La plurinacionalidad como vía media



Reseña sobre el libro “La vía política mapuche” de Fernando Pairican.
 
¿Qué significa realmente el Estado plurinacional? ¿Qué lugar ocupa dentro del conjunto de vías para abordar el conflicto en la Araucanía? ¿Cuál es su significado en el conjunto de la propuesta constitucional? ¿Qué está uno afirmando en caso de abrazar esta idea? Estas preguntas, hoy en boca de todo Chile, se han vuelto difíciles de responder. En el curso del debate constituyente incluso sus defensores –como Patricio Fernández– han dicho que serían ideas “en construcción”. No deja de ser cierto, y este es uno de los problemas que ha sufrido la Convención: en lugar de buscar sabiduría probada, como se necesita para dar estabilidad al país, el órgano constitucional ha sido un espacio para dar rienda suelta a todo tipo de experimentos de académicos y sus públicos cautivos. Sin embargo, eso no significa que estemos a ciegas respecto de lo que piensan quienes han impulsado la plurinacionalidad. Salvador Millaleo publicó hace algunos meses un libro sobre el mismo (algunos de sus problemas han sido notados por Álvaro Vergara) y el historiador Fernando Pairican acaba de publicar La vía política mapuche. Apuntes para un Estado plurinacional.
Publicado dentro de la colección “Hoja de ruta” de Paidós, este libro reitera las cualidades de otros textos de esta serie: es breve, accesible y pone las preguntas constitucionales dentro de un marco mayor, que deja fuera de toda duda el peso de las decisiones que tenemos por delante. El libro traza la historia de distintos movimientos mapuche durante las últimas décadas, hasta llegar a su culminación en los escaños reservados y la idea de Estado plurinacional. En lo referido al proceso constituyente, lo más importante es la luz que el libro vierte sobre este concepto. Es cierto que no se discuten en él elementos inherentes al concepto como los derechos colectivos o el pluralismo jurídico, pero sí se inserta en una narrativa mayor y permite entender algunas de las aspiraciones de quienes lo han esbozado. En lo fundamental, esta forma de comprender al Estado pretende situarse entre el Estado nacional uniforme o monocultural y el etnonacionalismo separatista (Pairican no usa esta caracterización, pero sí contrasta el supuesto gradualismo de la plurinacionalidad con el “movimiento rupturista” hacia la autodeterminación). De tal forma, ante la existencia de grupos dispuestos a una “limpieza étnica inversa”, la plurinacionalidad tendría una “dimensión de tolerancia democrática” (60).
En el camino emergen también más rasgos por contraste con la idea de interculturalidad. Este último concepto, que la mayoría de la población sigue concibiendo como el adecuado para enmarcar la relación entre las culturas del país (74% contra 20% según Cadem; 47% contra 20% según estudio del CIIR), es descrito en términos primariamente negativos, como contracara del neoliberalismo (37). Como quiera que se juzgue esta descripción, lo crucial es comprender que la plurinacionalidad efectivamente es una categoría muy distinta. Su contenido político es más enfático que el de interculturalidad y la autonomía que con ella se reclama puede ser tan pronunciada como la de la tradición “rupturista” (pese a que su exacto alcance nunca sea especificado).
Pero además, como explica Pairican, el concepto de plurinacionalidad trae consigo una carga muy significativa en otras dimensiones. Así escribe, por ejemplo, que “la plurinacionalidad significa también poner fin al paradigma antropocéntrico” (43). En esto vale la pena detenerse, pues pocos dudarán hoy de que requerimos interrogar de modo profundo la relación del hombre con la naturaleza. Pero la cuestión es si acaso estas fundamentales preguntas antropológicas (e incluso metafísicas) deben ser tratadas como un todo unitario que admita respuesta en un texto constitucional. No tiene nada de evidente que los “Derechos de la Naturaleza”, que aquí forman una unidad con la plurinacionalidad, nos den el marco adecuado para pensar mejor sobre la protección del medioambiente.
Por lo demás, no es solo un paradigma de relación hombre-naturaleza el que se postula superar por vía de la plurinacionalidad. También se trataría de “superar las categorías de sujetos individuales y generar un sistema colectivo y comunitario” (24) y de dejar atrás el patriarcalismo (52). El plurinacionalismo como otra superación más del neoliberalismo. Como se puede ver, lejos de estar ante un camino intermedio de “tolerancia democrática”, nos encontramos frente a un programa político y cultural completo, por el que todo tipo de males podrían ser superados. Pero para el lector –mapuche o no mapuche– inevitablemente surgen preguntas. ¿Desde cuándo tiene sentido definir lo mapuche por lo antineoliberal? ¿No es eso un proyecto político en vez de un proyecto nacional?
Si acaso estamos ante una simple vía media es algo que debe plantearse a propósito de los medios de acción, ya que también aquí existe, sin duda, esa pretensión de virtuoso término medio. Esto salta particularmente a la vista cuando Pairican describe a la organización Aucan Weichan Mapu. Como agudamente observa, esta “se opone a la modernización, pero, al mismo tiempo, expande su influencia haciendo uso de ella” (59). Pero si ahí Pairican marca distancia de una conocida organización criminal, la tónica general de su libro es la descripción de la violencia separatista en términos bastante más benevolentes. Fórmulas como que “no les quedó más opción que hacer uso de la resistencia armada” (40), de un tono puramente descriptivo, contrastan con la denuncia inequívoca de toda fuerza estatal. Las “recuperaciones de tierras” son descritas mediante este eufemismo que omite la violencia ejercida sobre civiles. Por otro lado, resulta también llamativo que, en un contexto como el actual, el libro pase por alto al hecho de que la violencia va cobrando vida propia una vez legitimada, lo que al final termina socavando incluso la relación entre mapuches y sirviendo a intereses –como el robo y el narcotráfico– que pueden arrasar con la cultura local con la misma fuerza que lo ha hecho la colonización. No es —conviene precisarlo– que Pairican muestre la más remota simpatía por estos fenómenos. Pero aunque esta plurinacionalidad pretende ser vía media, parece más bien ciega –o al menos muda– respecto de uno de los polos de los que se debiera distanciar si pretende ser tal.
¿Y qué ocurre con el otro polo? La deuda de Chile respecto del mundo mapuche es una herida que clama al cielo, de eso no cabe ninguna duda. Pero en un libro que se nutre de manera tan recurrente del lenguaje de la diversidad es un problema que se retrate la historia entera de Chile como de una monoculturalidad grisácea (Chile como una “construcción monocultural”). Buena parte del activismo identitario se afirma hoy en ese tipo de descripción, y ella tiene una consecuencia obvia: si se imagina un país de pasado enteramente uniforme, se legitima de manera fácil e irreflexiva cualquier política que ahora sí torne visible la diversidad. Para deliberar de modo adecuado en un escenario como este, una de las primeras condiciones es representarnos de modo justo nuestro pasado; con sus grises y su represión cultural, pero también con la pluralidad que siempre lo ha caracterizado.

Lo más llamativo del libro, sin embargo, es la manera en que este problema se extiende también al propio pueblo mapuche. El pueblo mapuche “está lejos de ser uniforme en su interior” (107), afirma Pairican al cerrar el libro. Pero se trata de un hecho radicalmente ausente del resto de la obra. Quizá hay una justificación para esa ausencia: el hecho de que está describiendo un movimiento específico. Persiste, sin embargo, la pregunta por cómo el panorama cambiaría si se incorporara ese ingrediente: mapuches con distintas visiones del desarrollo y de la integración con el resto del país, mapuches con muy distintas orientaciones políticas, mapuches que no ven su fe cristiana como “cuarto poder del colonialismo” (61). Por lo pronto, el discurso plurinacional no parece ser muy favorable a que este hecho comparezca con suficiente claridad en la discusión.
Por lo demás, reconocer esa diversidad interna de cada cultura es perfectamente compatible con reconocer lo común a todas ellas. Si hoy se nos llama a cultivar el buen vivir, el respeto por las personas y la reciprocidad (91), no estamos ante singularidades culturales ni visiones rivales de mundo, sino ante principios y aspiraciones universales. No hay cultura ni país en que estos principios sean honrados de modo suficiente, ni tampoco hay cultura donde ellos no existan como aspiración. Pero en conceptos como esos no se expresan “dos concepciones de mundo” (74) antagónicas, que diferencien a las culturas que habitan el país. La diversidad cultural –por la que estas aspiraciones se transmiten– puede ser protegida y preservada sin imaginar que a cada cultura corresponde una visión de mundo. En cualquier caso, en este deber de articular de modo adecuado particularidad y universalidad no es Pairican quien está en deuda, sino que lo estamos todos. Y ahí parece encontrarse una ruta bastante más promisoria que la plurinacionalidad para nuestro futuro juntos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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