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Pueblo sin nación, o la reinvención del Estado nación en Chile



El actual proceso constituyente cobra su interés en gran medida del hecho de que en su génesis establece una oposición entre pueblo y nación, en la forma de una búsqueda por encontrar los fundamentos de un principio de acción basado en la decisión de un soberano que, de algún modo, se diluyó en el camino de las luchas políticas de las últimas décadas. En otros términos, el caldo democrático postransicional anestesió, si no liquidó, a un pueblo cuyo compromiso dio cuerpo a las movilizaciones cuya energía fue usurpada por las élites de los partidos que débilmente decían representarlo.
La representación de vía estrecha vació de contenido dicha noción y convirtió por la vía de hechos, hoy dramatizados por el fuego, las disputas callejeras y el léxico de la dignidad, a un pueblo concreto en una nación abstracta. Dicha abstracción sin retorno convirtió a Chile en un participante de los salones de baile y los rituales de las grandes corporaciones internacionales y los organismos gubernamentales de mayor relevancia global, tales como el Consejo de Seguridad de la ONU y la OCDE. El “branding” de la nación siempre ascendente, el discurso de la movilidad del pobre convertido en rico a través de la profesada religión de la humilde devoción al imperio norteamericano, y del dinero mismo cuando fuese menester, sin importar su origen, China, la UE o Brasil.
La nación con mayúsculas devino una institución, el Estado de Chile, cuyos portavoces eran presidentes y ministros de tono liberal y cuerpo y alma pragmáticos, residentes de barrios acomodados, subidos a vehículos oficiales que entraban y salían del barrio alto capitalino a diario, entre el alba fría y la noche oscura, del color de los vidrios templados que no permitían reconocer a sus ocupantes. La nación eran justamente estos ejecutivos y personeros agresivos y agrandados, siempre con la palabra del poder y la clase en la boca y gestos que indicaban con claridad meridiana que su mérito era incuestionable y su posición debía ser respetada. No en vano, ellos y ellas eran el Estado, el nuevo país, un Chile verdadero 3.0, ajustado a las exigencias de la globalización.
El énfasis sobresaliente de la nación como institución frente a la alternativa del pueblo compuesto de personas fue de la mano de una agresiva narrativa del Derecho identificado con la nación, ignorante de la subjetividad del pueblo. Agarrarse a un mito estatista, ya sea de los padres de la patria, da igual si O’Higgins o Manuel Rodríguez, si Diego Portales o Balmaceda, e incluso si Allende o Pinochet, provocó un sofocante ambiente en el que las percepciones populares fueron omitidas, más bien pateadas, de cualquier relato oficial.
Sin embargo, como arrieros que somos, la nación devino una entidad artificial, magra, sin cuerpo real, sin “cuento propio”, una entidad carente de defensores verdaderos fuera de los involucrados en conflictos de interés, una careta ridícula, un fuego artificial repetido, manido y absurdo. A la vuelta del camino, el pueblo concreto, los grupos de amigos, las familias, los barrios, el negocio de la esquina, la casa enclenque de la barriada, el niño que se sube a la micro empapado por el perenne charco invernal, elevaron sus palabras, cacerolearon, se enfrentaron con las fuerzas especiales de la policía, hicieron ollas comunes, departieron frente a La Moneda, se “sacaron la mugre” retornando agotados a sus hogares tras caminar a casa por horas tras el cierre de las líneas del Metro. El pueblo tenía una y mil historias que contar, finalmente, la Historia para un colectivo obliterado por el himno oficial y los vacuos festejos de Estado.
La violencia que este pueblo recibió, sobre la que constituyó sus múltiples miradas de la vida, paradójicamente cultivó la resistencia con la que constituyó su forma de ser, un Chile verdadero, quien dio la espalda a la noción de una nación dominante. El proceso constituyente actual levanta su sentido sobre este pueblo, sin Estado todavía o en ciernes, líderes por definir, calles por nombrar y fiestas que a buena hora llegarán, conmemorando hechos que se quieren recordar producto del acuerdo sobre su memoria.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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Etiquetas: Chile

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