El problema de la desigualdad, el principio de la diferencia de Rawls y la Constitución



Problemazo. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), Chile está solo detrás de Costa Rica en la lista de los países más desiguales de la región. Un estudio del World Inequality Lab (organismo dependiente de la Escuela de Economía de París), coordinado por Thomas Piketty y Gabriel Zucman, entre otros, concluye que Chile suma 120 años de desigualdad “extrema” y que es uno de los países con más diferencias socioeconómicas de América Latina. El 1% más rico posee casi la mitad de la riqueza nacional (49,6%). Ese top 1% de la población recibe además el 62,7% de los ingresos nacionales (datos del año 2021). Tiene el 50% de la riqueza y en el año 2021 recibió más del 60% de los ingresos anuales. Chile es un paraíso creciente…, para ese 1%. Por otro lado, según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), durante el año 2020, el ingreso laboral promedio de la población ocupada en el país fue de $635.134 (ingreso mensual disponible: bruto menos los descuentos por previsión y salud), mientras que el ingreso líquido mediano (es decir, el ingreso que separa en dos partes iguales a la población ocupada) llegó a $420.000: el 50% de quienes trabajan en el país percibieron ingresos mensuales menores o iguales a ese último monto. La desigualdad campea.
¿Debe hacerse algo al respecto? ¿No serán aquellas desigualdades un precio ingrato de pagarse, pero necesario? ¿No serán inevitables las desigualdades, si es que miramos la realidad como es y no como quisiéramos que sea?
Estas son cuestiones ideológicas. Para algunos, un Estado activo e interventor, emparejador de la cancha, ahoga la iniciativa privada y es caldo de cultivo para la corrupción y el exceso de burocracia. Esta es la visión de nuestra constitución vigente y el Estado subsidiario que impone. Para otros (me incluyo) las instituciones deben tener una preocupación especial por las personas y grupos más desaventajados en la sociedad, y adoptar medidas concretas para compensar las diferencias sociales. La mayor parte de esas diferencias no surge únicamente del esfuerzo personal de los individuos (como algunos parecen creer y otros pocos tienen la desfachatez de declararlo), por lo que no pueden considerarse como moralmente justificadas. Son, como nos enseñó John Rawls al final del siglo pasado, diferencias “moralmente arbitrarias”. La mayoría surge de la “lotería genética” (con qué genes nací) y de la “lotería social” (en qué entorno familiar y social nací y me desarrollé, qué profesores y mentores tuve, qué puertas se me abrieron, etc.). El filósofo político más influyente del siglo pasado (de raigambre liberal, no marxista ni comunitarista, aclaro) constataba que ciertas condiciones básicas, como la salud y el vigor, la inteligencia y la imaginación, un carácter virtuoso, etc., van a provocar inevitablemente desigualdades. Obvio. Pero las instituciones sociales sí pueden y deben operar sobre otros factores (bienes básicos les llamó), cuya justa distribución tiende a compensar las desigualdades que acarrean esas condiciones naturales, incluyendo la igualdad sustantiva de oportunidades en el acceso a cargos y posiciones sociales y el disfrute de los recursos económicos (ingreso y riqueza) bajo lo que él denominó principio de la diferencia:  las desigualdades sociales y económicas solo son permisibles si con ellas se mejora la situación de los menos aventajados. O dicho de otra forma: los bienes básicos deben ser distribuidos igualitariamente a menos que una distribución desigual de alguno o de todos ellos, redunde en una ventaja para todos. Bajo esta mirada, la injusticia consistirá entonces, simplemente, no en la mera existencia de desigualdades, que son probablemente inevitables, sino en permitir o tolerar que las desigualdades no beneficien a todos.
Esto responde la primera pregunta: sí, debe y puede hacerse algo al respecto. La pregunta siguiente es: ¿juegan algún rol las normas constitucionales en esto?
Sería muy simplón atribuirle a la constitución vigente una responsabilidad directa respecto de las desigualdades. Mal que mal, si algo hay que reconocerle a nuestra actual carta fundamental es que promueve la iniciativa empresarial y el crecimiento económico, y eso aporta, sin duda (pero está lejos de ser suficiente: Chile es un ejemplo de que el crecimiento económico de una parte de la población, y el consiguiente “chorreo” hacia el resto, no basta: no tengo que gastar tinta en comprobar esto). Los reproches van más bien por el lado de los fundamentos filosóficos de la constitución y de las omisiones. Y son serios: la constitución vigente, fiel al neoliberalismo, no promueve y, a veces, no permite, un Estado activo, emparejador de la cancha, y no garantiza derechos sociales.
La nueva Constitución, de aprobarse, cambiaría radicalmente esta situación. El borrador constitucional contiene enormes cambios, pero quizá el cambio más concreto que propone es precisamente este: su preocupación por la desigualdad y su intento de crear condiciones institucionales para morigerarla y lograr una sociedad más justa.
En concreto, ello se materializa con la mantención de la propiedad privada y la libre iniciativa empresarial, como motores del sistema capitalista, pero con tres innovaciones importantes. Primero, un substancial cambio del rol del Estado en la economía (de pasivo a activo), exigiéndole el aseguramiento, con cargo a rentas generales de la nación, de mínimos sociales universales a todos los habitantes del país, en materia de salud (incluyendo derechos sexuales y reproductivos), alimentación, vivienda, mínimo vital de energía, agua potable y saneamiento, educación y seguridad social. No se puede exagerar la importancia de este cambio. Segundo, una redefinición de los principios aplicables al sistema tributario, explicitando objetivos distintos de la mera recaudación, como precisamente la reducción de las desigualdades y de la pobreza, los impuestos verdes, etc. Y tercero, una cierta redistribución de poder entre capital y trabajo: derecho al “trabajo decente” (es decir, a condiciones laborales equitativas, a la salud y seguridad en el trabajo, al descanso, al disfrute del tiempo libre, a su desconexión digital, a la garantía de indemnidad, y el pleno respeto de los derechos fundamentales en el contexto del trabajo); fortalecimiento de los sindicatos, reconociéndoles titularidad exclusiva para negociar, el derecho a participar en la gestión de las empresas, según regule la ley, y el derecho a negociaciones ramales, sectoriales y territoriales; ampliación del derecho de huelga al sector público; reconocimiento del trabajo doméstico y de cuidados, y la constitucionalización del órgano autónomo a cargo de la fiscalización de los derechos laborales.

A todas luces, y dentro de los alcances propios de las “meras” normas constitucionales, el borrador parece enfrentar de mejor manera el problema de la desigualdad que la constitución vigente y podría contribuir a lograr una distribución más equitativa de los bienes sociales. Rawls lo aprobaría, conjeturo. ¿Lo aprobará Chile?

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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