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Escapando de Nueva York (y de Columbia University)



Mi papá siempre recuerda una anécdota del Mundial de 1994 en Estados Unidos. En un partido por octavos de final entre México y Bulgaria, la malla de uno de los arcos se rompió. Algunos jugadores mexicanos intentaron resolverlo usando algo así como el trípode de una cámara o de un micrófono, para servir rápido el tiro de esquina. Se jugaba en el Giants Stadium, New Jersey. Para el asombro de millones de telespectadores en todo el mundo, un grupo de auxiliares apareció inmediatamente con un arco completo de repuesto y el partido pudo continuar sin problemas en pocos minutos. La anécdota seguía resonando hasta hace poco como una muestra trivial, y por eso elocuente, de la inmensa capacidad de previsión y organización de la mayor potencia mundial.
En algún rincón de mi mente, aunque de forma vaga, era algo así lo que esperaba a inicios de marzo de este año. Frente a la pandemia, que ya llevaba un par de meses expandiéndose por el planeta, la ciudad de Nueva York iba a clausurar todo, las autoridades establecerían medidas claras y oportunas para contener la propagación del virus, se protegería a los trabajadores esenciales, la Guardia Nacional tomaría control de las calles y medios de transporte, habría sanitización continua de todos los espacios comunes, equipos médicos harían test masivos en instituciones públicas y privadas, las empresas aprovecharían su conocimiento y logística para asegurar la distribución de bienes y servicios básicos, la aun poderosa industria local se adaptaría rápidamente para producir insumos y equipamiento médico de última tecnología, los gigantes informáticos crearían herramientas para proveer datos y soluciones indispensables a las autoridades y a la ciudadanía. Etcétera, etcétera, etcétera. America would be great again.
Hoy en la ciudad de Nueva York se construyen fosas comunes para enterrar los cadáveres que se acumulan en las casas y en los pasillos de los hospitales. Lo que ocurrió en la realidad fue, punto por punto, lo opuesto de esa fantasía. Ni siquiera hace falta mencionar a Donald Trump. Al interior de cada institución, en todas partes, hay alguien haciendo lo imposible por poner un cierto beneficio económico inmediato por sobre la integridad de las personas. Aunque no de todas las personas por igual: dada la posición en que un orden racista los ha situado, la proporción de afroamericanos y latinos entre el total de muertos es estremecedora. El siglo americano termina así, con el espectáculo de la más cruda y deliberada incompetencia, uno en que las vidas más expuestas se sacrifican en nombre de la misma economía que las oprime.
Estamos de vuelta en Chile desde el 8 de abril en la mañana. A salvo, sí. Sanos o no, veremos. Decidimos volver para sentirnos más seguros y estar más cerca de nuestras familias, pero también forzados por las políticas residenciales de Columbia University. La situación es más o menos así: o te quedas y sigues pagando miles de dólares en arriendo, que necesitarás cuando debas irte, o desalojas completamente tu departamento bajo la pandemia y vuelves, como puedas, a tu país. El plazo para esto último sería el próximo miércoles 22 de abril. La primera opción es impracticable porque en solo semanas los estudiantes y trabajadores de posgrado ya no tendremos suficiente dinero para seguir pagando, ni para vivir durante los meses siguientes. Nunca lo hemos tenido. Los presupuestos y programas están diseñados de esta manera. Existen soluciones contingentes, pero ninguna está disponible ahora por razones obvias. La segunda opción también es virtualmente imposible. Significó para nosotros desmontar y desalojar completamente nuestro departamento en 5 días, junto con toda la burocracia, al tiempo que buscábamos un servicio de mudanza en una ciudad en cuarentena e intentábamos conseguir vuelos a Miami y Santiago. Las fronteras se cerraban y las aerolíneas de todo el mundo dejaban de operar. Si algo fallaba, quedábamos instantáneamente en la calle. Algo así estuvo a punto de pasar de hecho cuando cancelaron por tercera vez nuestro vuelo a Miami, 12 horas antes de despegar y 1 hora antes de entregar las llaves de nuestro departamento —que ya estaba completamente vacío. Sin wifi y sin dónde sentarnos siquiera, logramos hacer un cambio y comprar un pasaje adicional en otra aerolínea, para tener una alternativa más al despertar temprano en la madrugada. Pasamos la noche en un hotel cerca de LaGuardia. Condimentando todo con un poco de folklore local, el conductor de Uber que nos llevaba –ya no operaba el transfer hacia el aeropuerto— compartió con nosotros su teoría sobre la crisis: el deep state tendría un plan de control social que requiere instalar antenas chinas de 5G por todo el territorio. Las antenas producirían graves problemas de salud, de modo que el coronavirus no sería sino un invento para sacar a todo el mundo de las calles e instalarlas sin problemas. Por su incoherencia e irresponsabilidad, la teoría conspirativa es afín a las declaraciones del propio Presidente de los Estados Unidos, para el que esto no era más grave que una simple gripe. En fin, atravesamos temprano los aeropuertos desolados de LaGuardia, Atlanta y Miami, y conseguimos llegar a Santiago. Todo fue completamente incierto hasta que el último avión despegó.
Muchas cosas ocurrieron entre medio. De no ser por la ayuda invaluable de amigos allá, por demás no recomendable en este contexto, no lo habríamos logrado de ninguna manera. Y a cada momento recibíamos comunicaciones oficiales de la universidad que, por un lado, confirmaban la urgencia de desalojar e irnos y, por otro, imponían nuevas restricciones que hacían todo mucho peor. La prioridad de la universidad ha sido desde el primer día el asegurar a toda costa la continuidad de las clases a través de internet. Esto se hace, sin embargo, a costa del trabajo no compensado y de la integridad física y mental de quienes están en posiciones más precarias y que, como en el resto de la ciudad y del país, permiten que las cosas sigan funcionando. Para nosotros en tanto estudiantes y trabajadores de posgrado, las únicas alternativas son las ya descritas, y las únicas ayudas han sido éstas: eliminar la multa cancelación anticipada del contrato de arriendo y crear un fondo concursable de hasta $500 dólares para cubrir los gastos del desalojo. Por supuesto abandonar el campus en estas circunstancias, y en una de las ciudades más caras del mundo, implica costos que exceden con mucho ese monto, por no hablar de la infinidad de riesgos asociados, tanto para nosotros como para los trabajadores que prestan esos servicios. No hay nada más. Columbia Residential ya anunció formalmente que no ofrecerá ninguna solución para el semestre del verano, de junio a agosto. Desde el próximo 31 de mayo, más o menos, todos se las estarán arreglando malamente como puedan.
Mientras tanto, se pretende que avancemos en nuestros programas de estudios, asistiendo a seminarios e investigando, y que sigamos enseñando sin interrupción nuestros cursos desde casa. Solo que las condiciones en que todas estas cosas eran posibles ya no existen más. Muchos de nuestros estudiantes no solo han tenido dificultades para adaptarse al nuevo formato; ellos mismos han sido desalojados del campus, tienen dificultades para acceder a internet, han perdido acceso a recursos académicos elementales, se han enfermado, han quedado de inmediato sin trabajo, han perdido familiares directos por causa del virus, enfrentan situaciones de violencia en sus hogares, o incluso todo a la vez. Tal como empezamos a descubrir aquí en Chile y en todas partes, la carga de la transición al formato online recae casi enteramente sobre cada uno. Entretanto, la administración se jacta de continuar con el semestre al poner miles de cursos online. La verdad es que esa continuidad es incompatible con las condiciones que la misma institución nos impone. A propósito, ¿cómo se conjuga el verbo ‘desalojar’ en el pretérito pluscuamperfecto del indicativo? Tarea para la casa.
Misteriosos son los caminos del capital. Columbia University es la segunda mayor propietaria de bienes raíces en la ciudad de Nueva York, donde la cotización de los inmuebles alcanza cifras astronómicas. En solo un mes, bajo las presiones urgentes de la vida material, nuestra relación con la universidad se ha deteriorado en el paso de investigadores, estudiantes y profesores a clientes cautivos de la inmobiliaria educativa, o algo menos que eso. Sus políticas actuales están arrojando a centenares de sus afiliados a situaciones que son completamente inadmisibles y que amenazan con sumarnos a alguno de los conteos diarios. Al contravenir abiertamente las normas sanitarias vigentes a nivel estatal y federal, se encuentran al límite de la legalidad. Al deteriorar aun más nuestras condiciones de trabajo, amenazan la continuidad de muchos en sus programas. Al tornar inviable la permanencia en el país, nos exponen también a las crecientemente hostiles políticas migratorias. Un dato significativo: más de la mitad de los afiliados a la Graduate School of Arts & Sciences somos migrantes y estamos sujetos además a las restricciones impuestas por nuestros países de origen alrededor del mundo, desde Argentina, Brasil o Ecuador hasta Italia, Irán o China. La estrategia de la universidad a este respecto, aparte de aislarnos y dividirnos al tramitar cada petición de forma individual, parece ser simplemente la de ganar tiempo de cara al fin del semestre, prometiendo gestiones y soluciones que se postergan semana a semana. Ese tiempo, por supuesto, corre a su favor en la misma medida que corre en nuestra contra.
Un escenario muy similar se repite, hasta donde puedo ver, en un sinfín de universidades a lo largo del país, desde San Francisco hasta Chicago o Boston. Una amiga chilena que intenta regresar desde California nos cuenta que recibió una oferta urgente por su auto. La compradora, sin embargo, no lo necesita para trasladarse, sino para vivir en él por lo que dure la crisis. Acá en Chile, y según un patrón ya habitual, la ANID (ex Conicyt) se resiste también a flexibilizar sus plazos y requisitos, ignorando las condiciones críticas en que los investigadores chilenos están viviendo y trabajando alrededor del mundo. Incluso un grupo de parlamentarios de derecha intenta aprovechar la crisis para minar el futuro de la investigación científica nacional, de la que dependerá nuestro desarrollo como país, proponiendo la suspensión del programa Becas Chile. Claro que nuestra clase dominante destaca por carecer de proyecto de desarrollo alguno. De ahí, tal vez, su hostilidad.
Antes que el colapso repentino de un modelo de gestión, este proceso ha sido en todas partes un desnudamiento gradual de su naturaleza. La dicotomía entre la vida y la acumulación era ya uno de sus engranajes elementales, un aspecto básico de la experiencia contemporánea. A nivel global y local, sus conflictos latentes, conocidos por todos, no hacen otra cosa que emerger. Dicho de otra forma, esta crisis no introduce nada nuevo en el horizonte: es simplemente su verdad la que florece bajo el mismo sol.
Por lo pronto, el asunto aquí no es si Columbia University, como muchas otras universidades estadounidenses, ha abandonado o no a sus estudiantes y trabajadores de posgrado. Eso es ya un hecho. La pregunta es si lo van a revertir, y cuándo y cómo. Fue solo el pasado viernes 17 de abril que el alcalde Bill de Blasio se enteró, a través de la radio WNYC, de las cuestionables políticas que Columbia University está implementando. La llamada la hizo una de nuestras compañeras. El alcalde declaró estar atónito y perplejo ante esta situación, sobre todo considerando el vasto patrimonio financiero de la universidad, que la sitúa entre las instituciones más ricas de Nueva York –un estado cuyo PIB por sí solo casi sextuplica el de Chile. Anunció gestiones inmediatas. Mientras tanto, la administración de la universidad aprovecha la ocasión para implementar recortes presupuestarios que, lejos de conducir a solución alguna, más bien hacen parte de un programa de precarización en marcha, como en muchas otras regiones del mundo, al menos desde 2008. Esto debe estar claro: si avanzamos hacia una solución en el corto y mediano plazo no será gracias a la administración de la universidad, cuyas condiciones, lejos de flexibilizarse, solo se han endurecido; cualquier solución se deberá exclusivamente a la acción organizada de sus estudiantes y trabajadores.
Para el registro: México perdió por 3-1 en penales, Bulgaria terminó el torneo en un digno cuarto lugar, los Estados Unidos han sobrepasado hace ya tiempo a cualquier país en contagios, y la cifra de muertos solo en el área de Nueva York ya se acerca a los 15.000. Antes de ser conectado a un ventilador mecánico en un hospital de la ciudad, un paciente agónico le hizo al enfermero la pregunta fundamental bajo un sistema de salud casi completamente privatizado: “¿Quién va a pagar por esto?”. No hay más arcos de repuesto.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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