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El ejército de reserva y el millón de nuevos electores



A primera vista, las elecciones del pasado domingo suponen una aplastante derrota para la centroderecha. Regiones donde se esperaba un triunfo holgado del candidato republicano, como Arica o Antofagasta, terminaron dándole un inesperado triunfo a Gabriel Boric. Pero los números también muestran que la votación de José Antonio Kast está lejos de ser un retroceso para el sector. Su 44,13% representa en cantidad de votos (3.649.647) un número similar a la votación de Piñera en la segunda vuelta del 2017 (cuando obtuvo 3.796.579) y es, de hecho, la mayor votación que ha tenido un candidato que no ha ganado la Presidencia desde el retorno a la democracia. Para obtener esta votación es muy probable que Kast haya logrado capturar casi la totalidad de los votos de Sichel y una mayoría de los votos de Parisi. En teoría, con esa fórmula debería haber ganado la segunda vuelta presidencial. ¿Qué ocurrió entonces? Básicamente que entraron más de un millón de votos nuevos a las urnas, los que se volcaron en su gran mayoría por Gabriel Boric, consolidando la mayor participación electoral desde la instauración del voto voluntario en 2012.
Este ingreso de un electorado nuevo fue una gran sorpresa para quienes veían en la población abstencionista un universo apolítico y desinteresado. La verdad es que había mucho más ahí. Distintos trabajos académicos vienen respaldando hace años que en Chile vivíamos en una sociedad crecientemente politizada y con alta propensión a la movilización (ver por ejemplo informe PNUD, 2015), pero con muy bajos niveles de confianza en las instituciones. Esto generó un fenómeno muy particular: desde hace por lo menos una década que en Chile existía una ciudadanía que se interesaba crecientemente por la contingencia política, que desafiaba a las autoridades y protestaba en las calles, pero que no necesariamente votaba. Esto contraviene uno de los hallazgos empíricos más consistentes en la literatura sobre participación política a nivel internacional, y es que las distintas expresiones de participación política no electoral (siendo la protesta la más importante de ellas, pero no la única), tienden a ir acompañadas de la participación electoral. Es decir, quienes se manifiestan sobre temas políticos en internet, escriben peticiones, protestan en las calles, entre otras manifestaciones de participación no electoral, también votan.
En términos comparados, Chile era realmente un caso desviado, por cuanto una fracción demasiado relevante de ciudadanos que regularmente se expresaban políticamente (principalmente por medio de la protesta) no estaba llegando a las urnas. Según datos de la International Social Survey (ISS), para el año 2014 cerca de un 28% del total de ciudadanos chilenos que declaró haber participado en acciones no electorales los últimos 12 meses, no participó del último proceso electoral. De acuerdo con la encuesta ELSOC del Coes, ese porcentaje era cerca de un 30% para el año 2018. Si observamos la encuesta Cadem, realizada durante las semanas del estallido de octubre, un 57% de los jóvenes entre 18 y 34 años había participado en protestas, bastante más que el 33% de la población de esa edad que votó en la segunda vuelta presidencial del 2017, de acuerdo con datos del Servel.
El votante que ingresó masivamente a las urnas en esta segunda vuelta presidencial es complejo y habrá que estudiarlo en mayor detalle, pero sin duda un porcentaje importante viene de las filas de una izquierda que se venía marginando regularmente de los procesos electorales. Fue irónicamente la radicalización de la derecha la que terminó movilizando hacia las urnas a esta ciudadanía politizada pero abstencionista. Se generó así un ejército de reserva (por muchos, desconocido) frente al avance de una derecha radical. El tenebroso retroceso en temas de derechos de minorías sexuales, la ofensiva retórica hacia los derechos de la mujer, el posible indulto a los presos de Punta Peuco, entre otros temas, generaron un escenario inescapable para esta fracción de ciudadanos históricamente abstencionistas.
El futuro Gobierno de Gabriel Boric y la Convención Constitucional tienen una oportunidad histórica de recomponer el vínculo fracturado entre protesta y voto, entre política institucional y pueblo movilizado. Para ello el primer paso es entender que hay un apoyo que es aún muy frágil, pero que se puede solidificar. El voto, a diferencia de otras formas de participación política, genera una relación entre dos partes. Por lo menos por un tiempo, hay un vínculo entre el elector y el candidato electo, en este caso, entre este ejército de reserva y Gabriel Boric. Depende ahora de él y de su futuro Gobierno construir los mecanismos que permitan procesar institucionalmente las demandas de estos sectores, las que pueden resultar imprescindibles para su futura gobernabilidad.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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