Tarea para la Convención Constitucional 



El Gobierno acaba de someter a trámite legislativo una iniciativa que crea una Comisión Nacional de Nombramientos Judiciales que tendrá por objeto seleccionar y nombrar en sus cargos a jueces(as) y ministros(as) de Corte de Apelaciones del país, por medio de un sistema público que promete basarse en el mérito para alejar así su criticada opacidad actual.
Es una buena noticia para nuestra democracia, pues explicita un problema relativamente invisibilizado que le afecta, y propone una solución, la primera en décadas.
Pero se trata también de un valioso antecedente para la reforma pertinente en el seno de la Convención Constitucional.
La reforma intentada –legal y constitucional solo en lo pertinente, pues desviste una potestad presidencial– apunta a reconfigurar una parte del sistema de justicia sustrayendo de la Corte Suprema y de las Cortes de Apelaciones las labores de gobierno descritas para entregárselas, como es tendencia en buena parte de las democracias del mundo desde la postguerra, a un órgano distinto y autónomo, aunque se aleja de ella, pues no le otorga rango constitucional, que a nuestro juicio aseguraría su estabilidad.
Con todo, constituye un avance significativo en torno a una antigua aspiración promovida desde la Asociación Nacional de Magistradas y Magistrados, que ha insistido desde el año 90 en la modificación de nuestro solitario sistema, prácticamente un “caso de estudio” y ejemplo de lo que no debe hacerse en materia de “gobierno judicial” que –recordemos– son todas las facultades relacionadas con la administración, control de carrera o régimen disciplinario actualmente concentradas en los tribunales superiores, los mismos que revisan las resoluciones de los jueces en el contexto de un diseño vertical que distingue entre “superiores” y “subordinados(as)”.
El proyecto parte de un diagnóstico certero: el actual sistema de nombramientos al interior del Poder Judicial, además de discrecional e innecesariamente jerarquizado, se centra, por ejemplo, en la antigüedad por sobre el mérito, de manera tal que “compromete la independencia interna de los jueces”, donde existe “un incentivo a que las resoluciones de los jueces deban alinearse con la opinión de sus superiores debido a la alta concentración” de las facultades descritas, cuestión urgente de corregir, según se aprecia en el mensaje.
Recoge, a su vez, buena parte de las conclusiones consensuadas en la mesa de nombramientos judiciales convocada por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la que formamos parte, cuyo un informe final fue entregado al relator especial de Naciones Unidas para la Independencia de Magistrados y Abogados, Diego García Sayán, de visita en Santiago en enero de 2019.
El trabajo de la mesa es hasta hoy fiel testimonio de un fructífero diálogo, pues incluyó a un grupo diverso y representativo de centros de pensamiento y casas de estudio: el Instituto Igualdad, Libertad y Desarrollo, el Centro de Estudios Públicos (CEP), el Centro de Estudios de la Justicia para las Américas (CEJA), las universidades Católica y de Chile, el Observatorio Judicial y el Colegio de Abogados de Santiago.
García Sayán, alto funcionario y jurista de renombre internacional, destacó entonces la inédita experiencia fruto del trabajo conjunto orientado a robustecer la independencia de jueces y juezas, uno de los pilares de toda democracia que se precie de tal y asignatura pendiente para Chile, como han señalado los órganos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
Ahora bien, no puede obviarse que el actual Ejecutivo ha pensado en desprenderse de un conjunto de atribuciones que hoy la Constitución y la ley le permiten ejercer discrecionalmente, para entregárselos al mencionado órgano colegiado y autónomo, el que, desde que el proyecto se apruebe, sería el que deberá seleccionar jueces y juezas por resolución fundada y basada en el mérito, por medio de un sistema transparente y con exigentes requisitos de idoneidad profesional, propio de un Estado moderno y democrático.
Adelantándonos al curso que seguirá la tramitación de esta reforma, y a los esperables ajustes que podría sufrir, me detengo también en que la comisión, conformada por 5 integrantes –2 nombrados(as) por la Corte Suprema, 2 por el Senado y 1 representante del Presidente(a) de la República (que la presidiría)–, parece apenas suficiente para la gran cantidad de nombramientos judiciales que se producen en Chile anualmente, incluidos titulares y suplentes, como dispone el proyecto, por lo que debiera analizarse seriamente aumentar el número y contemplar la posibilidad de que todo el cuerpo de jueces elija soberanamente uno o más miembros de la comisión, como ocurre en Portugal.
El caso de este país europeo es ejemplar, pues son sus jueces y juezas quienes deciden periódicamente una parte importante, aunque no mayoritaria, de los miembros de su Consejo Superior de la Justicia, lo que asegura alternancia y un adecuado control de eventuales intentos por cooptar el órgano.
Este aspecto es lógico de temer cuando se salta de un diseño hiperconcentrado, como el que rige en Chile, a uno en que el poder se distribuiría en un órgano distinto, de composición plural y con paridad de género.
Queda mucho por avanzar, sin duda, pero creemos que se trata de un proyecto que debiese ser considerado como un importante antecedente a la hora de reestructurar el diseño orgánico del Poder Judicial chileno en una nueva Constitución 2.0.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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