En el país que queremos construir, tenemos que hablar de ciencia



El 4 de julio pasado, la Convención Constitucional comenzó sus funciones para proponer una nueva Carta Fundamental. Poco tiempo antes, fueron electos alcaldes, concejales y gobernadores regionales. En noviembre de este año, nuevamente habrá sufragios para elegir al próximo Presidente de la República, como también a los futuros parlamentarios y parlamentarias que guiarán el porvenir de Chile. Todo esto, en un escenario marcado por una crisis sanitaria, social y también ambiental como telón de fondo, que han evidenciado los desafíos inminentes que debemos atender y la necesidad de repensar el país que queremos construir.
En este marco de transformaciones resulta ineludible considerar el rol que jugará la ciencia, la tecnología y la innovación, teniendo presentes los hitos políticos y sociales que se avecinan, y los beneficios que otorga a las comunidades el pleno desarrollo de estas materias, como ya lo hemos evidenciado durante la pandemia.
Si miramos la historia reciente de Chile, en cuanto al incentivo en ciencia y tecnología, sería injusto decir que nada se ha hecho, como tampoco podríamos conformarnos con lo avanzado. La fundación del Ministerio de Ciencia y los aportes de programas como Fondecyt o Becas Chile, sin duda, representan iniciativas que, bien orientadas, podrían resultar beneficiosas para el bienestar de la sociedad y el crecimiento del país. Sin embargo, los desafíos pendientes aún son muchos.
El primer giro debiera radicar en nuestra comprensión de la ciencia: es una inversión, no un gasto. Adoptar esta mirada podría permitirnos incrementar el 0,4% del PIB que actualmente se asigna a investigación, desarrollo e innovación (el más bajo de los países de la OCDE), y seguir ejemplos de naciones como Finlandia o Israel, que sitúan su aporte sobre el 3%. Llevemos esto a un ejemplo: este año, en el Centro Científico Tecnológico de Valparaíso (CCTVal), perteneciente a la Universidad Técnica Federico Santa María, cumplimos con el compromiso de fabricar 33 módulos de detectores sTGC para el Experimento ATLAS, del CERN, para el que solo cinco países en el mundo están validados, entre ellos Chile e Israel. El problema, entonces, no está en las capacidades. Imaginemos ese potencial con un mayor presupuesto: las posibilidades son tremendas.
Otro desafío a considerar es el fortalecimiento de la relación entre ciencia e industria, y el establecimiento de políticas públicas que incentiven la innovación. Aunque se ha avanzado en estos aspectos por parte del Estado, con iniciativas como la ley I+D, las medidas implementadas para potenciar el acercamiento entre estos dos mundos son, aún, insuficientes. No obstante, las responsabilidades en este contexto son compartidas. En Chile, con un marcado modelo extractivista, sigue arraigado un problema cultural entre los agentes del ecosistema I+D+I (Investigación, Desarrollo e Innovación), conformado, además, por un empresariado chileno poco acostumbrado a invertir en innovación, y una academia poco habituada a transferir su conocimiento más allá del círculo educativo. Esta falta de vinculación y mirada cortoplacista es algo que debemos transformar si queremos avanzar hacia un país desarrollado.
Hay ejemplos paradigmáticos que demuestran esta lógica cortoplacista: en su época, la industria forestal en Chile era comparable con la finlandesa. Pero Finlandia avanzó y reenfocó sus esfuerzos hacia la investigación y la generación de tecnología, hoy importamos maquinaria desde ese país, pues no supimos aprovechar el impulso del desarrollo productivo en ese momento. El caso más emblemático es el de la minería, donde solo la materia prima extraída del yacimiento constituye interés económico, sin considerar el valor agregado que se podría aplicar a este recurso.
La mentalidad hacia la inmediatez predominante en el sector productivo puede reflejarse en otro dato relevante: la inserción laboral de profesionales con posgrado en las empresas nacionales es mínima. La industria chilena prácticamente no contrata doctores, lo que limita la posibilidad de investigación e innovación, reservando estos procesos a las universidades y a los centros de investigación, limitando la transferencia de tecnología hacia la industria.
En este contexto, me permito abordar brevemente lo que sucede en los centros basales de ciencia y tecnología financiados por el Estado. La política pública pareciera orientarse hoy en día a crear la mayor cantidad de estas organizaciones de excelencia, lo que a simple vista podría parecer una medida conveniente. Sin embargo, contar con múltiples entidades de este tipo no es comparable con tener centros de mayor envergadura y la posibilidad de acceso a mayores recursos: estos últimos podrían atender problemas multidisciplinarios de gran escala y contar con la capacidad económica para contratar completamente a sus equipos, garantizando su compromiso con la organización y la dedicación exclusiva al trabajo científico y el desarrollo de proyectos de innovación. De esta forma, se podrían concentrar los esfuerzos que actualmente se encuentran disgregados y reorientarlos hacia la solución de problemáticas globales que permitan, a largo plazo, el crecimiento del Estado, el incremento de la economía, la transformación de la industria y el bienestar de la nación.
Finalmente, solo queda enfatizar los esfuerzos conjuntos y los acuerdos transversales que se requieren para avanzar hacia la construcción del Chile que soñamos, en el cual la ciencia y la tecnología cumplen un papel primordial en este anhelo, en un mundo globalizado que se ve enfrentado a múltiples desafíos. Solamente por nombrar algunos, los retos tecnológicos que impondrá la crisis ambiental necesitarán no solo de recursos y una comunidad científica altamente capacitada, sino también una institucionalidad robusta, facilitadora y colaborativa, dentro de un marco legal que garantice la producción científica más allá de su sentido utilitario. Esto, por supuesto, de la mano de un empresariado que se atreva a invertir en innovación y a emprender lazos con la academia y los centros de excelencia, para resolver sus problemáticas y así ganar en eficiencia, productividad y sostenibilidad.
De esta manera, generando nuevo conocimiento, investigación aplicada y transferencia tecnológica hacia los sectores productivos, el Estado y la sociedad, este ecosistema virtuoso irá creciendo para convertirse en desarrollo económico, en mejor calidad de vida, mejores empleos y en un país más preparado para enfrentar la adversidad.
 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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