Los sueños truncados de Fátima y Karen, víctimas de feminicidios



Fátima Quintana estaba en el cuadro de honor, era lectora de las sagas de Harry Potter y Narnia y ganó un concurso de declamación de poesía. A su corta edad, su gusto por la literatura la llevó a ser la encargada de la biblioteca de su escuela. 
Karen Alvarado Mosso tenía la ilusión de que ya iba a entrar a la universidad para estudiar Derecho, porque quería proteger a las mujeres. Su sueño era conocer París, Francia, y llevar a su madre con ella. Su hermano Erik estaba por pasar a la secundaria. Le emocionaba seguir los mismos pasos que su hermana: decía que quería estudiar Robótica y ser un inventor. 
El 5 de febrero de 2015, Fátima regresaba de la escuela y, a 100 metros de su casa, fue interceptada por tres hombres: dos adultos y un menor de edad. Se la llevaron al bosque en la comunidad de Lupita Casas Viejas, municipio de Lerma, Estado de México; antes, le hicieron una herida en el cuello para evitar que se resistiera —aunque tenía 12 años, medía más de 1.70 de estatura—. En medio de los árboles, fue torturada, violada, lapidada y asesinada. 

Karen y Erik aún dormían, cada quien estaba en su recamara. Era el 4 de agosto de 2016 y estaban de vacaciones. Su madre se había ido a trabajar. Su primo de 17 años, quien vivía en la casa de al lado y había convivido con ellos como si fueran hermanos, entró con sigilo a la vivienda, en el municipio de Ecatepec. A ambos los torturó y asesinó. A Karen la agredió sexualmente. 
Los dos menores de edad que cometieron estos crímenes fueron detenidos y sentenciados conforme a la Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia Penal para Adolescentes, la cual entró en vigor en junio de 2016. A los dos se les dictó la “medida extrema” de internamiento por cinco años en el Centro para Adolescentes Quinta del Bosque, en Zinacantepec, Estado de México. Este año, los dos cumplieron sentencia y fueron liberados.
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Según la Encuesta Nacional de Adolescentes en el Sistema de Justicia Penal (ENASJUP) elaborada por el Inegi, en 2017 se encontraban 6 mil 891 adolescentes en el sistema penal, de los cuales 6 mil 352 eran varones y 539 mujeres. De ellos, 433 estaban en internamiento preventivo y 799 llevaban su procesos en libertad. 
En tanto, 5 mil 645 (81%) recibieron una sanción, de los cuales mil 169 se encontraba en internamiento y 4 mil 476 cumplió su medida en externamiento. 
En 2019, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) publicó el Informe especial sobre los centros de tratamiento interno para adolescentes que infringen la ley penal de la República Mexicana. Ahí, reportó que había mil 445 adolescentes cumpliendo una medida de internamiento, de los cuales mil 237 eran hombres y 208 mujeres.
Del informe se desprende que la judicialización de los casos con adolescentes ha ido en aumento respecto de 2017. 

En 2020, de acuerdo con el Censo Nacional de Sistemas Penitenciarios Estatales 2021, del Inegi, se encontraban mil 386 adolescentes cumpliendo sentencia en los 45 centros de internamiento de las 32 entidades. Del total, 737 adolescentes tenían entre 14 y 17 años; 56 eran mujeres y 681 hombres. Además de ellas y ellos, 649 personas de 18 años o más estaban internadas en estos mismos espacios. 
Las mujeres de entre 14 y 17 años se encontraban principalmente en Morelos, Estado de México y Sonora, mientras que los estados con más hombres adolescentes eran Edomex, Sonora y CDMX.
Especialistas señalan que, según estudios y experiencias en otros países, lo mejor es apostarle a la reinserción social de adolescentes que cometieron delitos graves como violación, privación de la libertad, homicidio y feminicidio.
Sin embargo, las madres, víctimas indirectas, refirieron que las sentencias para adolescentes infractores son “una burla”, por lo que hay una percepción de impunidad. Piden que la ley se modifique y se aplique conforme a la gravedad del delito, pues acusan que no tienen garantías de no repetición ni de reparación del daño. 
De acuerdo con el informe de la CNDH, en algunos centros faltan condiciones para cumplir con los objetivos de la reinserción y reintegración social y familiar de las y los adolescentes, así como para el pleno desarrollo de su persona y capacidades. También se detectaron situaciones que vulneran sus derechos humanos.
El documento indica que los centros no contaban con personal especializado en adolescentes, en la mayoría se evidenció maltrato de compañeros y personal, se reportó que las instalaciones eran inadecuadas o insuficientes, y hubo irregularidades en la imposición de sanciones disciplinarias y de procedimientos.
En específico, en el Centro de Internamiento para Adolescentes Quinta del Bosque, donde estuvieron los agresores de Fátima y de los hermanos Alvarado Mosso, se encontró que “no existe separación entre adolescentes sujetos a proceso y quienes cumplen una medida de tratamiento, así como entre menores de edad y personas adultas jóvenes. No existen criterios de clasificación”.
Cuando cometieron los crímenes, ambos agresores tenían 17 años, pero cuando fueron detenidos, juzgados e internados, ya eran mayores de edad. 

“Fátima no era una guerrera, era una niña”
Fátima fue interceptada por sus vecinos cuando regresaba de la escuela. Fueron dos adultos, José Juan Hernández Tecruceño y Luis Ángel Atayde Reyes, y su hermano, un menor de 17 años. Los tres cometieron cinco delitos en contra de la pequeña. 
“Ese jueves 5 de febrero del 2015 fue un día normal, mi hija se levantó, salió de casa a las 6:15 en compañía de su papá, fue jueves y fue la última vez que yo vi a mi hija Fátima. No volvió a casa; ella fue interceptada 100 metros antes de llegar a casa por tres vecinos, a dos de ellos nosotros los conocíamos desde que nacieron”, relata Lorena Gutiérrez, su madre. 
Dos horas después de que Fátima debió de haber llegado a casa, su familia comenzó a buscarla en la comunidad, en la montaña del municipio de Lerma. Su mamá y hermano, Daniel, la encontraron dentro de una zanja en medio del bosque. Ya no tenía signos vitales. 
Desde el inicio, se dieron cuenta de que los hermanos Atayde Reyes estaban involucrados. En su casa encontraron ropa ensangrentada y la mochila de Fátima. Los pobladores de la comunidad los detuvieron. Los iban a linchar, pero los padres de la pequeña decidieron entregarlos a las autoridades.
“Ya los iban a quemar, los habían rociado de gasolina y toda la comunidad nos gritaba que no los entregáramos vivos, porque nunca iba a haber justicia, que los iban a dejar libres y que ellos tenían que pagar lo que le habían hecho a Fátima y que la muerte era poco castigo para lo que habían hecho con la niña”, dice Lorena. 

Las pruebas fueron desestimadas por la magistrada de menores. La Fiscalía General del Estado de México no tenía tiras reactivas para comparar perfiles genéticos de la sangre que había en la ropa que encontraron con la del cuerpo de Fátima; 14 días después del crimen, el 19 de febrero del 2015, las autoridades dejaron libre al menor de edad. 
Su hermano mayor, Luis Ángel Atayde Reyes, fue vinculado a proceso y tuvo juicio oral. El 8 de junio de 2017, fue sentenciado a 73 años con ocho meses de prisión. El segundo agresor, José Juan, ese mismo día fue declarado inocente y liberado. 
Ese fallo fue apelado por la familia con apoyo del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF), que logró demostrar la falsedad de un video presentado por la defensa de José Juan. Consiguieron reposición del proceso y reaprehensión. El 12 de octubre de 2020, Hernández Tecruceño fue sentenciado a prisión vitalicia. 
El menor de edad que había sido liberado en 2015 fue detenido en 2017, cuando ya tenía 20 años. Fue juzgado como adolescente, debido a que la ley así lo establece. El juzgado dictó la “medida extrema” de internamiento por cinco años y el 22 de junio pasado cumplió su sentencia y fue liberado. 
La familia de los asesinos amenazó y amedrentó a la de Fátima, que ha tenido que vivir con medidas de protección desde el feminicidio; fueron desplazados a Monterrey, Nuevo León. El desgaste ocasionado por la violencia institucional y búsqueda de justicia enfermó a Daniel, hermano de Fátima, que en noviembre de 2020 falleció. 
Su madre acusó negligencia médica. El menor de 16 años fue llevado al Hospital Universitario de Monterrey por un dolor abdominal intenso; ahí no lo quisieron recibir y el personal de salud lo envió a una clínica psiquiátrica. Dijo que Daniel atravesaba un ataque de pánico. Sus papás se lo llevaron a casa y ahí murió. La autopsia indicó que fue por complicaciones gástricas. 
“No solamente esta lucha nos ha costado vivir en medidas de protección de esta manera, nos costó la vida del hermano menor de Fátima, por eso yo no tengo nada qué agradecer al Poder Judicial, a las leyes, al sistema de impartición de justicia del Estado de México, mucho menos al Estado mexicano, al presidente Andrés Manuel López Obrador”, subraya Lorena. 
Los sueños truncados de los hermanos Alvarado Mosso
“El 4 de agosto del 2016, un día como tantos, como siempre tuve que salir a trabajar, ellos estaban de vacaciones, estaban por entrar a la escuela, y yo me fui a trabajar como todos los días sin pensar lo que ese día nos iba a tocar vivir o que les iba a tocar también a ellos sufrir, porque fue un día, pues, hasta la fecha marcado y que nunca deja de quitar ese dolor”, recuerda Sacrisanta Mosso Rendón.  
Karen y Erik vivían con su mamá en Ecatepec. Ese 4 de agosto era la feria del pueblo y tenían permiso de ir. Su mamá los dejó aún dormidos. Estaban a días de entrar a la escuela los dos. El niño, de 12 años, a la secundaria, y su hermana, a la universidad. Cuando Sacrisanta llegó a casa ya era de noche, no traía sus llaves y las luces estaban apagadas. Pensó que a sus hijos se les había hecho tarde o se habían entretenido. Decidió esperar.
Tras un par de horas y que no contestaban llamadas ni mensajes, fue a buscarlos. Nada. Regresó a su casa. Tenía un mal presentimiento. Entró forzando una puerta. Silencio y oscuridad. Había algunas cosas movidas. Les llamaba por su nombre, nadie contestaba. El baño estaba cerrado y se le hizo raro. Lo abrió y vio una silueta en el suelo. Reconoció a Karen. 
No quiso entrar. Sacrisanta le habló a sus primos que vivían cerca, uno de ellos contestó. Era la 1:00 de la madrugada. Llegó enseguida. Él le dijo que Karen no se movía. Fueron a la habitación donde se veía el “piecito” de Erik. Tampoco respiraba. Estaba amarrado y muy golpeado. Llegaron una patrulla y una ambulancia. Confirmaron que nada se podía hacer. 
“Fue una escena muy fuerte y fue cuando vi cómo se ensañaron con mis dos hijos. El coraje que le tenían a ellos, a mí obviamente, porque sabían que me iban a causar el dolor más grande de mi vida y obviamente todo lo que lastimaron sus cuerpos lastimaron mi vida y me lastimaron a mí también”, dice la madre.
Después del asesinato, Sacrisanta emprendió el camino para saber quién lo hizo y por qué. 
“Empezamos a luchar otra vez a pesar de ese dolor tan fuerte, de esas imágenes tan fuertes que nos toca ver (…) no me quedó otra más que agarrar fuerza, esa fuerza que de dónde salió no lo sé, pero no me quedé sentada, no me quedé quieta, porque yo necesitaba y yo quería saber quién había sido”. 

Pasaron siete meses y las investigaciones no arrojaban ningún indicio hasta que una prueba reveló al agresor. 
“Me dan una respuesta que también dolió, que me puso a pensar cosas que no quería creer, pero así fue. Me dicen que el que había hecho todo esto había sido mi sobrino, el hijo de mi única hermana, el sobrino que se crió con mis hijos”.
El agresor, quien al momento de los crímenes tenía 17 años, fue detenido y llevado a juicio por tortura, violación y asesinato. Aunque ya era mayor de edad, fue juzgado como adolescente y recibió la medida de internamiento por cinco años. 
“Hace tiempo lo comenté con una mamá y le dije, desgraciadamente, así como nuestros hijos nos unieron a nosotros, ¿qué crees?, que los asesinos se unieron entre ellos. ¿Por qué? Porque tanto el que desapareció al hijo de mi amiga y el que asesinó a mis hijos estaban en el mismo tutelar e incluso el feminicida de Fátima, la hija de Lore, igual estuvo en ese mismo tutelar”, subraya Sacrisanta. 
Las leyes para adolescentes
En el anterior modelo de justicia para adolescentes se consideraba que los menores infractores eran como un error del sistema; además, había estados donde las sanciones eran sentencias que iban de 10 a 20 años. Convenios y experiencias de otros países refieren que esa visión no es recomendable, sino que tiene que actuarse bajo el interés superior de la niñez. 
“Hay muchos estudios y evidencia científica que muestran que los niños, niñas y especialmente las personas adolescentes están en una etapa de desarrollo metabólico que les lleva a tomar decisiones, en muchas ocasiones, contrarias a la ley, pero que son más expresiones del contexto familiar comunitario y por supuesto de la cultura dominante”, explica Juan Martín Pérez, coordinador de Tejiendo Redes Infancia para América Latina y El Caribe. 
El especialista indica que, a diferencia del mundo adulto penal, donde perdura la cultura punitivista, los adolescentes en conflicto con la ley requieren de tratamientos distintos. 

De acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), cuando se priva de la libertad a niños, niñas y adolescentes, tienen 80% de probabilidad de reincidir. Cuando se mantienen en medidas socioeducativas en libertad, solamente el 20% vuelve a delinquir. 
“En la justicia para adolescentes es otra lógica, lo que se está buscando es evitar que el niño o la persona adolescente continúe en una dinámica de ilegalidad o de delito y, entonces, se habla de tratamiento. Se reduce al máximo la privación de libertad y sobre todo lo que se busca es la inclusión social o la incorporación a una dinámica social, que esto implica escuela, trabajo, dinámicas familiares y, por supuesto, un replanteamiento de su entorno familiar y comunitario para que no esté en la cultura de cometer delitos”, dice Pérez.
El 16 de junio de 2016, entró en vigor la Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia Penal para Adolescentes, la cual se aplica a menores infractores de entre 12 y 18 años. En esta normativa, en sus artículos 145 y 164, se establece que será un juez el que dicte la “medida extrema” de internamiento en unidades “exclusivas para adolescentes”, cuando comentan delitos considerados graves como secuestro, violación, homicidio o feminicidio, entre otros. 
Dicha ley determina que la duración máxima de internamiento para los adolescentes de entre 14 y 16 años es de tres años, mientras que para personas de entre 16 y 18 debe ser de cinco años.
Durante el internamiento, las y los adolescentes supuestamente reciben educación y tratamiento para procurar su reintegración y reinserción social. Una vez libres, los antecedentes de justicia adolescente no pueden ser parte de su “expediente delictivo”. 

La antropóloga, psicoanalista e investigadora Elena Azaola coordinó un estudio cuyos resultados fueron plasmados en el libro El niño sicario; ella y su equipo de trabajo entrevistaron a 730 menores de 3 mil 650 que han cometido delitos de violencia extrema. 
Azaola apuntó que los adolescentes perpetran estos delitos debido a procesos que ellos han sufrido durante la infancia como abandono, negligencia, maltrato y violencia. 
“Hay varias partes de la sociedad que están fallando, como las escuelas, pues tendrían que estar detectando a los niños que desde temprana edad muestran conductas violentas, para que pudieran atenderlos de manera oportuna, ya que cuando llegan a la adolescencia es demasiado tarde, el daño se ha producido y lo que vemos en nuestro país, lamentablemente, es que no existe esa conciencia ni políticas dirigidas”, considera.
En México, sostiene Azaola, se quieren resolver los problemas con más años de cárcel. Sin embargo, está probado que eso no funciona, solo genera más problemas para la sociedad: “La tarea del Estado es, en primer lugar, canalizar todos los esfuerzos para atender la violencia familiar y para atender la primera infancia”.  
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