencia de mayores espacios de participación para las mujeres, las disidencias sexuales, las naciones originarias, los territorios y la sociedad civil, pero rechaza tajantemente renunciar a ejercer el control y a transformar su forma de concebir el mundo, a los actores internacionales y a la naturaleza del conflicto (entenderlo de otra manera no significa ser pacifista), ya que ha construido su razón de ser en torno a la competencia por el poder.
Por ello, el fortalecimiento del feminismo está ligado con la posibilidad de construir una política exterior distinta, pues no son solo las demandas de la mitad de la población, sino una concepción diversa de las relaciones internacionales, basado en la atracción y no en la coacción (poder blando, según Joseph Nye) que, además, incluye a agentes activos con capacidades de articulación que traspasan fronteras y resignifican los principios de la democracia, reuniendo fuerzas para cambiar paradigmas y desplegar líneas de acción claramente progresistas, tal como se necesita en el nuevo ciclo que se inicia en Chile.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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