Hacia una política turquesa con la gente



El Gobierno de Chile acaba de anunciar que su política ambiental internacional se teñirá de turquesa, aludiendo a la mezcla del verde de la protección de bosques y la biodiversidad terrestre, y el azul por el cuidado de los océanos. Un color prístino y profundo que recuerda a las heladas aguas de los ríos de la Patagonia, como el Palena y el Baker.
Sin duda, este es un desafío acorde a los tiempos de emergencia ambiental global y crisis climática, que pone a Chile como un protagonista en el proceso de transformación hacia la sustentabilidad. No obstante, cuando aterrizamos los anuncios y observamos el escenario socioambiental del país, surgen algunas interrogantes acerca de la profundidad de los cambios esperados y de los tonos que podría adquirir el turquesa.
Entre las principales propuestas anunciadas por el Gobierno para el cuidado de los océanos se encuentran las Áreas Marinas Protegidas (AMP), un instrumento de conservación y manejo de los bienes comunes del mar que permite la protección in situ de los ecosistemas y de los servicios ambientales que sustentan el bienestar de comunidades humanas. También, se ha anunciado que esta política se orientará a la conservación de las aguas internacionales o corredores biológicos a escala oceánica. Una necesidad global reconocida por científicos y tomadores de decisión, pero que nos hace preguntarnos si responde a los dilemas socioambientales que enfrentan los océanos en Chile y que motivaron, por ejemplo, la revuelta social del 2019. Tal y como se ha ido desplegando hasta el momento el detalle de la política ambiental turquesa, nos parece que no.
Desde hace aproximadamente dos décadas se ha constatado que los grandes déficits de la conservación marina en Chile son, por una parte, la incorporación de la dimensión humana a través de figuras que se orienten al manejo sustentable de los recursos naturales, como las Áreas Marinas Costeras Protegidas de Múltiples Usos (por ejemplo, la AMCP-MU Lafken Mapu Lahual en la Región de Los Lagos, o el AMCP-MU Pitipalena-Añihué en la Región de Aysén) y, por otra parte, la baja representatividad de ecosistemas prioritarios y altamente amenazados, como los que se encuentran en la zona costera del país, precisamente donde hay mayores conflictos entre los usuarios del borde costero –entre ellos, grandes industrias extractivas– y demandas de protección de bienes naturales y culturales marinos por parte de comunidades locales dispuestas a responsabilizarse por su cuidado. Esta observación se refleja en las cifras de conservación, pues mientras Chile es protagonista de las metas globales con cerca del 45% de su Zona Económica Exclusiva bajo alguna medida de protección, menos del 10% de esta área está representada por las AMP de la zona costera.
Es decir, lo que nos muestra la experiencia chilena de conservación marina es que, para que la política turquesa sea exitosa y conectada con la gente, es clave que aborde los déficits antes mencionados, impulsando una agenda que coloque en el centro de su acción a las comunidades y redes que están liderando iniciativas de conservación marina en las costas de Chile. Esto implica ampliar las figuras de conservación, reconociendo las contribuciones de otros arreglos institucionales como los Espacios Costeros Marinos para Pueblos Originarios (Ecmpo) y las Áreas de Manejo y Explotación de Recursos Bentónicos (Amerb). También, avanzar en instancias de cogestión y participación social para la administración de Parques y Reservas Marinas; excluir definitivamente actividades productivas de alto impacto al interior de las áreas marinas protegidas (como la salmonicultura en el Parque y Reserva Marina Kawésqar en la Patagonia chilena, o en la porción marina de la Reserva Nacional Las Guaitecas), y promover el monitoreo ciudadano del patrimonio protegido, actuando coordinadamente a nivel de paisajes y ecosistemas.
Hoy en día muchísimas organizaciones locales, como juntas de vecinos, comunidades indígenas, sindicatos de pescadores o escuelas rurales, se hacen cargo de la conservación de sus entornos marino-costeros, a sabiendas incluso de que la normativa los deslegitima en dicha labor. Pero no les importa, e insisten en solidarizar con algas, peces, moluscos y aguas, como pares sin los cuales es imposible lograr el bienestar y la tranquilidad común. Para ellos la conservación no es un porcentaje, o un área, o metas asociadas a plazos para cumplir con financistas externos. Para ellos, conservar es equivalente a cohabitar.   
Abogamos por una política turquesa que tenga la capacidad para actuar junto a las múltiples redes locales que ya lideran el cuidado de los océanos en Chile, y que coloque al Estado como un garante de la legitimidad de las reglas establecidas, pero que opere horizontalmente en una estrategia de gobernanza inclusiva situada en los territorios.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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