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Casta, deseo y castigo – El Mostrador



Casta es una palabra que proviene del gótico kasts. Su origen es más bien modesto. Según Soca (2010), en su libro El fascinante mundo de las palabras, kasts se refería a un grupo de animales o una bandada de pájaros. La lengua española retiene esta idea y en su Diccionario de 1729 así la recoge: hacer casta significa juntar macho y hembra (perro o caballo) para que “de su procreación salga una determinada casta”. Interesantemente, el diccionario incluye otra entrada para esta voz, a saber, procrear los irracionales.
La inocencia de la palabra se mantuvo hasta el siglo XVI, momento en que los portugueses comenzaron a usarla para describir las agrupaciones sociales que observaban en la India. La transformación de la palabra no auguraba un buen destino, ni para los indios ni para el resto del mundo. De ello dan cuenta los diccionarios de la lengua española. Entre 1495 y 1608, el vocablo había permanecido fiel a su origen: linaje. Pero, en 1611, el Diccionario Covarrubias introduce una nueva acepción que, en la contingencia, nos puede resultar familiar: habla de la buena línea y descendencia y citando la literatura clásica afirma que: “para la generación y procreación de los hijos conviene no ser los hombres viciosos ni desenfrenados en el acto venéreo; por cuya causa de los distraídos no engendran, y los recogidos, y que tratan poco con mujeres, tienen muchos hijos”.
La intromisión de los humanos acarrea consigo valores moralizantes. Aparece el casto y el castizo, palabras que se infiltran desde otros parajes lingüísticos. El primero, el casto, “vale, puro continente, opuesto al deshonesto, dado al vicio de la lujuria. Las mujeres que guardan lealtad a sus maridos se llaman castas.” “Castizos”, continúa el texto, “llamamos a los que son de buen linaje y casta”. Y así nace la castidad, virtud que modera las pasiones de la parte concupiscible, los actos venéreos, y deleites carnales. Un esbozo de erotofobia – ese lamentable temor y distanciamiento al sexo – se incuba en las palabras. Y un menudo problema se crea para los castos y los castizos. Al fin y al cabo – y para suerte de las y los no castos – el deseo aflora, el cuerpo pide sexo, las hormonas reclaman dignidad.
Las palabras hacen su trabajo e invitan a castigar lo propio. Heredada ya no del gótico sino que del latín, el trabajo de este vocablo es el de regir (o co-rregir, si se quiere) y gobernar, a través del castigo, forzando en la persona lealtad y corrección. Castigatio flagerolum para la disidencia, latigazos, lacrimógenas o balines, según sea el caso. Pero el deseo, por castigado que sea, sigue ahí. Castas y castos pueden despertar húmedos y castigarse por eso. O, buscar modos “legítimos” de resolver la situación. La mujer, lo sabemos, garante de la pureza del linaje, no puede darse a la lujuria ni a los deleites carnales (salvo que sea con algún conocido), y, al hombre, la sexualidad que él mismo ha negado a su esposa – subrayo lo de esposa – se vuelve en su contra.
La historia de la sexualidad nos proporciona ejemplos a través de los que el deseo encuentra un curso tortuoso y alambicado que permite conciliar la moral y la buena costumbre con las “malas” costumbres. Las relaciones sexuales entre hombres y mujeres blancos y negros bajo el régimen esclavista de Norteamérica ilustra aquello con lo que fantasea un futuro diputado de la República y quienes con él comparten un ideario de castidad. La hipersexualización de la mujer negra esclava (en la pobre mirada del hombre blanco) daba un supuesto curso libre para los deseos sexuales de su amo, tal cual en América del Sur y Chile ocurría con el derecho a la pernada. La condición de esclava o sirvienta permitía al amo o patrón disponer de los genitales de la mujer para su propio disfrute, cuestión que rara vez se describe como violación y que, en las aulas, se cuenta casi como una anécdota o como una crítica ideológica del capitalismo agrario, sin mencionar, por supuesto, que el gozo – de haberlo habido – fue para él y no para ella. Para el casto, nada hay en esa mujer que no sea su (dis)función sexual.
El caso inverso, el de las mujeres blancas que mantenían relaciones sexuales con hombres negros en la América esclavista es de suyo más complejo. Los cuerpos esclavos se presentan con una desnudez provocativa al mismo tiempo que el resto de la humanidad en ellos encarnada es despreciada y subvaluada. A igual que su marido, la mujer casta puede disponer del sexo de su esclavo, teniendo la certeza de ejercer sobre la situación un control absoluto. Frente suyo no hay sino un satisfactor del deseo. Pero su riesgo, a diferencia del de su marido, es mayor. La pureza de la casta está en juego. Recordemos nuestros antiguos diccionarios: hacer casta es juntar macho y hembra (perro o caballo) para que de su procreación salga una determinada casta. La pesadilla para la casta y sus hombres es la sexualidad de sus mujeres y lo que de ello resulta: mancillar o amancillar la pureza del linaje, de la casta. Un hijo mancillado es el fruto de placeres no permitidos.
Y las crónicas del período esclavista dejan entrever que una buena parte de los linchamientos y castraciones, imputadas a la violación, son el resultado de actos inducidos por parte de las amas. “Tenemos que entender”, dice una analista contemporánea, “que desde la esclavitud existió una economía sexual en la que los cuerpos negros siempre fueron, al mismo tiempo, reproductores y objetos eróticos, de un tipo de erotismo que, aunque prohibido, era de fácil y seguro acceso”. Se trataba, pues, de consumir la sexualidad de cuerpos que, de otro modo, eran despreciados.
El mejor modo de encubrir las tratativas sexuales entre mujeres blancas y hombres negros era instalando en el imaginario colectivo la idea del violador. La fantasía de un hombre blanco acerca de las fantasías sexuales de su mujer reflejan, pues, su propia incapacidad para generar en esa relación el placer que finalmente se satisface “puertas afuera” o en la trastienda según sea el caso.
He de preguntarme, pues, por qué las perversiones de mujeres y hombres castos habrán de ser proyectadas en quienes no somos ni puros ni castos. La respuesta es obvia pero no menos indignante: la acumulación del poder, la riqueza, el prestigio al interior de la casta requieren de castidad. Y de castigo, pero ya no auto flagelante sino que del castigo de aquellos violadores imaginados que proveen el placer y gozo que castas y castos no pueden proporcionarse entre sí.
 
 

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