“Anoche platicó con sus amigos hasta las 11:00, y se recogió, al parecer, tranquilo. En la madrugada, la enfermedad quizá desconocida que lo llevó al sepulcro, se agravó. Sin embargo, con su entendimiento y su cabeza expedita, pidió un cigarro, lo fumó, habló algunas palabras y quedó quieto un largo rato. Después pidió un vaso de agua, lo tomó, se volvió del otro lado, y con la mayor tranquilidad y sosiego entregó su alma al Hacedor Supremo”. En esos términos, Manuel Payno describe en El Siglo 19 la muerte de la Pluma de Bronce –como un día le llamara Guillermo Prieto–, Francisco Zarco.Toda la Ciudad de México se volcó al sepelio del viril periodista liberal, desde los encumbrados miembros de la elite económica de la sociedad, hasta los más pobres de la capital, pasando por políticos e intelectuales de toda clase, sin faltar, por supuesto, los hombres más importantes del gobierno. Ignacio Manuel Altamirano, su compañero de luchas, expresó con profundo respeto: “Zarco, no era nomás un publicista, un literato, un consejero, un gran ciudadano; era un atleta gigantesco, cuya figura luminosa se proyecta en el campo de nuestra historia política”.El 29 de diciembre de 1869, la prensa capitalina todavía daba cuenta a sus lectores sobre la importancia del hombre que durante más de 20 años sufrió persecuciones y encarcelamientos.
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