Energía como derecho y nueva Constitución: avances, innovaciones y desafíos



Tras las recurrentes postales en los medios de comunicación sobre los efectos de un frente de mal tiempo, tales como cortes de energía eléctrica, semáforos apagados, olas de frío, bloqueo de caminos, entre otros, se pone además en evidencia una profunda brecha manifestada tanto en nuestros hogares como en las ciudades que habitamos, llamémosles por su nombre, pobreza energética y vulnerabilidad energética territorial. 
De un tiempo a esta parte, ambas nociones han venido cobrando fuerza no solo a nivel académico, sino por, sobre todo, se han diseminado en la sociedad materializándose en documentos, estrategias y políticas públicas, junto con acciones de organizaciones de la sociedad civil. 
Si recogemos las lecciones de la pandemia y aquellas de las revueltas ciudadanas de octubre de 2019, debemos entender que los derechos humanos y sociales nacen de la dignidad humana y, por ende, son inherentes a ella. Son derechos estrechamente vinculados con la protección de necesidades vitales, los cuales no se rigen por “pases de movilidad”, crisis o ajustes estructurales. 
En estos “tiempos tele” (teletrabajo, teleeducación, telemedicina, teletransacciones, etc.) la energía no escapa a este debate. En ese sentido, resulta de particular interés el artículo 59 de la actual propuesta de nueva Carta Constitucional. Al recoger nociones como “mínimo vital de energía asequible y segura”, o “matriz energética distribuida, descentralizada y diversificada basada en energías renovables y de bajo impacto ambiental”, recoge principios del derecho energético que desde tiempo ya se han venido recogiendo en nuestra legislación y política energética, con resultados prometedores en muchos aspectos. 
Ahora, si bien reconocer constitucionalmente a la energía como un derecho autónomo es novedoso, este derecho se encuentra profundamente afianzado como un mínimo esencial para una vida digna, pues, aunque no tenga un reconocimiento expreso, nadie puede dudar que la energía está en la base de muchos derechos (educación, salud, vivienda, alimentación, entre otros). En este sentido, sea aprobada o rechazada la propuesta constitucional, el deber del Estado, y de la sociedad misma, es trabajar para alcanzar la máxima satisfacción posible de este derecho y lograr una transición energética justa. 
El reconocimiento constitucional de la energía impone un importante desafío, en que podamos compatibilizar los progresos que ha tenido nuestro sector eléctrico a través de la regulación económica de la actividad, con la necesidad de combatir la pobreza energética, de una forma que permitamos a cada habitante tener una vida digna, pero sin distorsionar el mercado eléctrico.  
Pensar la energía como un derecho implica que ella no puede quedar supeditada al Gobierno de turno y/o las contingencias políticas, ya que el individuo, en virtud de su mera condición de sujeto digno de derechos, tiene un derecho a la satisfacción de estos mínimos, particularmente cuando su vida, su salud y su libertad (de acceso a esos derechos) están en juego.  
Ejemplos de aplicaciones prácticas de este derecho se pueden encontrar en situaciones de carestía y que ya han sido recogidas por varias legislaciones en el mundo y en particular en países como Alemania, Colombia y España bajo el nombre de derecho a un mínimo vital o derecho de subsistencia, para referirse a aquellas prestaciones otorgadas por la autoridad para quienes no tengan (o no pueden tener) acceso a recursos suficientes para gozar de una vida digna.  

Ahora el desafío es, por un lado, vislumbrar las modificaciones y adecuaciones que dicha normativa plantea para el sector energético y, por otro, los desafíos para la política pública en orden a operativizar las premisas del nuevo paradigma energético. 
 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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