Con «la grieta» adentro – El Mostrador



Uno de los conceptos más utilizados en la política argentina de los últimos años es indudablemente “la grieta” –atribuida a Jorge Lanata durante una ceremonia de premiación en agosto de 2013-, imagen del clivaje político que dividía a la sociedad entre peronistas y antiperonistas y que a esas alturas polarizaba al país en torno a Cristina K y Macri. Junto con “la casta” –concepto que recuperó en España Pablo Iglesias para apuntar a las elites y que ya usaba en 1934 la izquierda republicana de Manuel Azaña-, la grieta destaca por condensar en una palabra la situación de alto grado de maniqueísmo político binario devenido en combate cultural entre actores que se perciben como enemigos, y como tal despliegan una batería de prejuicios, intolerancia y fanatismo en sus interacciones.
Nada nuevo bajo el sol. Desde su “concepto de lo político” (1932) el jurista peri-nazi Carl Schmitt, inauguraba la idea de colisión con un enemigo determinado e identificable, con los que la solución no pasaba por el compromiso. Más contemporáneamente Chantal Mouffe en su obra “Por un Populismo de Izquierda” (2018), aunque lejos de comprender la política como guerra, se declaró escéptica de acuerdos transversales entre adversarios ya que aquello eliminaría la dimensión “agonista” de la política, esto es la confrontación de diversos proyectos de sociedad por oposición de intereses –la dimensión partisana de toda política como afirmaba en 2007 (“En torno a lo político”)-  como requisito del ejercicio de la soberanía popular y proceso que consolida a una de las hegemonías en disputa.
El gobierno de Cristina K (2007-2015), particularmente después de la muerte de su marido y ex Presidente (acaecida en 2010) profundizó la fractura argentina, antagonizando con la oposición política, mediática y rural. Ciertos sectores oficialista comenzaron a distanciarse de la gobernante, desde ciertos sindicatos hasta figuras del peronismo –entre otro los ex jefes de Gabinete Alberto Fernández y Sergio Massa- quienes pidieron cerrar la grieta. En 2015 el peronismo fue electoralmente derrotado por tercera vez  en su casi octogenaria historia (antes en 1983 y 1999), pero apenas por un período de 4 años que más bien se asemejó a un paréntesis. Rápidamente el justicialismo constató que solo unidos volverían al poder sintetizado en el realista dicho “Con Cristina no alcanza, pero sin ella no se puede”, lo que exigía un entendimiento de las diversas facciones. Para derrotar a Macri, el poco antes detractor de Cristina K, Alberto Fernández sería el abanderado y Cristina su vicepresidenta (y por añadidura líder del senado). Mucho se ha elucubrado acerca de los cálculos de la ex jefa de Estado respecto de obtener fuero frente a los juicios de corrupción abiertos en su contra, sin embargo la faceta que deseo colocar en relieve aquí es la capacidad de retener el poder y quebrarlo al poco tiempo. La coexistencia del titular en la Casa Rosada y su anterior inquilina no sido nada fácil. A pesar que accedieron al poder nuevamente en noviembre de 2019, la pandemia a los pocos meses complicó los planes. Largas cuarentenas –a veces sin la observancia de las autoridades como ha pasado en otras latitudes- acompañada del incremento del gasto público para enfrentar el encierro provocó los ataques de la oposición política. La inmisericorde inflación de los precios de productos básicos y escalada del dólar causó una separación de la diarquía justicialista. Para los partidarios de K la respuesta radicaba en fortalecer el consumo interno y la emisión. Para el Presidente, y su ministro de Economía, Martin Guzmán apostaron por una re negociación de la deuda de 44 mil millones de dólares con el Fondo Monetario Internacional –para hacer a Argentina nuevamente candidata a créditos- lo que se consiguió en enero último aunque con el organismo exigiendo austeridad fiscal (recortes presupuestarios, fin de bonos y dosificación de subsidios). Los seguidores de Cristina K, particularmente el grupo La Cámpora, les pareció sencillamente una humillante traición al anti imperialismo justicialista. La Guerrilla se trasladó a la esfera del propio bloque oficial, hasta la renuncia el 2 de julio del ministro Guzmán y su reemplazo por Silvina Batakis, una creatura del Kicherismo que duró apenas 24 días sólo para ser reemplazada por el presidente de la Cámara de Diputados argentina, Sergio Massa, juramentado como súper ministro con un programa que suena más conservador que el del defenestrado ministro Guzmán.
El primer semestre de 2022 mostró que la fisura doméstica peronista puede superar a la grieta externa, o como explica el editor de Clarín Fabian Bosoer “en el ejercicio prolongado del gobierno, el peronismo genera su propia oposición, y empeña el último tramo de su gestión en una disputa entre continuismo y restauración, logrando una situación singular: la de proponerse un regreso al poder del que nunca se fueron”. A la luz de la historia efectivamente este tipo de fractura no es nada original en un movimiento con aspiraciones hegemónicas. Alan Rouquié en su obra “El Siglo de Perón” (2017) enumera varios casos durante la primera etapa peronista (1946-1955) comenzando por la persecución del dirigente sindicalista y fundador del partido laborista, Cipriano Reyes, reacio al control vertical de Perón sobre el mundo obrero, o del ostracismo a otras prominente figuras como el gobernador de Buenos Aires, Domingo Mercante, que podían hacer sombra a la adámica pareja presidencial. Más contemporáneamente este afán de sempiterna preponderancia se retrató en “el vamos por todo” que enunció Cristina K en febrero de 2012, y que paradójicamente selló la etapa abierta por el estallido social argentino de diciembre de 2001 cuyo eslogan más famoso había sido que “Que se vayan todos”.
Hoy cuando diversos progresismos se han instalado en parte considerable de América Latina, noción plural que remite por lo general a actitudes de sectores medios urbanos determinados en promover la reducción de las desigualdades sociales, el respeto a los derechos humanos así como el rechazo a la corrupción y la intolerancia política, no hay que perder de vista que dicha tendencia se ha concretado históricamente en distintos moldes y que incluso puede priorizar la movilización ante el hastío con la cleptocracia de gobiernos de distinto signo. Como afirma el antropólogo Alejandro Grimson (“Que es el peronismo”, 2019) la traducción política del progresismo dibuja un arco “con límites difusos hacia la izquierda y el centro”.

En Latinoamérica conviene atender a que la construcción de mayorías progresistas –insisto en el plural para reflejar su diversidad- tiene una difícil materialización si no se corresponde con una articulación entre sus componentes que conjugue gobernabilidad y cambio más allá de las plataformas electorales. Desde luego, pueden existir trizaduras, como ejemplifica fuera de la región el caso español tensionado por sus dos almas respecto a la cuestión de Ucrania: La del Partido Socialista Obrero Español –cuyo titular encabeza La Moncloa- y Juntas Podemos (que reúne a Podemos, Comunistas y distintas confluencias). Mientras los primeros abrazan la estrategia de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) de incremento de presupuestos de defensa y armar a Kiev, los segundos se decantan por la condena a Moscú, sin comprometer envío de armas ni fortalecimiento de la Alianza que triunfó en la Guerra Fría.
En Chile también durante la época de las “planificaciones globales” se enfrentaron en 1970 los relatos de la Unidad Popular y del programa de Tomic, a pesar de su coincidencia en varios puntos. Tres años más tarde, el quiebre de la democracia en Chile tuvo por conclusión un golpe de Estado ejecutado por Las Fuerzas Armadas, precedido por una alta tensión protagonizada por la derecha política y económica, un sector predominante de la Democracia Cristiana, e incluso tras bambalinas los Estados Unidos de Nixon. No se puede olvidar tampoco que el Presidente Allende estuvo también sujeto a presiones desde su campo político: una parte relevante de su propio partido, además del Movimiento de Izquierda Revolucionario –parte de la original Nueva Izquierda local de los sesentas-, aunque fuera de su administración. Se trataba de una disputa entre gradualistas, para la consolidación de un proceso popular de transformaciones, y voluntaristas, que abogaban por avanzar en forma acelerada en los cambios revolucionarios. En tiempos de la Concertación, específicamente en 1998, aparecieron los auto-flagelantes y su respuesta de autocomplacientes quienes debatieron en forma episódica durante todo el ciclo que acabó en 2010 sin comprometer la estabilidad sistémica. Un nuevo acceso al poder en 2014 se hizo bajo la bandera de “La Nueva Mayoría” ampliada a su izquierda con el Partido Comunista, y con la colaboración crítica de los vástagos del movimiento estudiantil de 2011.

Ahora que una tercera versión de la Nueva Izquierda (que denomino posmoderna e identitaria) conquista el voto popular en países como Chile y Colombia –sin pretender ser una continuación de aquel ciclo “rosado” de 1999-2015 inaugurado por el chavismo, que aunque variopinto tuvo por común denominador el montar su programa de redistribución sobre un extractivismo que profitó del “boom” de los commodities – no se puede desechar el concurso de otros progresismos –menos condicionados por la política de identidades posmodernas si se quiere- que resultaron indispensables para triunfar en el balotaje sobre las alternativas populistas enfrente. Adicionalmente en los prolegómenos del gobierno de Petro, el líder del Pacto Histórico ensayó aproximaciones con la futura oposición, lo que evidencia el valor de un pragmatismo que no claudica de un programa de gobierno. De esta manera, incluso para quienes adhieran a la democracia agonista mouffeniana puede ser útil darle una vuelta a la celebérrima frase de la novela de Puzo que esculpiera Ford Coppola en 35 milímetros “mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca”.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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