El Gobierno y su urgente necesidad de volver a hacer política



Que el gobierno del Presidente Boric está abatido, para nadie es un secreto. Con esto no me refiero solo a su aprobación, sino principalmente a su incapacidad para salir de la mera contingencia y desarrollar una agenda que lo aproxime a su programa político.
Acorralado tras el cerco de la “responsabilidad fiscal”, sumido en una ideología de “asepsia política” y con minoría en un fragmentado Parlamento, ha optado por el peor camino: renunciar a hacer política y resignarse a buscar la viabilidad legislativa y administrativa de las pocas ideas que le van quedando.
Esto lo ha llevado a tratar de perseguir votos para proyectos destinados a no prosperar, como la reforma tributaria. Y, que si prosperan, será para recibir algunas migajas a cambio de fortalecer el modelo neoliberal que tanto le pesa. La próxima derrota está a la vista: la reforma al sistema de pensiones. Aunque consiga aprobar alguna modificación, si no logra eliminar o alterar sustantivamente la lógica de funcionamiento de dicha industria, será un fracaso. Social y político.
Recordemos que a inicios del 2001, en una mucho mejor situación, el Presidente Lagos negoció con la oposición su rimbombante seguro de cesantía, exhibiéndolo como un logro socialdemócrata. Pero la verdad es otra. Si bien es un seguro pagado en conjunto por empleadores, empleados y el Estado, este es administrado por un ente privado (AFC) que renta con dichos dineros y permite, en caso de despido, que el empleador descuente de la indemnización la totalidad de sus abonos. Puede ser que el fanatismo ideológico no me permita comprender la realidad, pero no logro identificar la dimensión socialdemócrata de dicho seguro, que no solo garantiza la recuperación del dinero “empeñado” por los empleadores, sino que entrega a un privado el lucrativo negocio de la administración de los recursos y luego devuelve al trabajador despedido sus propios ahorros en cuotas mensuales.
El Gobierno ha quedado atrapado en el análisis de viabilidad legislativa y administrativa de sus ideas. Lo que con un Congreso fragmentado y en minoría, y con una derecha dispuesta a impugnar sus decisiones ante la instancia administrativa que se le cruce (Contraloría, Tribunal Constitucional, Tribunales de Justicia), es el camino más seguro para terminar inmovilizado, derrotado y en la irrelevancia.
La reciente aprobación de ayudas sociales no es un indicador de éxito, ya que estas siempre contarán con los votos, por la sencilla razón de que cualquier legislador puede después acercarse a sus electores a jactarse de haber sido protagonista en el reparto de bondades. Pero ello no tiene absolutamente ninguna relación con avalar transformaciones de carácter estructural. Ahí, la línea roja es indeleble.
Funcionando desde ese refugio, el Gobierno tiene poco futuro. Al menos en su propósito inicial de encarnar un cambio de época.
Pero la política es incierta y ofrece muchos caminos. Uno de ellos, tal vez el más importante, es “hacer política”. Entendiendo por ella, no solo raspar la olla en busca de votos o de soluciones administrativas, sino construir y comunicar ideas de sociedad que hagan sentido a la ciudadanía y que obliguen a los partidos y sus militantes a tomar posición. Es decir, redibujar el escenario de lo posible por la vía de obligar a expresar voluntades. Voluntades de apoyar o de rechazar. La ciudadanía irá juzgando y lo resolverá, tal vez, en las próximas elecciones.
No cabe duda de que es una apuesta arriesgada. Pero tengo la sensación de que mantenerse así, lo es aún más: el resultado será entregar el protagonismo (y probablemente el próximo Gobierno) a la oposición, por dividida que esté. Pésima idea, además, en un contexto de cambio constitucional.
Volver a hacer política requiere salir de la lógica en que se ha acorralado y tratar de forzar la historia por la vía de conformar otras mayorías, presentes y futuras. De lo contrario, este no será mucho más que un “gobierno de administración”, como llamaban los políticos de inicios del siglo XX a los gabinetes misceláneos, negociados con la oposición.
Es decir, un Gobierno que no podrá celebrar mucho más que ser el dueño del sello, el lacre y la pluma con que diligentemente firma lo que otros le autorizan.

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