Las máscaras del desarrollo insostenible en Chile


Durante los próximos 10 meses, Chile será el teatro de las negociaciones internacionales sobre cambio climático, para recibir, en diciembre del año 2019, a la 25ª Conferencia de las Partes (COP25) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC). El evento se inscribe en una serie de esfuerzos internacionales para responder a la crisis ambiental, y, sin embargo, paradójicamente, las tendencias ambientales globales negativas se han mantenido intactas, más aún, en su mayor parte, se han intensificado.
La CMNUCC fue adoptada en 1992 y entró en vigor en 1994. Su objetivo central es prevenir una interferencia humana “peligrosa” con el sistema climático (artículo 2), controlando las emisiones de gases de efecto invernadero, considerando la información científica disponible (principalmente proporcionada por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, o IPCC por sus siglas en inglés). Hoy, existe un cierto consenso sobre el límite de 2°Celsius de aumento promedio de la temperatura global como el umbral para evitar riesgos complejos. Sin embargo, las probabilidades de alcanzar el objetivo de 2°C son mínimas. Varios estudios muestran que tenemos un 5% de probabilidades de limitar el calentamiento a 2°C, y solo una posibilidad entre cien de no superar 1.5°C, que constituye el objetivo deseado de la COP21 de París en 2015. Otras investigaciones recientes muestran que, aunque lográsemos reducir hoy mismo nuestra huella de carbono a cero por arte de magia, de todos modos, las inercias del sistema climático harían que la temperatura global promedio se elevase hasta los 1.5°C. Todas estas alertas y todos estos escenarios hipotéticos para evitar una interferencia peligrosa con el sistema climático no se condicen con ninguna realidad. Aún si todos los países cumplieran sus objetivos comprometidos en el marco del Acuerdo de París de 2015, la temperatura del planeta aumentaría en un promedio de 4° C, como mínimo.
La Conferencia de las Partes (o COP), es el órgano supremo de la CMNUCC, es decir su máxima autoridad con capacidad de decisión. Se encarga de concretar el objetivo central de la CMNUCC definiendo compromisos y examinando el cumplimiento de los mismos. La COP se reúne cada año desde 1995 en un país anfitrión. Éste año, La CMNUCC celebra entonces su vigésimo quinto cumpleaños en un escenario paradójico: al mismo tiempo que se ha ido constituyendo una plataforma global para la gobernanza ambiental (con sus adaptaciones a nivel nacional), se mantienen y profundizan los efectos negativos de nuestros modos de producción y consumo sobre el medio ambiente. El último informe Global Environmental Outlook 6, de marzo 2019, que sintetiza una mirada general sobre la situación ambiental, advierte que “los avances son demasiado lentos para alcanzar las metas, o que incluso progresan en sentido equivocado”.
En este contexto, el pasado jueves 11 de abril en el Palacio de la Moneda, se realizó el lanzamiento oficial de la COP25, iniciando el tradicional espectáculo mediático asociado al evento, que catalizará durante un tiempo la atención pública sobre las consecuencias ambientales de nuestros modos de vida y nuestras estructuras sociales, sobre la necesidad de actuar para asegurar un desarrollo sostenible, y sobre la oportunidad que representa la COP25 para escribir un nuevo capítulo (siempre anunciado como más ambicioso que todos los que lo preceden) en el libro de la gobernanza ambiental global.
Lo interesante de estos eventos es que develan mecanismos (in)conscientes de una “política ambiental de simulación” que estabiliza estructuralmente una “política de la insustentabilidad” (como lo propone el sociólogo alemán Ingolfur Blühdorn). Es decir: sostener lo insostenible por el tiempo más largo posible, a pesar de las evidencias siempre más certeras de un futuro socio-ambiental incierto, mediante el artilugio de un contrato social tácito entre dirigencia política y social y ciudadanía que simula responder al imperativo de la sustentabilidad, al tiempo que cimienta fundamentos para la continuidad del modelo vigente. La ciudadanía, en el mejor de los casos, se compromete en la lucha contra problemas ambientales puntuales (ej. “Patagonia sin represas”, “No a Pascua Lama”, así como una serie de acciones que terminan siendo catalogadas de conflictos socioambientales que se abren y se cierran), o acciones domésticas aisladas (ej. reciclaje, ahorro de energía, de agua, etc.) sin construir una real alternativa a los modos de vida insostenibles y la idea de buena vida asociada al incremento indefinido del consumo individual. La dirigencia (dejando a un lado la corrupción y el engaño deliberado), a su vez, cimienta las condiciones de posibilidad institucionales de permanencia del capitalismo de consumo insostenible en relación dialéctica con la ciudadanía, con intervenciones a mínima, respondiendo a exigencias internacionales y nacionales, generalmente de modo reactivo. Así ambos, dirigencia y ciudadanía, se reaseguran mutuamente (y generalmente de manera inconsciente) de que se está haciendo todo “lo posible” en pos de un futuro viable, sin cuestionar cómo los límites de este espectro de posibilidad están estructuralmente circunscritos por ideales de buena vida incompatibles con la sustentabilidad socio-ecológica.
Esto deriva de una serie de paradojas: (1) primero, la distancia entre las evidencias de la crisis ambiental y sus causas en los modos de vida modernos y el mantenimiento de estos mismos modos de vida, considerados como la “buena vida”; (2) segundo, la instalación de la idea de crisis ambiental y simultánea normalización de la misma que conlleva el dilema entre la urgencia de cambiar radicalmente para enfrentar la crisis y el mantenimiento del status quo; y (3) tercero, las multiplicaciones de las advertencias sobre la necesidad de transformar la gobernanza ambiental y la consolidación del modelo de la modernización ecológica como modelo de gestión protocolar que no demuestra resultados positivos pero aparenta hacerse cargo del problema.
Podemos observar estos mecanismos de simulación en las escenas de preparación de la COP25 en Chile, por ejemplo, con la celebración por haber logrado la meta del 20% de energías renovables no convencionales (ERNC) en la matriz energética con anticipación al año 2025, como si esto realmente cambiara las tendencias ambientales negativas de nuestros modos de vida y permitiera salir del desarrollo insostenible. Además, este anuncio es como el árbol que esconde el bosque. Si miramos las cifras oficiales de la Comisión Nacional de Energía, si bien la proporción de las ERNC en la matriz energética aumentaron de 1% a 17% entre 2005 y 2018, las energías renovables convencionales (hidroeléctricas de embalse y de pasada) disminuyeron de 50% a 28% y las energías no renovables (principalmente termoeléctricas a carbón) aumentaron de 49% a 54%; considerando además que, en su conjunto, en estos 13 últimos años, la producción bruta de energía se incrementó de 150%. En este contexto más amplio, el logro de la meta relativa a ERNC aparece como marginal, y, sin embargo, genera la impresión que podemos mantener intactos nuestros modos de producción y de consumo, y la tecnología hará el resto.
El foco en el incremento de la proporción de las ERNC en la matriz energética esconde la creciente demanda por energía, que supera los esfuerzos realizados para controlar y limitar las emisiones de gases causantes del efecto invernadero. De tal modo, podemos observar como la consolidación de modos de producción insostenibles (en el sistema alimentario, la minería, el sector forestal, la pesca y el transporte) y a la banalización de prácticas propias de modos de vida insostenibles (incremento del parque automotriz y del transporte individual por auto, incremento de viajes en avión nacionales e internacionales, incremento del consumo de carne, etc.), sostienen tendencias ambientales insostenibles en Chilen
Vemos como, a pesar de la instalación de una moderna institucionalidad ambiental y el implemento de tecnologías verdes, las tendencias de aumento de gases a efecto invernadero siguen al alza, y como se reduce la biocapacidad total de Chile mientras aumenta su huella ecológica. Tal como lo han evidenciado los informes “Evaluación del desempeño ambiental – Chile 2016” de la OCDE y CEPAL y el “Informe País, Estado del medio ambiente en Chile comparación 1999–2015” del Centro de Análisis de Políticas Públicas de la Universidad de Chile, el sostenido crecimiento económico de Chile se vio acompañado de mayores presiones sobre el medio ambiente. Así, mientras Chile siga con medidas poco ambiciosas, manteniendo el status quo, y al mismo tiempo se presenta como un líder en materia ambiental, no hace más que fortalecer una política de simulación, un aparato (in)consciente de mantenimiento de la insostenibilidad bajo un manto de medidas que parecen orientar a la nación hacia la sustentabilidad socio-ecológica, cuando en realidad consolidan cada vez más las estructuras e inercias de un modelo que pone en serio riesgo la continuidad de la vida humana sobre el planeta.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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