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El coro de los indignólogos



La empatía es un sentimiento moral inherente al ser humano. Ella da cuenta de nuestra capacidad de ver en el otro a un ser cuyo destino, alegrías e infortunios nos interpelan, nos afectan y nos movilizan. Deliberación mediante, es la base de la moral y de la justicia. Por eso, buena parte de nuestro éxito evolutivo se ha forjado en base a la empatía, fundamento de la comunidad y bajo la cual la aproximación al otro no toma un carácter competitivo, sino uno acogedor y colaborativo.
Porque la empatía es un sentimiento profundamente noble, cuesta guardar silencio ante su creciente mercantilización pública y que la despoja de su esencia y de toda esa nobleza.
En efecto, lo que en estos días vemos en la esfera pública es una desenfrenada lucha de rostros de TV, autoridades electas y candidatos a distintos cargos por ganarse el cetro al más indignado, al más conmovido, al más conectado con el sufrimiento humano. Es la carrera por exprimir el dolor ajeno. Esa que hasta hace poco nos incomodaba cuando apenas parecía reservada a algunos espacios sensacionalistas dispuestos a estrujar el drama del chico reality de turno, o que, conmovidos por el rating, alargaban los tiempos en pantalla de una señora que sufría al haber perdido a un ser querido.
Hoy este baile de máscaras se ha ido tornando en moda y, lo más preocupante, también se ha ido  convirtiendo en el lenguaje dominante de la política. Poco interesa que los proyectos que se enarbolan violen la Constitución que se juró respetar. Tampoco importa presentar como una dádiva la destrucción de la seguridad social, ni menos que sea una nueva forma de compra de votos con dinero de las personas y la renuncia a las convicciones más profundas al son de la calculadora electoral. Lo que realmente importa es parecer indignado, apuntar al otro con el dedo por no estarlo o no estarlo lo suficiente. Lo que interesa es ofrecer y apuntar a un culpable. Pan y circo.
Este coro de los indignólogos es tan efímero como impostado. Nada más apagados los focos, las cámaras o los micrófonos, el indignado de turno se va a encumbrar el siguiente volantín de humo con el que intentará salvar el día siguiente. Porque lo que está detrás de la carrera por indignarse en nada se asemeja a esa empatía de imaginarse que uno es el otro. Ninguno de los paladines de la indignación está midiendo su impacto en algo diferente a sus likes, RTs o puntos de rating, nueva forma de dinero virtual. Tal vez la que ha estado más cerca, al menos desde la perspectiva del espectáculo, ha sido la Diputada Jiles al ofrecer renunciar a una carrera presidencial a cambio de un patrocinio para su mal proyecto de retiro. Y tal vez por eso es que todos los que intentan bailar a su mismo ritmo no sean mucho más que malas copias de su estilo, aunque al costo de renunciar a liderar y de abdicar de sus convicciones.  No es poco.
Hace poco un opinólogo de la plaza me invitaba a dejar las redes sociales y la televisión si es que esta realidad me parecía negativa para la tarea de deliberar y de construir un futuro juntos. Pues bien, difiero en el fondo con esa invitación puesto que la forma como entiendo la tarea política y el servicio público es precisamente la contraria: no se trata de leer los climas de opinión y exaltarse con ellos. Se trata de contribuir a que ese clima nos permita sentarnos a conversar, contrastar ideas y, con carácter y mirada de futuro, buscar acuerdos para ir de verdad haciéndonos cargo de manera sostenible de esos dolores y problemas que a los indignólogos tanto les gusta denunciar para su propio lucimiento.
Y es que seamos claros: un futuro juntos no puede construirse en base a una competencia política por quien aparenta ser el más indignado. Requiere pasar del facilismo del exigir y apuntar con el dedo, al compromiso de proponer. La política del futuro, la buena política frente a este desafiante nuevo ciclo que tenemos como país, implica dejar atrás el rol de mero denunciante y asumir el de intermediar los problemas e inequidades que enfrentamos construyendo soluciones potentes pero realistas. Requiere de una ética de la responsabilidad, trabajo duro y políticas sin atajos ni espejismos, así como de mucho diálogo y disposición a co-construir con quienes piensan diferente. Precisa de carácter para pasar de una cabizbaja inmediatez a levantar la mirada. Requiere, en suma, de un compromiso real con los problemas, dolores y anhelos de las personas para ofrecerles un plan de salida y certezas de futuro. Un compromiso que no se apague cuando se corten las transmisiones o cuando un nuevo Trending Topic reemplace al del día anterior.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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