El grito de la autonomía que la historia no ha logrado aplacar



Es imposible quedar indiferente a las referencias iniciales que el discurso de la Cuenta Pública presidencial hizo a la historia de las luchas regionales por mayor autonomía, las cuales posiblemente pasaron sin mayor comentario, dada la visión unívoca de la enseñanza de nuestra historia nacional, construida solo a partir de gestas militares y poco de reivindicaciones ciudadanas.
Tales referencias dicen relación con la autonomía y la cuestión social, tan poco considerada la primera y tan sufrida la segunda. Qué difícil y sangriento ha sido en Chile ir contra de la voluntad de esa minoría oligárquica que desde los inicios de la República se las ha ingeniado para imponer sus intereses a su completo amaño.
En los albores de nuestro Chile, tuvo lugar un primer quiebre social conocido como la “Revolución de 1851”, que sublevó a las provincias en contra del centralismo de la vida política y administrativa del país. Estalló en las ciudades de La Serena, el 7 de septiembre de tal año, y la noche del 13 de septiembre en Concepción, constituyendo el primer gran alzamiento armado en contra del poder conservador de Santiago. Apoyado por varios movimientos de ideas liberales liderados por intelectuales como Santiago Arcos, Francisco Bilbao, Jacinto Chacón, José Victorino Lastarria y Benjamín Vicuña Mackenna, entre otros, dieron vida a instituciones como la Sociedad Literaria de 1842 y la Sociedad de la Igualdad, con las cuales buscaban congregar a la población para lograr un aumento en los derechos civiles de la época.
Tal revolución, si bien no tuvo el éxito esperado, fue la primera voz de alerta respecto de los derechos sociales y las aspiraciones autonómicas de regiones. A pesar de ello, no fueron escuchados y el centralismo se acrecentó.
Pocos años después, en 1854, la nueva Ley de Municipalidades restó capacidad de deliberación política e incluso de ejercer funciones administrativas a los ciudadanos de las localidades, poniéndolos en manos de los agentes del Ejecutivo. Lo anterior, sumado al auge de la minería del cobre y la plata por el norte y la agricultura por el sur, fueron el caldo cultivo para una nueva revolución, la de 1859.
Fue así como las críticas regionales ya eran incontenibles al constatar cómo los recursos generados por la explotaciones agrícolas y mineras de las provincias habían servido para embellecer o mejorar la infraestructura de ciudades comerciales como Valparaíso o Santiago. El 5 de enero de 1859, en Copiapó, San Felipe y Concepción, se produjo un alzamiento que, con el correr de los días, se extendió a Talca y Chillán. Si bien Copiapó duró algo más en su rebeldía, los focos revolucionarios fueron sometidos al poco tiempo.
El germen de la descentralización logró ser aplacado por las armas y sometido al fuerte centralismo de Santiago, dejando tal anhelo de autonomía en esporádicos intentos personalistas de autoridades locales, pero que la fortaleza centralista redujo a simples populismos.
¡Cuántos años tuvieron que pasar! … Obviamente no fue el centralismo de Santiago el que abrió la puerta, sino la participación ciudadana democráticamente organizada, a través de la actual Convención Constitucional, la que al fin dio algo de justicia a tan sentido deseo regionalista.
Las autonomías son la respuesta moderada a tal propósito. No es un federalismo como el argentino o estadounidense ni tampoco comunidades autonómicas como las españolas, las cuales incluso tienen congresos y potestad legislativa independientes del gobierno central. No, lo que propone la Convención las dota de autonomía política, administrativa y financiera, pero no legislativa, que solo estará radicada en el Congreso de la República. Tal vez lo más novedoso de estas autonomías es la participación ciudadana y coordinación administrativa entre el gobernador, los alcaldes, los concejales y las unidades vecinales, todos articulados a través de instituciones colegiadas o colectivas.

Resulta difícil comprender a quienes critican esta propuesta y al mismo tiempo afirman estar a favor de la descentralización, pero, según tal parecer conservador, se cumpliría solo con dar mayores atribuciones al gobernador regional. Sin embargo, lo que no logran comprender, tal vez por su intrínseco desapego democrático, es que descentralizar no consiste en desvestir al Presidente para vestir al gobernador. No, lo que tanto se ha reclamado es mayor participación y eso consiste en redistribuir el poder para acercarlo cada vez más a los ciudadanos, lo que inevitablemente conlleva fortalecer no solo al gobernador sino también a los alcaldes y a los órganos colegiados de tales autonomías.
Lo que persiguen las regiones es no ser gobernados por los demás, sino por ellas mismas. No es una aspiración independentista ni separatista, es solo caminar autónomamente a la velocidad que exigen las necesidades locales, sujetas a las leyes dadas por un solo Congreso, el de la República, y aplicar las mejores decisiones que la diversidad y la sabiduría de la pertenencia territorial son capaces de entregar. Chile es uno e indivisible, y su grandeza está en aglutinar en este único país su rica diversidad. Qué bien suena, ¿cierto?



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