Un cuerpo abandonado

“Ver el mundo es deletrearlo”, escribe Octavio Paz, en ese enorme poema que es Pasado en claro, pero qué sucede cuando solo tenemos balbuceos, sílabas, fragmentos, oraciones inconclusas, líneas a medias. Es decir, carecemos de una explicación racional o un pensamiento coherente y eso que queremos nombrar nos ha impactado de tal manera que, momentáneamente, nos hace casi enmudecer y nos damos cuenta que no poseemos o no encontramos las palabras precisas para nombrarlo: darle un nombre —muchos nombres—  y se vuelve imposible escribir ese pequeño texto que pretendemos. Claro está que hay situaciones que están más allá —mucho más allá— de lo que a veces podemos explicarnos: no hay lenguaje o lenguajes que nos permitan nombrarlas y lo único que nos queda es un balbuceante no sé en el borde los labios; y es ese no saber lo que nos lleva a preguntar, preguntarnos, conmovernos; y toda muerte violenta nos conmueve, sin importar si teníamos o no relación con quien la padece. Escribo esto para decir que nunca tuve un encuentro con Luis Enrique Ramírez, el periodista recientemente asesinado. Jamás un saludo o una conversación. No supe del tono de su voz y tampoco vi de cerca esa sonrisa distante, pero hermosa y afable que luce en las fotografías que la redes y medios de comunicación, locales y nacionales, difunden desde el jueves por la mañana, cuando dieron cuenta de que ese cuerpo abandonado a la orilla de un camino, al sur de la ciudad de Culiacán, era el suyo. Ahora sé que es autor de cientos de artículos, crónicas, reseñas, entrevistas y tiene dos libros: La muela del juicio y La ingobernable. Además, amaba a los gatos.
 



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