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Una Constitución para la descarbonización



Chile se apronta a escribir su primera Constitución nacida de una discusión democrática. Ese solo hecho marca un hito en nuestra historia, pero no es el único. Nuestra nueva Constitución será elaborada en momentos muy desafiantes para la humanidad; en medio (ojalá saliendo) de una pandemia de alcance global, con amplias y horizontales movilizaciones ciudadanas en muchos países y con la amenaza del cambio climático golpeando sin tregua.
El cambio climático y sus consecuencias ya no son asuntos del futuro, se están manifestando hoy. De acuerdo al Informe Global de Riesgos del Foro Económico Mundial para el año 2020, por primera vez, las 5 principales amenazas para el planeta se relacionan con este fenómeno. Chile cumple con 7 de los 9 criterios de vulnerabilidad definidos por la Convención Marco de las Naciones Unidas, algo que ya se está viviendo en muchos territorios donde aumentan las temperaturas, los incendios forestales, se extienden las sequías y se modifica el ciclo de precipitaciones, entre otros efectos, con el consiguiente impacto en la vida de las personas, las comunidades y sus formas de producción, así como en la flora y la fauna.
El Acuerdo de París le estableció una meta concreta al mundo: mantener el aumento de temperatura por debajo de los 2°C con respecto a los niveles preindustriales, ojalá sin superar los 1,5°C. En ese contexto y en el proyecto de Ley Marco de Cambio Climático, Chile se está planteando su propio objetivo de carbono neutralidad para el año 2050, que implica disminuir en 65 millones de toneladas las emisiones respecto al escenario de referencia normal, es decir, al que ocurriría si no tomamos ninguna acción para cambiar la trayectoria de la curva.
Una meta tan importante requiere de cambios legales y normativos a toda escala. Si vamos a tener una Constitución que -muy probablemente- se mantendrá vigente al 2050, debemos preguntarnos: ¿puede hacer algo la nueva Carta Magna para acompañar el proceso de descarbonización?
Pienso que sí, y mucho. De partida, frente al riesgo de avance del populismo y el negacionismo sobre el calentamiento global es fundamental asegurar lo avanzado, estableciendo en la Constitución el principio de no regresión en materia ambiental, para impedir que se revise la legislación y la normativa en caso de que dichas modificaciones implicaran retroceder en los niveles de protección ya alcanzados. También, y además de su manifestación como derecho fundamental, el resguardo de un medioambiente sano debiese incorporarse como un principio que permee a todo el texto constitucional, sirviendo de sustento para instaurar el principio de reparación y para fijar expresamente la protección ambiental, con inclusión de la atmósfera, como uno de los límites a la extensión del derecho de propiedad.
Para algunos, plantear la necesidad de una Constitución para la descarbonización puede ser sinónimo de una Constitución para la desaceleración, en tanto creen que desarrollar la economía es incompatible con proteger la naturaleza y el planeta que habitamos. Se equivocan. Las actividades económicas “verdes” mueven al año 1,3 trillones de dólares a nivel global, cifra que solo seguirá aumentando. Sin ir más lejos, Chile tiene una oportunidad sin precedentes en el desarrollo de la industria del Hidrógeno Verde, combustible elaborado a base de agua y electricidad limpia, libre de emisiones y que se estima permitirá disminuir en un 20% la liberación de gases de efecto invernadero en las próximas décadas. Según la Agencia Internacional de Energía, tenemos el potencial para generar –de aquí a 10 años– el hidrógeno más barato del mundo (aprox. a 2 dólares el kilo) y, con ello, transformarnos en exportadores de una solución concreta para mitigar el cambio climático.
Así las cosas, asumir el desafío de la descarbonización como una tarea país, que abarque desde el Estado hasta la sociedad civil y las empresas, y desde la Constitución hasta la regulación administrativa, no solo nos puede llevar a contribuir decididamente con el futuro de la humanidad, también puede ser el estímulo necesario para transformar nuestra economía extractivista en una basada en la innovación, el desarrollo tecnológico y la sostenibilidad. Algo que el siglo XXI nos exige con urgencia.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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