¿Por qué la legítima defensa no tiene cara de mujer?

En Teoría King Kong, un indispensable libro feminista de la francesa Virginie Despentes, surge una pregunta que posiblemente no nos hayamos hecho: si justo tenemos una lapicera, una llave filosa o algo que podamos usar como arma en la cartera y algún hombre quiere violarnos, ¿por qué en general no la utilizamos para detenerlo? ¿Es miedo a la represalia? ¿Es que no estamos tan familiarizadas con la violencia como mecanismo de defensa? En el libro la respuesta es la combinación de las dos preguntas. 

Pero cuando sucede al revés, cuando una mujer sí se defiende de su agresor, la víctima, que llegó hasta ahí porque hasta ahí la llevaron, se convierte en victimaria. Y el mayor problema es que en muchos casos, la Justicia busca esquivar la figura de “legítima defensa” que exime de culpabilidad por considerar que fue necesario el ataque para impedir o repeler una agresión injusta. 

Soledad Magdalena declaró que mató a su marido después de que este intente violar a su hija en un auto. Aunque se trata de un caso legítima defensa, hoy está detenida en la Comisaría 2 Berazategui acusada de “homicidio agravado por el vínculo”. 

 

Pero corrámonos del caso un segundo, porque esta historia se repite y si bien hay un femicidio cada 30 horas en nuestro país, cuando esos femicidios se evitan a través de la muerte del agresor, muchas veces las mujeres terminan presas. 

Para entender por qué, FILO habló con Julieta Di Corleto, abogada (UBA), Doctora en Historia (UdeSA) y coordinadora del grupo de investigación Doctrina Penal Feminista de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

Luego de que sucede el abuso, sea cual fuera, denunciarlo ante las instituciones suele no ser el camino que se elija ya que la duda y la responsabilidad cae, en primer lugar, sobre la víctima. “El miedo a defenderse puede darse en relación con la situación concreta enfrentada y también a la respuesta que se recibirá desde los ámbitos jurídicos, laborales o sociales”, destaca la abogada. 

“Una mujer que denuncia públicamente o que se defiende de su agresor suele correrse del estereotipo de mujer-víctima y, por tanto, en algún punto incomoda tanto al agresor como a la sociedad en general. Tanta es la incomodidad que genera, que estos márgenes mínimos de agencia desatan todo tipo de cuestionamientos que siguen la lógica de la desigualdad machista estructural”, refuerza.

“En el caso concreto de la legítima defensa de mujeres que padecen violencia, las preguntas que aparecen son:

1) ¿Por qué no hizo la denuncia antes?, como si no existieran condicionamientos estructurales a esa posibilidad. 

2) ¿Por qué no se fue?, como si fuera responsabilidad de la mujer escapar para no ser golpeada o desconociendo el riesgo que se puede desencadenar. 

3)  ¿Por qué no recurrió a otros medios para la defensa? como si eso fuera realmente viable”. 

En el caso del colectivo LGBTQI, como Higui o Joe Lemonge, por ejemplo, estos prejuicios se tornan todavía más rígidos o más difíciles de cuestionar. Eso requiere un plus de reflexión y de argumentación jurídica durante el caso, indica la especialista.

 Los medios, claves para entender la lectura que este sistema pretende hacer sobre los hechos, ponen siempre a la mujer, sea víctima o victimaria, en el eje de la noticia. Si fue asesinada, el recorte mediático nos recuerda que era fanática de los boliches, si fue la asesina, la noticia tendrá más lugar en las tapas y los sitios web. Pero, ¿por qué la condena social es más fuerte para las mujeres que matan en legítima defensa que para los varones femicidas? La respuesta no sorprende: “Existe una relación de correspondencia entre esa mayor condena social y el tratamiento que da la justicia a esos casos”, sostiene Di Corleto y finaliza:  “El problema es que los tratados de derecho penal clásicos interpretan la legislación de acuerdo a estándares masculinos, sin ninguna consideración a las experiencias de las mujeres”.

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