La Convención Constitucional y el dolor de la elite



La elite chilena tiene un dolor.
Le duele no poder manejar la Comisión Constitucional a su arbitrio, como ha hecho con otras instituciones políticas, jurídicas y económicas. Le duele la democratización de las decisiones respecto del futuro de un país que concibe como propio. Y, lo que es peor, no puede ocultar su dolor.
Este no es un tema de amarillos, rojos o verde olivo. Es de un sector social acostumbrado a dictar cómo debe funcionar esa institucionalidad, principalmente, para asegurar las situaciones de privilegio en que viven y quieren legar a sus descendientes.
El problema es que esa elite, a la que de alguna manera adscribo, fracasamos en nuestro cometido de construir un Chile más justo. Es efectivo que le dimos estabilidad gracias a que nos aferramos a la Constitución de Pinochet. Pero también lo es que no fuimos capaces de expandir el bienestar fuera de nuestro círculo.
El sueldo mínimo sigue siendo de 350 mil pesos y el 80% de las pensiones pagadas son inferiores a ese monto: las mujeres reciben alrededor de 200 mil pesos y los hombres, 300 mil. El ingreso promedio mensual es menor a 650 mil pesos, solo el 17% gana más de un millón y el 2% más de 3millones.
La atención de salud es precaria y las condiciones laborales de muchos rubros, abusivas. Cedimos los derechos de agua a privados que ahora se la venden a los Municipios para que la gente tenga algo que beber. Permitimos que las plantaciones forestales se instalaran en la puerta de las casas de cientos de familias campesinas, arruinándoles para siempre su calidad de vida. Miramos impávidos como la industria salmonera y otras similares estropearon los mares del sur de Chile. En el mejor de los casos dimos vuelta la cara cuando nos enteramos que la existencia en las poblaciones es insufrible y que hemos ido engendrando las condiciones propicias para el desarrollo de una delincuencia en gran escala.
Pero nada de eso nos aproblemó. Porque no somos nosotros quienes debemos esperar a que el desarrollo se digne tocar nuestra puerta, ni tampoco nuestros hijos los condenados a continuar un linaje perpetuo de obreros.
Ahora que otras personas, ajenas a la elite, nos arrebataron la Convención y con ello la construcción institucional del futuro, hemos puesto el grito en el cielo, porque el Chile que viene, al parecer, no será como el que tenemos y queremos mantener.
Pero creo que es el momento de preguntarse cómo le gustaría a la otra parte de la población, a aquella que no hicimos parte de los beneficios de la bonanza económica y que es la mayoría, que sea su propio país.
No es esta la primera vez que la elite tiene un dolor con los rumbos institucionales que toma Chile. Lo tuvo con la elección de Luis Emilio Recabarren a la Cámara de Diputados en 1905, que luego de negarse a jurar por Dios fue acusado de fraude y desprovisto de su cargo. Antes lo había tenido con el Presidente Balmaceda, al que derrocó en la revolución de 1891. Ni hablar de cuánto le dolió la elección de Allende y su aterradora idea de que el pueblo llegara al poder.
Esos ejemplos y muchos otros, nos muestran de lo que es capaz la elite cuando ese dolor se le hace insoportable. No quiero decir con esto que de nuevo ande mariposeando en los cuarteles, sino simplemente que es muy probable que se oponga a la nueva Constitución y llame a votar rechazo. Para ello, qué duda cabe, no escatimará recursos, de ningún tipo. Además, lo hará en nombre de lo que a “Chile le conviene”, lo que “Chile quiere”. Ya que quién mejor que ella para interpretar los deseos y necesidades de “su” pueblo.
Tal vez llegó el momento de la generosidad y de aceptar que no lo hicimos todo lo bien que creemos y de ceder a otros la posibilidad de imaginarse un país más justo y más democrático.
Por desgracia, salvo por su llorosa caridad de pasarela, la generosidad no ha sido una virtud muy extendida en la elite chilena. Mucho menos cuando se trata de conservar el poder y sus privilegios.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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