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Sufrimiento insostenible – El Mostrador


El año 2015 el papa Francisco se aventuró, leyendo los signos de los tiempos, a publicar un documento en el que trataba el tema de la ecología. Corresponde a la Encíclica Laudato Si’, nombre alusivo al santo reconocido por sus vínculos con la naturaleza: Francisco de Asís y su Cántico de las Criaturas. El papa habla de una ecología integral. En esta línea apunta a un tema de suma importancia, pues desde la mirada integral no cabe ninguna duda del vínculo entre el sufrimiento de los pobres y el sufrimiento del planeta. Dicho de otro modo, según la manera en que el mundo se ha ido configurando, las comunidades pobres, los campesinos e indígenas, los pobladores de las periferias urbanas; son los primeros afectados con el derroche y sobreconsumo de otros. Expresado brutalmente, no es injusto afirmar que países africanos se transformaron en basureros de países europeos.
El camino a una vida sostenible pasa, entonces, por saber mirar el sufrimiento del otro. Por cultivar la compasión, virtud que de todas maneras tiene que ver con la política. Una política compasiva no hace vista ciega al dolor ajeno, a la miseria de los ciudadanos y al horrible espectáculo de la contaminación. Una política de la compasión apunta a la escucha y a la empatía. La excusa del exceso de trabajo y la falta de tiempo, no pueden ser válidas para el o la dirigente político, o para el intelectual. Vivimos, desde una cierta visión de la política, la acogida y hospitalidad de los problemas y sufrimientos del pueblo. La construcción del nuevo paradigma merece los esfuerzos mancomunados de muchos saberes y distintas disciplinas; no es solo un ajuste económico o institucional. Tampoco una visión nostálgica de “paraísos perdidos”. No cabe duda que hay aspectos que nuestras sociedades han ido asimilando y que van configurando una forma de estar en el mundo bien particular. Uno de ellos es la tecnología y las comunicaciones. Sin embargo, estas herramientas deslumbrantes pueden y deben estar al servicio de esa vida justa y buena, de una humanidad que pueda gozarse de una existencia con sentido.  
No deja de ser una pista interesante pensar el quehacer político desde la compasión, cultivando otras formas, sostenibles y sustentables, en lo que respecta a la vida en común y el servicio público. La encíclica citada entrega algunas pistas de lo que esto podría significar: “no habrá una nueva relación con la naturaleza, sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una adecuada antropología” (118). El insostenible sufrimiento del mundo urge a preguntarnos por el ser humano y su lugar en él. Es la pregunta por el sentido y la vida en común. Nos parece que para ello no hay recetas universales, cada cultura, cada pueblo -con sus historias y memorias, con sus saberes y límites- puede manifestar múltiples caminos y visiones de mundo. Ello da cuenta que las sendas de humanización son muchas y, seguramente, complementarias. Aunque rico el debate por la “forma política y cultural necesaria”: antropocentrismo abierto, biocentrismo, biorregionalismo; no corresponde al punto de partida. La calificación vendrá después. Lo que nos apura es la fractura, la herida, el grito y el sufrimiento cotidiano, y a veces, desgarrador, de los pueblos pobres y la Casa Común.  
Otra de las virtudes franciscanas que nos iluminan respecto a la política, es la austeridad: “La pobreza y austeridad de san Francisco no era un ascetismo meramente exterior, sino algo mas radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio” (11). Nos urge una normativa respecto a los bienes comunes de la naturaleza y seguir preguntándonos por lo justo e injusto de la propiedad privada. No en vano el destino universal de los bienes, la puesta en común y el compartir según las necesidades, constituyen principios cristianos por excelencia. Debemos pensar un verdadero código ético que promueva en las nuevas generaciones (y las actuales) virtudes como el cuidado, la austeridad, el contacto con la naturaleza y una conciencia lúcida para identificar las injusticias presentes en el sistema socio-económico y en prácticas culturales normalizadas. Urge seguir defendiendo tanto los ecosistemas como la libertad y justicia (53). No nos cabe duda que hay una estrecha relación entre las superestructuras que se desploman en nuestros días: el patriarcado, las Iglesias y el extractivismo. Estructuras (mentales y culturales, también) basadas en una visión monofocal de la realidad, el uso de la fuerza y el poder como herramienta de acción, y un olvido -abrumador- de lo frágil y vulnerable.           
En la figura de Francisco de Asís se fundan ambos gritos: el grito de los pobres y el grito de la tierra. En él encontramos una primera aproximación a lo que hoy llamamos justicia eco-social. Nos viene bien recodarlo en tiempos de preparación de la COP25 en Chile; donde modificaciones cosméticas o el interés por mostrar una cierta “imagen verde”, nos parecerían insuficientes y vergonzosos.
Fue la búsqueda franciscana de austeridad, simplicidad de vida y abandono en las manos del Dios compasivo e “impotente” de Jesús, la que llevó a Francisco a amar y cuidar la tierra, maravillarse y deleitarse por todo lo creado. El amor a los pobres se traduce en un amor al planeta y viceversa. Pensar en otros paradigmas nos viene bien, no solo porque los tiempos de crisis lo ameriten, sino porque la intuición franciscana se nos presenta como un bien en sí mismo, hoy olvidado y menospreciado, a saber, una vida sencilla y cercana a los sencillos. Esta vía es tal que, en palabras de Laudato Si’: “No puede ser un real sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos” (70). En ese sentido, la pregunta por el mundo es también una pregunta por uno mismo: ¿Cómo nos hacemos cargo de lo que nos incomoda? Vale la pena seguir escudriñando y conociendo a esos maestros y maestras en humanidad -vecinos nuestros como Alberto Curamil- que, haciendo eco de san Francisco, nos han ido mostrando pistas para no olvidar a los pobres ni el sufrimiento insostenible de la Tierra.
 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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