Vivir y contarla: Jorge y sus 50 años de calle



“Vivo en la calle desde los 11 años, con eso le digo todo. Mi padre me echó de la casa porque mi madre murió a la media hora después de que nací. Según él, yo fui el culpable de que haya muerto su esposa, mi mamá”.
Así comienza Jorge Jara (67) contando su historia de medio siglo a la intemperie. Hoy vive en la Casa de Acogida del Hogar de Cristo ubicada en San Bernardo; está en silla de ruedas por una artrosis y artritis que afecta sus rodillas. Ahí, desde un espacio que le da calor, cama, comida y techo, con una voz serena y una dulce sonrisa, recuerda sus mil y una historias de su medio siglo de vida caminando y durmiendo en varios rincones de Chile.
“La culpa fue de él porque mi mamá estaba toda molida por dentro. Él era un gallo de campo, tomaba. Los médicos le dijeron: se salva usted o la guagua,  y ella dijo que se salve la guagua. Es una pena muy grande que tengo en mi corazón. En mi corazón, hay un niño chico todavía”, continúa narrando Jorge, con voz triste y a veces cortada, pero esperanzado en la atención psicológica que va a recibir.
¿Cómo fueron esos primeros días de calle, siendo un niño?
No fue fácil. Pero en primer lugar, conozco Chile de punta a punta y todo a dedo. Donde me pillara la noche me quedaba a dormir. Arriba de un árbol, donde me pillara la noche, me quedaba botado. Yo vivía en Florida, en Concepción. De ahí mi padre me echó, caminé, tomé un tren hacia Santiago. Venía al lado del conductor. Él me decía: “¿Para dónde vas?”. Para Santiago, le dije. Llegué a la Estación Central y empecé a caminar por todos lados. Después me empecé a movilizar para el norte, para el sur. Todo a dedo.
“Pasé de todo. Penurias, tristeza, hambre, frío. Cuando voy a un almacén y veo a un niño diciendo: ‘Mamita, quiero un dulce’ y se tiran al suelo…´, ¡me da una pena! Le digo a la señora: ‘Dele un dulcecito al niño, yo lo pago’, porque me imagino a mí en situación de calle. Pasando a un almacén pidiendo un pancito, una cosita para comer”, dice.
Según las últimas estimaciones que maneja el Hogar de Cristo, 19 mil personas viven en situación de calle en el país, la mayoría en la Región Metropolitana. Durante el 2021, 9.977 personas pasaron por alguno de los 84 programas que la fundación tiene para esta población en el país. De acuerdo al Ministerio de Desarrollo Social, el 91% vive solo, como estuvo alguna vez Jorge. Cuarenta y cuatro años es el promedio de edad de quienes viven en estas condiciones, pero el 41% señaló que su primera experiencia ocurrió antes de los 18 años.
En los alcantarillados del Mapocho
Jorge siempre andaba solo. La calle le cambió el carácter, le quitó la infancia, pero no el corazón. “Uno se endurece, no quería saber de nadie, ni de mis hermanos”, cuenta. Precisamente, de su familia nunca más supo. “Mis hermanos no existieron. Más encima, mi padre les metió en la cabeza que yo no era hermano de ellos”, dice.
“Tuve un perrito pero después lo eché porque me dio pena. Me dije: ‘Sufriendo yo y este pobre animalito’. No tenía para darle de comer. Entonces quise que fuera libre y buscara por otro lado. Los perritos también pasan frío, están mojados, durmiendo en la calle igual que uno. Armaba mis rucos en un lugar seguro, donde no hubiera más gente. Siempre solo. Al lado de árboles”, cuenta Jorge sobre cómo es vivir en la calle, en los rucos, esas pequeñas casas hechas de escombros. Precisamente, dice que él recogía sus “paredes” de los botaderos. “Los hacía con pallets, un cuadrado con dos pallets de altura. Y cuando me iba lo dejaba ahí, para otra persona que lo necesitara. A veces dormía en los alcantarillados del Mapocho. Ahí ponía pallets y dormía, pasando toda el agua debajo mío”.
Jorge no tiene los dedos de su mano derecha y los de la izquierda, están tullidos. “Tuve un accidente. Soy mueblista, hago todo tipo de muebles, bibliotecas, comedores con sillas. Tapizo. Puse una hoja de catorce pulgadas en un serrucho para partir un palo de dos por dos. Paso el palo y de repente hace un giro y boom. No sentí dolor, en ese momento no sentí nada. Tomé el palo, lo di vuelta y seguí pasando el palo. Terminé, paro la máquina y veo sangre en el serrucho. Me veo la mano pero no los dedos. Me llevaron al Hospital Traumatológico a las 10 de la mañana. Estuve hasta las 6 de la tarde esperando que me atendieran. Ahí el dolor era insoportable”.
Desesperado por el dolor, quiso suicidarse hasta que un doctor lo alcanzó a sujetar antes de tirarse sobre una cancha de fútbol. El médico lo ingresó finalmente a pabellón. “Este fue mi segundo accidente. El primero fue en esta mano –muestra un corte que atraviesa su dedo pulgar izquierdo– con el mismo serrucho. Llevé mis dos dedos y me los pusieron con platino. Creo que hubiera llevado los dedos de la otra mano, me los ponen. Pero hubieran quedado tiesos”.
¿Las personas en situación de calle son discriminados en los servicios de salud?
Discriminados totalmente. El servicio es lento, pero a las personas de calles es un: “Déjenlo ahí no más”. Para mí eso es una cosa mala, porque en la tele dicen que la salud es lo mejor que hay para todos. Y eso es una gran mentira. No es igual para todos.
¿La nueva Constitución puede cambiar esta situación?
No va a cambiar. A este presidente le doy pocos meses. Nos rechazó los dos diez por ciento, que es plata de nosotros. No le tengo fe a este caballero, no va a cambiar nada. Va a seguir todo igual o peor. Ahora hay niños de 12 años asaltando a los vehículos con cuchillo, martillos, con pistolas. ¿Dónde se veía eso antes? Con pistolas, haciendo asaltos. Antes había más respeto. Ahora usted sale a la calle no sabe si va a volver o cómo va a volver. Por eso no le doy más de tres meses, les dije a mis compañeros.
“Y con la Constitución la educación y la salud no va a cambiar. Va a seguir igual o peor. En los mismos colegios los niños peleando, con cuchillos. Falta una educación más estricta y que en los colegios los revisen en las entradas. Igual que en las cárceles, donde a la media hora, ya andan libres los delincuentes”.

Soy un alma libre
El año 2009 el Hogar de Cristo identificó la existencia de un grupo específico de personas mayores de 60 años, regularmente participantes de las hospederías que, por su situación de salud, fragilidad y dependencia, requerían de apoyo especializado y permanente. Esto, producto del deterioro del tiempo vivido en la calle, la desvinculación con la redes sociales, de salud y, en algunos casos, la presencia de consumo problemático de alcohol u otras drogas, convirtiéndolos en una población altamente vulnerable. A partir de esta realidad es que la fundación implementa las “Casas de Acogida”, como una alternativa para este grupo de personas adultas mayores, que requieren un apoyo que excede a un servicio de emergencia. Una de ellas es la de San Bernardo, donde reside Jorge. Puede estar ahí por tiempo indefinido, teniendo techo, cama, alimentación y todo tipo de cuidados.
Jorge nunca regresó a Florida. “Le hice la cruz”. Tampoco se casó, ni tuvo hijos porque no quería repetir la historia de su padre. “No quise porque hacer sufrir a un niño como me hicieron sufrir a mí, mejor no”. Estudió en un colegio nocturno, pudiendo nivelar hasta primero medio e hizo el servicio militar en alta montaña. “Viví en la calle hasta los 60 años. Después estuve solamente en albergues. Porque cuando hubo una nevazón grande acá, todavía estaba en calle y mi ruco eran tres planchas de zinc no más. Estaba en Casas Viejas, en Puente Alto, para al lado del río. Ese fue mi último ruco. Fueron tres veces a buscarme de un albergue, pero yo, el porfiado, decía no, no y no”.
¿Por qué no se quería ir?
Por la libertad. En la calle me levantaba y salía para donde quisiera. En un albergue ya no iba a ser lo mismo. Era estar encerrado y eso era lo que no me gustaba. Controlaban todo, el horario de acostarse, levantarse y eso era lo que no me gustaba. Soy un alma libre. Me quise ir al albergue cuando desperté y vi un espacio así no más de la plancha de zinc que había quedado sin nevar y todo lo demás con nieve. Miraba y pensaba, ‘¿cómo voy a salir de aquí?’ y estaba más entumido que la ñoña. Cualquier frío. Llegaron y me dijeron: ‘¿Te vas con nosotros?’. Les dije que sí altiro. Llegué allá y me pusieron estufa, café, estaban preocupados por mí. Me llevaron al médico por si me fuera a pasar algo por la humedad de la nieve. Pero no tenía nada. Realmente soy una persona dura. Cincuenta años en calle, toda mi vida.
¿Qué fue lo más difícil de esos 50 años?
Lo más difícil es la alimentación y las cosas para dormir. Comer y después en la noche acostarse. Extrañaba una camita calientita y una taza de té en la noche. Eso no estaba y eso es lo que uno echa de menos. La gente que vive en la calle pide para comer, pero yo me podía movilizar y me iba a los botaderos para recoger alambres de cobre. Los pelaba y los vendía. Con eso comía, tomaba. Soy tomador. No tomo un día ni una semana. Para mí una tomatera es día y noche un mes completo. No es vino ni nada, es puro fuerte.
¿El famoso pelacables?
No, yo compraba ron. De esos de a litro en las botillerías. El pelacable lo tomé una vez y nunca más. A los 11 años empecé a probar el alcohol. El alcohol mata el frío. Uno anda desesperado y uno toma para mantenerse bien, no pasar tanto frío.
¿Cambió la calle en estos 50 años?
Mucho. Antes no había tanta maldad, violencia. Ahora si me quedara en la calle, estaría temiendo que me maten. O que me quemen el ruco, mientras esté durmiendo y no pueda salir. Antes se vivía más tranquilo.



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