La embriaguez del sueño

A veces cuando sueño y despierto sintiendo que no dormí lo suficientemente bien y mi cabeza es como una enorme piedra sobre el lomo de un caballo herido del costado izquierdo, no estoy segura de querer levantarme de la cama. Creo que, en realidad, desearía permanecer bajo las sábanas con la pretensión de dormirme de nuevo o, al menos, mantenerme en ese estado de duermevela en que no queda del todo claro si se duerme o se está despierta. No sé, tal vez esto de soñar no tiene explicación ninguna, aunque quisiera encontrarle un nombre a esa sensación: tibieza o leve embriaguez que me hace vacilar y no saber con claridad si estoy en la vigilia o qué es eso que permanece en mí como el batir de alas de una mariposa en un jardín de tulipanes rojos y amarillos. No, no es fácil saberlo y tampoco evadirse de las tareas cotidianas —por intrascendentes que sean—cuando estas exigen levantarse a las siete de la mañana y estar activa —o al menos aparentarlo— hasta las nueve o diez de la noche. Es por esto que en cuanto logro abrir los ojos y noto que el sol ya se filtra por entre las cortinas de la ventana, dejo la habitación y me voy a la cocina: ahí abro la alacena y tomo —del recipiente que los guarda— veintitrés granos de café tostado con cinco de cacao que trituro lo más finamente posible y diez minutos después estoy tomando un expreso doble que termina por despertarme, pero justo en ese momento me asalta el deseo de que el día transcurra lo más rápido posible y llegue la noche para que el sueño —o los muchos sueños— regresen de nuevo a mí.



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