Migrantes esperan refugio atrapados entre crimen y autoridades



“Mira wey, vas a depositar lo que te pedimos. Y no queremos mamadas, o ya sabes lo que pasa”. 
La amenaza le llegó a Kevin, un centroamericano de 25 años, a las pocas horas de llegar a un albergue de la frontera sur, del que por motivos de seguridad él y otros migrantes piden que no se den más detalles, así como tampoco de sus verdaderas identidades. 
Con el celular en la mano, el joven, quien ya es padre de tres hijos, dice mostrando el mensaje de texto que él y otros cuatro compañeros llevan desde entonces aterrorizados, sin apenas dormir ni asomarse a la puerta del refugio donde —al menos en la teoría— hay un acuerdo tácito para que puedan transitar por el perímetro equivalente a un campo de futbol sin temor a ser detenidos por el Instituto Nacional de Migración (INM). 

—Le tengo pánico al cártel —murmura en un susurro casi inaudible, mirando desconfiado para todas partes, como si viera “orejas” del narco hasta en los niños que corretean por el patio del refugio, persiguiendo una vieja pelota a la que dan patadas con los pies desnudos.
A continuación, tras guardarse el teléfono en el bolsillo del pantalón, el migrante se quita la gorra que usa con la visera para atrás. Tiene el pelo negro azabache, la tez cobriza, los ojos almendrados y una barba de candado oscura que contrasta con la blancura de sus dientes. 
—El muchacho que nos extorsiona está ahí afuera —susurra de nuevo, apuntando disimuladamente con la nariz hacia el exterior, donde hay varios changarros de comida y un tipo sentado al que nadie molesta—. Todo el mundo aquí sabe que es de un cártel. Se queda todo el día ahí afuera, en el puestecito de comida, vigilando si entramos, salimos o qué hacemos. 

Nada más llegar a las inmediaciones del refugio con sus cuatro compañeros, Kevin cuenta que el tipo “les echó los ojos” y se acercó con ellos. Los llamó aparte y se presentó como integrante del cártel, del que el migrante también prefiere no dar el nombre. Luego les dijo que los llevarían a la frontera norte a cambio de 3 mil dólares cada uno, pero muy pronto se percataron de que aquello no era una oferta: les dieron un número de cuenta bancaria y les hicieron darles sus números de celular, con la indicación tajante de que tenían que responder siempre que los llamaran o les escribieran por WhatsApp o SMS. 
“No queremos mamadas”, los amenazó desde la primera vez. 
Ahora, el centroamericano se frota los ojos enrojecidos por el estrés y la falta de sueño, y repite mirando hacia el suelo arcilloso por las últimas lluvias tropicales que no sabe qué hacer para salir de esta pesadilla. 
Volver a su país, de donde salió huyendo hace ocho años tras el asesinato de su padre, no es opción, sentencia mientras se seca con el dorso de la mano el sudor que le escurre a chorros por la frente debido a la humedad.  
—Y ahora allá la cosa está todavía peor que antes—asegura—. Hay un desmadre de muertos que vos ni te imaginás. No podés poner ni un puestito de comida porque al rato ya tenés encima a los pandilleros, y si no les das su plata te caen a machetazos, como a ese de ahí… 
Ese de ahí es Orlando, un migrante de 40 años con ambos brazos amputados a la altura de los codos, una enorme cicatriz que va de la oreja a la boca y otra rajada detrás del cráneo. Luego de que le segaron a machetazos los brazos, ya no pudo volver a trabajar como albañil. Entonces, intentó poner un puestito de tortillas con su esposa, hasta que, de nuevo, la pandilla le exigió la mitad de las ganancias diarias y decidió huir. 
En Estados Unidos, recuerda Kevin, su vida era buena. Allá trabajaba en la construcción, tal como delatan sus manos agrietadas y repletas de pequeñas cicatrices producto de los cortes y las heridas. No era rico —insiste—, pero a sus hijos no les faltaba de nada y la familia llevaba una vida “digna”. Estaban viviendo su versión del “sueño americano”.  
Pero un día todo cambió. En un encuentro con la policía por una infracción menor, los agentes checaron sus antecedentes y le informaron que había una orden de deportación en su contra por haber cometido, supuestamente, una violación sexual por la que en su país le pedían hasta 20 años de prisión. 
De inmediato, Kevin fue detenido y expulsado del país. 
Tiempo después, sentado ahora en una banca de piedra, el migrante jura y perjura con los ojos húmedos que todo fue una acusación falsa de una expareja con quien tuvo una relación cuando él tenía apenas 15 años. De hecho, tras meterse rápidamente a los dormitorios del albergue y salir corriendo con un papel en la mano que extiende con sumo cuidado, como si fuera su tesoro más preciado, dice que la justicia de su país ya le dio la razón absolviéndolo de toda culpa. 
—Mirá, no te miento. Yo te hablo con pruebas —insiste y agita el papel. 
Sin embargo, a pesar del “sobreseimiento definitivo” de la causa que señala la hoja en letras mayúsculas, Kevin no podrá reingresar a EU al menos durante 10 años, aun cuando su familia continúa viviendo allá y los asesinos de su padre en su país lo buscan en las calles de la colonia. 
—Es una injusticia —masculla con rabia, mordiéndose los labios—. Aunque he probado que soy inocente —agita de nuevo el documento—, no puedo hacer nada. Es una marca tremenda la que te ponen, porque ya no podés entrar a Estados Unidos legalmente—. ¿Y ahora cuál es la única opción que me están dejando? —se pregunta retórico, tal vez más para convencerse a sí mismo que a quien tiene delante—. Pues meterme a la brava —se responde tajante—. Migrar sin papeles y que sea lo que Dios disponga. 
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*** 
Es mediodía y, pese a que las lluvias intermitentes y las nubes espesas han dado una ligera tregua a la zona, el calor es sofocante. Pese a ello, niños, niñas y adolescentes migrantes que pueblan el refugio continúan jugando con la pelota vieja en la desgastada cancha del albergue. 
Algunos, especialmente los más chicos —aquí hay hasta bebés casi recién nacidos, cuyas madres cargaron mientras evadían retenes migratorios— juegan todavía con la felicidad que da la inocencia.  
Sin embargo, a muchos esa inocencia hace tiempo que se las arrancaron prematuramente. Jonathan, por ejemplo, tiene apenas 13 años, pero a su edad ya tiene gestos, ademanes y la forma de hablar de un adulto. No en vano migra solo huyendo de las pandillas que en Honduras lo quieren reclutar a la fuerza. Anthony, un niño de 10 años de ojos muy negros, piel cobriza y corte de pelo a lo Daddy Yankee —como muchos de los otros niños—, responde presto que migra con su madre porque a su papá lo asesinaron las maras y ahora los buscan a ellos. Y Sol, una niña guatemalteca de ocho años, ya hace de hermana y madre. Emigra porque su propio padre las busca para matarlas.  

Desde la banca de piedra, Kevin los observa en silencio y con los ojos ligeramente entornados. Ya se quiere ir, insiste de nuevo con cara de hastío. El problema, vuelve a recordarse a sí mismo, es que ahí afuera, a unos pocos pasos de la endeble y carcomida puerta de hierro que hace de este albergue un pequeño oasis en mitad de una vorágine salvaje donde agentes de migración y del crimen organizado se disputan a los migrantes, el cártel lo espera acechante y con la paciencia calculada del depredador que aguarda el momento justo para atacar.
—Acá, el cártel no deja que entre nadie de fuera a sacarnos. No dejan que los coyotes trabajen, pues. Solo ellos pueden llevarte pa’l norte. 
A continuación, el migrante exhala un resoplido resignado. Su rostro cansado a pesar de la juventud y su tono de voz rugoso contrastan con las notas alegres de las trompetas que se escuchan ahora a todo volumen por los laberínticos rincones del albergue. 
No es que sea el alcohol/
La mejor medicina/
Pero ayuda a olvidar/
Cuando no ves la salida…
—Quieren agarrarnos a la fuerza y secuestrarnos —Kevin alza ahora ligeramente el tono, aprovechando que el torrente de voz de la que fuera vocalista del grupo La Quinta Estación hace que nadie a su alrededor pueda escucharlo—. Porque, mirá, nos están pidiendo 3 mil dólares a cada uno, pero sabemos que ese no es el precio final. Porque primero te dicen que son 3 mil, y luego te piden el teléfono de tus familiares y les dicen… ¿sabés qué? Son otros 8 mil dólares. Y si no se los pagás te mochan un dedo —mete la mitad del índice grueso de su mano izquierda entre las tenazas imaginarias que forma con el índice y el corazón de la derecha—, y luego te cortan una oreja, otra oreja… Y vos, con el dolor y desesperado, hacés lo que sea por juntar ese dinero. 
—¿Pero ustedes no sabían de la presencia de los cárteles en la ruta migratoria? —se le cuestiona—. ¿Que los cárteles trafican con los migrantes?
La pregunta es casi absurda, pues para nada es un secreto que México es uno de los países más violentos del mundo, como tampoco lo es que los cárteles llevan años, décadas ya, lucrando con el tráfico de mujeres, niños y de hombres migrantes. 
Ahí está, por ejemplo, la masacre en 2010 de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, a manos de Los Zetas. O los informes especiales que publicó en 2009 y 2011 la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), en los que denunció al Estado mexicano por permitir —y en algunos casos cometer— violaciones graves a derechos humanos en contra de los migrantes. Unas violaciones además que, pese al discurso del presidente Andrés Manuel López Obrador, que asegura que en México ya no se violan los derechos humanos, continúan repitiéndose en la actualidad: así lo documentó Animal Político en una investigación publicada en febrero del año pasado, en la que se reveló que la nueva CNDH ocultó informes que narraban múltiples casos de secuestros masivos, extorsiones, torturas, amputaciones, violaciones y asesinatos de migrantes, entre los que había mujeres, niños, niñas y adolescentes. 
—Sí, loco, claro que escuchamos lo de los cárteles —contesta Kevin con una risa contenida—. Pero como nosotros no veníamos a hacer negocios con ellos, ni nada, pues creíamos que no tendríamos problemas. Que podríamos hacer el camino por nuestra cuenta, pues.  
Ahora, admite que tal vez fueron demasiado cándidos. Que se confiaron en exceso y que eso, en parte, es lo que los tiene varados en el albergue. 
—Yo me admiro mucho de ustedes, de verlos caminando por acá así tan tranquilos —dice súbitamente, con la mirada fija puesta en los ojos sorprendidos del periodista y el camarógrafo que lo entrevistan—. Yo quisiera también ir así, ¿sabés? Caminando tranquilo, libre, con ropa limpia, mi mochila, mis botas y mi cámara de fotos. 
A continuación, agita la cabeza, se toca el lóbulo de la oreja izquierda, donde un arete se balancea con cada movimiento, y clava la mirada en el suelo. 
—Pero luego pienso que, a lo mejor, sus países sí responden por ustedes. Por eso pueden andar tranquilos. ¿Pero por nosotros los emigrantes quién mira? —vuelve a preguntarse enojado y con los ojos puestos en la puerta de salida del albergue—. A nosotros en un ataúd es que nos mandan para allá —se responde con una mueca—. Porque yo, por tener la piel morena —continúa—, no puedo salir a la puerta con esta ropa vieja y esta mochila sucia, porque en cuanto ven que soy migrante lo primero que dicen los malandros es: “Vamos a por él. Vamos a pedirle todo el dinero, y si no carga llamamos a su familia y la extorsionamos”. Y si vos te negás a dárselo todo, lo que hacen es darte una garrotiada terrible. Acá han llegado muchos así, bien golpeados por la migra o por los criminales. 
Al menos en el albergue, se dice ahora Kevin volteando la mirada a los niños que juegan felices y ajenos en mitad del griterío, ha encontrado por unos días, tal vez semanas, un pequeño refugio donde sentirse algo más seguro. 
—Un oasis en mitad de esta pesadilla —murmura. 
***  
Javier, a quien también se cita con un pseudónimo, es voluntario del albergue. Cuando se le pregunta por la historia de Kevin y si sabe algo de un “halcón” del cártel que está en la puerta del refugio captando migrantes para llevarlos traficados al norte, mira hacia el suelo y admite entre susurros que sí: es cierto. Pero acto seguido, asegura que ellos, más allá de cuidarlos dentro del albergue, donde hay una pequeña caseta de seguridad, un vigilante que no va armado y poco más, nada pueden hacer. De hecho, de puertas para afuera, básicamente solo pueden acompañar a los migrantes a hacer los trámites de solicitud de refugio ante la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (Comar) o ir con ellos a levantar una denuncia ante la fiscalía si son objetos de una agresión. 
Sin embargo, esas opciones tampoco convencen en lo más mínimo a Kevin. Varios migrantes, de los cuales algunos ya llevan tres, cuatro, cinco y hasta seis meses varados en el albergue en espera de respuesta de las autoridades mexicanas, le han comentado que la solicitud de refugio puede dilatarse mucho tiempo, con el elevado riesgo añadido de que su solicitud sea rechazada y acabe igualmente deportado al país del que salió huyendo. 

Por ello, para tratar de escapar del cártel y del callejón sin salida en el que se encuentra, el migrante lleva varios días dando vueltas a la idea de entregarse al INM para que lo detenga: prefiere ser deportado e intentar cruzar de nuevo a México, pero esta vez por otro punto de la frontera, aunque sabe que escapar de las redes del crimen organizado para llegar a Estados Unidos es tarea casi imposible.
—Parece que Migración es la única opción que me queda —comenta tras unos segundos reflexionando en silencio—. Pero acá tenemos otro problema —contrapone—. Y es que también le tenemos miedo a la Migración mexicana porque sabemos que muchos están coludidos con esa gente mala. Y si vos denunciás, los mismos de Migración o de la policía mexicana son los que te ponen el dedo con el cártel… y entonces ya estás perdido. 
Tras la sentencia, Kevin toma entre sus manos ásperas una pequeña piedra del suelo y la lanza con desgana hacia ninguna parte. 
—Los migrantes somos la comida de esos malandros —dice agotado—. Por eso ya no sé qué hacer. Estoy perdido. 
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