No herir sensibilidades – El Mostrador



“A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo”, le dice el capitán Beatty —líder de los bomberos— a Montag, uno de sus subordinados, en la famosa novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451. El relato describe una sociedad en la cual los bomberos, en lugar de sofocar los incendios, los provocan. Su objetivo fundamental es quemar libros, pues estos perturbarían la serenidad de las mentes e impedirían a los ciudadanos ser genuinamente felices. “Lo que importa que recuerdes, Montag –agrega más adelante el capitán Beatty–, es que tú, yo y los demás somos los guardianes de la felicidad. Nos enfrentamos con la pequeña marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con teorías y pensamientos contradictorios”.
Esta novela de Bradbury fue publicada en 1953. Resulta –a los ojos de hoy– un texto profético, una metáfora exquisita acerca de las primeras décadas del siglo XXI. Manifiesta, además, una seria advertencia acerca de los peligros de quienes creen tener una labor purificadora en las sociedades, de quienes creen saber cómo guiarnos hacia la felicidad.
El afán purificador –ese que busca alejarnos de los pecados o apartarnos de lo que pudiese hacer daño– vivió uno de sus últimos episodios esta semana. La Corporación Cultural de Las Condes suspendió la función teatral Moscú, basada en la obra Las tres hermanas del narrador y dramaturgo ruso Antón Chéjov. ¿La razón? “No herir ningún tipo de sensibilidad que pudiera ocasionar la presentación de esta obra de teatro”. Ante la ola de críticas, el municipio reaccionó y pidió reprogramar las funciones.
Este tipo de censuras, sin embargo, se han ido haciendo cada vez más comunes en Occidente. Son miles los casos que se pueden encontrar, sobre todo en Europa y en Estados Unidos. Siguiendo la lógica bajo la cual actuó la corporación, uno podría preguntarse por qué no pensaron también en quitar las obras de Tolstoi, Dostoievski y tantos otros genios rusos de su biblioteca, o por qué no se les ocurrió prohibir que se siga enseñando acerca de Yuri Gagarin en los colegios. Lo absurdo de este tipo de medidas sale a la luz apenas se ponen otros ejemplos sobre la mesa.
Si nos alejamos del conflicto en Europa –y seguimos el camino de “no herir sensibilidades”–, entonces quitemos también a Borges y a García Márquez, por justificar dictaduras; a Henry Miller; por relatar eventos insoportablemente machistas; a Platón, por argumentar a favor de la esclavitud; y a tantos otros cuyos párrafos, estrofas o escenas pueden resultar, por los más diversos motivos, ofensivos. Para eso, en todo caso, necesitaríamos bomberos como los de la novela de Bradbury, “guardianes de la felicidad”, como se autodefine el capitán Beatty, personas dispuestas a luchar contra “la pequeña marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con teorías y pensamientos contradictorios”.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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