Intervención de José Juan Ruiz en la Academia de las Ciencias de Castilla La Mancha



Es un enorme placer estar en este acto de presentación de la Academia de las Ciencias Sociales y Humanidades de Castilla-La Mancha.

Y es un gran honor el haber sido distinguido como conferenciante de este acto inaugural.

Agradezco a Luis Arroyo, con el que me une una profunda amistad desde los tiempos heroicos de su rectorado en la Universidad, que se vio acrecentada cuando acepté ser primero parte y luego presidente del Consejo Económico Social de nuestra institución de educación superior, su invitación a ser miembro de la Academia y poder dirigirme a todos vosotros.

También agradezco a José María Barreda que haya accedido de nuevo a presentarme tras haber sido mi abogado defensor en el Juicio que este verano se celebró en Argamasilla de Alba en mi investidura como Académico Honorario.

Pero aún más le agradezco haber sido impulsor junto a Clementina, su esposa, y otros muchos manchegos de nuestra Universidad. La Universidad de Castilla-la Mancha (UCLM) que hoy nos acoge y sin la que buena parte de nuestros sentimientos identitarios –como el presidente Barreda ha explicado en su reciente libro Historia vivida, Historia construida– no existirían. Es hermoso hacer historia creando bienes públicos. Una Universidad que articula una región.    

Por supuesto, agradezco la presencia de las autoridades, profesores y alumnos que nos acompañan, la presencia de los colegas académicos y la de todos ustedes a este acto.     

Luis me ha pedido que trate de exponerles qué pasa en el mundo. Dónde estamos.

La respuesta inmediata es que estamos en Ciudad Real y que felizmente estamos entre amigos.

No solo entre amigos; sino entre amigos informados, es decir, gente que, como Uds., lee, sigue los datos, está atenta a los medios y a las redes, incluso que escribe artículos para revistas especializadas.

Ser amigos informados es, en estos momentos, sinónimo de estar desasosegado, preocupado.

Cuando empecé a preparar esta presentación me acordé de lo que se dice en América Latina: “estábamos bien y ahora estamos mal; pero antes estábamos bien porque mentíamos y ahora estamos mal, pero decimos la verdad.”

Es una descripción insuperable de la situación global. Partiendo de ella, voy a tratar de comentar brevemente seis grandes temas con un doble objetivo:

el primero, proponerles algunos temas para el debate  

y el segundo, poner la actualidad en un contexto amplio que nos permita acotar el sentimiento de depresión que nos invade a todos.

Los temas que me propongo repasar son los siguientes:

Por qué hoy necesitamos más que nunca recordar que “contra el pesimismo de la inteligencia está el optimismo de la voluntad”

Las policrisis y la opa hostil de la Geopolítica.

Los mundos de los politólogos y de los economistas o la desglobalización y sus posibles mutaciones.

La demografía: una versión alternativa de la guerra en Ucrania.

Economía, shocks e instituciones.

América Latina.

Así que déjenme comenzar por el principio.

1.      “Contra el pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad”

Todas las generaciones, realmente todas –y yo soy un lector voraz de Historia–, creen que sus tiempos son los más difíciles y los más retadores que ha vivido la Humanidad. Probablemente es lo que hay que pensar si uno quiere sentirse importante.

Pero déjenme que les cuente brevemente qué ocurrió en el mundo entre abril de 1945 y enero de 1953:

acabó la guerra en Europa y Hitler se suicidó;

Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki;

comenzó la Guerra Fría;

la Unión Soviética consiguió y desarrolló la bomba atómica;

en 1949, Mao Zedong vencía en la Guerra Civil china, proclamaba la República Popular y daba fin con éxito a la Larga Marcha –长征– iniciada en 1934;

se crearon las Naciones Unidas, la Alianza del Atlántico Norte y el Pacto de Varsovia;

y comenzó la guerra de Corea.

Todo en ocho años. Uno puede pensar: “son acontecimientos ciertamente históricos, pero había enormes políticos con una gran capacidad de liderazgo”.

Los había –De Gaulle, Gasperi, Adenauer, Churchill…– pero quien lideró y gestionó esta era fue Harry Truman, cuya formación académica se limitaba a un semestre en una escuela de comercio de Kansas. Pero él fue el líder indiscutible del mundo libre.

La lección que yo invito a sacar de este episodio histórico es que resulta muy conveniente poner en contexto nuestras angustias.

No solo por salud mental, sino fundamentalmente porque sentirse desbordado conduce a la melancolía y, esta su vez, a la resignación.

Y no son estos tiempos de resignación sino de acción.

Recuperar el optimismo y la confianza en que, si actuamos con racionalidad, vamos a ser capaces de superar lo que hoy son enormes desafíos es además una forma de homenajear a la Humanidad.

De huir del prestigio intelectual del fracaso

Porque pese a nuestras décadas perdidas, bajo crecimiento, baja productividad o insoportable desigualdad, lo que nos dicen los indicadores sociales y económicos es que, al menos desde 1870, vivimos en una sociedad en continuo progreso.

Miren los datos sobre la esperanza de vida, la calidad de vida, la nutrición, la enfermedad o la pobreza extrema –lo que uno quiera mirar– y la única conclusión posible es que ninguno de nosotros hubiera elegido vivir en otra generación distinta.

Somos la generación que mejor vive de toda la Historia de la Humanidad y, esto, probablemente no es estadística sino la demostración de que cuando la Humanidad se pone a pensar, a colaborar y a actuar, es capaz, siempre, de encontrar las soluciones a los problemas.

Esta es mi contribución al optimismo colectivo. A partir de aquí, ya aviso, que voy a ser menos complaciente. 

¿Cómo podemos pensar el momento en el que estamos?

2.      Las policrisis y la opa hostil de la geopolítica

Mi visión es que estamos en un momento en el que la conversación global parece girar en torno a la necesidad de reparar el orden internacional. Pero creo que hay algo más. En verdad, sobre lo que hablamos es sobre la necesidad de aceptar que la crisis se ha convertido en algo estructural de nuestros sistemas. Los shocks vienen en muy variadas añadas y versiones, a veces de forma secuencial y, en ocasiones, simultáneamente.

Desde el inicio del milenio estamos viviendo una crisis tras otra. Algunas veces las sentimos más próximas porque son las de nuestro país o son las que nos afectan más. Algunos pensarán que uno de los grandes problemas mundiales es la inflación, otros que son los microchips, otros los populismos y nacionalismos, otros la desigualdad y, aun otros, China o Rusia o Estados Unidos o el Brexit.

Pero en el límite, todo converge a estar viviendo tiempos de disrupción profunda y a una situación de “policrisis” –como dice Adam Tooze– que se superponen y refuerzan mutuamente. 

Llevamos medio siglo hablando de crisis climática, de crisis sociales, de crisis políticas, pero en esta ocasión la gran diferencia no es ni la naturaleza ni la gravedad de las crisis, sino nuestra percepción de que las instituciones globales son incapaces de gestionarlas. Bien porque no tienen la fuerza suficiente, bien porque ellas también están en crisis: desde la Organización Mundial de la Salud, a la Organización del Comercio o a la propia Naciones Unidas.

Quizá nos tranquilizaríamos un poco si pensásemos que el mundo de las certezas, el mundo en el que todo estaba perfectamente identificado y segmentado, el mundo en el que había reglas –desde la regla de Taylor, hasta la Curva de Phillips o el equilibrio nuclear– simplemente ha desaparecido y el futuro es un mundo de incertidumbre y riesgos.

Por ello, va a ser imprescindible ser mucho más flexible, mucho menos arrogantes y resilientes para poder sobrevivir…

Este es un mundo de incertidumbres radicales. Un mundo en el que hay que escoger el tema que quieres que te despierte por la noche. Y todos son verosímiles.  

A mí, el primer tema que me mantiene insomne es la geopolítica.

3.      Los mundos de los politólogos y de los economistas o la desglobalización y sus posibles mutaciones

Déjenme que lo diga con una frase contundente: la geopolítica ha hecho una OPA hostil a la economía.

Muchos de los problemas que hoy vemos como urgentes se generan en el marco de esa lucha por la hegemonía global entre Estados Unidos y China, y en el marco más particular, más agudo, más violento, moralmente más detestable, de la invasión rusa de Ucrania.

La geopolítica está hoy por encima de la economía y esto tiene consecuencias que van más allá de lo que parece a primera vista.

La geopolítica es un concepto de suma cero: para que yo tenga más poder, alguien tiene que perderlo. La geopolítica está dominada por esta lógica que, evidentemente, como todo, se puede sofisticar cuanto se quiera.  

Por el contrario, los economistas pensamos en términos de incentivos e instituciones que inducen juegos de suma positiva: ¿cómo se colabora para aumentar la riqueza, el crecimiento, el empleo o reducir la desigualdad?

Aunque politólogos y economistas seamos complementarios, por diseño de nuestras disciplinas estamos programados para discrepar entre nosotros. Nos mueven creencias, valores, formaciones y metodologías muy distintas.

Un ejemplo de actualidad es cómo nos estamos cada una de las tribus acercando al tratamiento de la pregunta del momento: ¿hay o no hay desglobalización de la economía mundial?

Sin duda es un tema que hay que tratar con enorme cuidado, porque tiene criticas consecuencias a la hora de fijar el marco mental con el que nos aproximamos a lo que puede ser el futuro.

Por ello hay que definir con mucha precisión lo que uno entiende por globalización.

Obviamente, la globalización no es exclusivamente el comercio de bienes y las cadenas de valor. La globalización también es comercio de servicios, flujos financieros, inversiones directas, funcionamiento de mercados capitales y, sobre todo, también es presencia militar y soft power: migraciones, redes sociales, música, cine o cultura. Olvidarlo, conduce a graves errores de apreciación.

Si ustedes miran los datos –y seguro lo están haciendo de forma constante–, en la primera mitad de este año, los valores de comercio mundial, de las inversiones directas y de los flujos financieros son mayores que los que teníamos antes de la pandemia.

¿Por qué entonces la percepción es la contraria? Y, más importante, ¿qué consecuencias tiene que creamos en una fragmentación del mundo que no se está produciendo?

En mi opinión, pensamos en la desglobalización porque nos parece que es el equilibrio más tranquilizador de la lucha por la hegemonía entre Estados Unidos y China: un empate, sin enfrentamiento previo.

La alternativa a esta Trampa de Tucídides es el holocausto nuclear, algo que haríamos bien en evitar.

Resulta sorprendente que, dejando al margen la guerra nuclear, lo peor que se nos pueda ocurrir es que volvamos a una política de bloques geográficos y políticos. De Este vs Oeste. De autocracias vs democracias. De tensa convivencia entre ellos, pero pacífica hasta un cierto punto.

No es el peor escenario, ni mucho menos.

Por ejemplo, uno podría imaginar que ese mundo de enfrentamiento pacífico hace difícil –quizás hasta imposible– la gestión de los bienes públicos globales como la salud o el cambio climático y, por tanto, conduce a “convivencias” cortas: antes o después, una nueva pandemia o el calentamiento global se acabaría llevando por delante el ficticio equilibrio estable de un mundo, dos imperios.

Pero aún puede ser peor: pueden existir “guerras frías” sin una configuración necesariamente geográfica de la división. Imperios en los que dentro de cada uno de ellos una élite reducida –compuesta por personas muy educadas, cosmopolitas, altamente tecnológicas y productivas comercian con las elites similares del otro Imperio– mientras que la mayoría de sus respectivas poblaciones viven en un “sistema interno” autárquico, de empleos de baja calidad y reducidos salarios que se complementan con más o menos generosos subsidios públicos y aseguramientos. En cierta medida, el sistema dual chino y las versiones más recientes de la desigualdad en los países desarrollados están cerca de esta distopía.         

Mi punto es que en función de quien “piense” el nuevo orden mundial que va a surgir de esta policrisis, el resultado será distinto.

Si el diseño lo hace un politólogo es probable que trate de minimizar los roces entre potencias y, en el extremo, se incline por volver a trazar un muro entre ellas. Si lo piensa un economista, lo normal sería que tratara de crear incentivos e instituciones para que la reasignación de recursos se hiciera globalmente o, al menos, lo más globalmente posible. Y luego, la interacción de intereses, instituciones y valores… acabará haciendo el resto. 

Como economistas tenemos el deber moral de recordar a los políticos y a las sociedades que un mundo autárquico no solo no es más seguro, sino que además es más pobre y, por tanto, probablemente menos libre.

Hay razones de seguridad, de autonomía estratégica o de suficiencia alimentaria o energética que pueden hacer razonable que se invierta en ella, aunque sea ineficiente económicamente. Pero hay que saber que acumular “ineficiencias” es reducir la productividad y que en el largo plazo el crecimiento depende de ella. No hay prosperidad sostenible sin mejoras de productividad. Y no hay estabilidad social si no hay crecimiento.

Aceptar un proceso de desglobalización, aceptar una asignación de recursos basada en criterios ajenos a la racionalidad económica, puede ser políticamente correcto, puede ser acertado moralmente, puede incluso que sea inevitable, pero hay que decirle a la sociedad que el precio es, a corto y medio plazo, un menor crecimiento.

4.      La demografía: una versión alternativa de la guerra en Ucrania  

Y esto me lleva mi segundo punto: la demografía

Si no crecemos a través de la productividad, vamos a tener que confiar en la acumulación de factores –más inversión, más empleo– que es lo que en realidad hemos venido haciendo desde hace más o menos tres décadas. Lean el libro de Robert Gordon sobre la visión de largo plazo del crecimiento norteamericano.[1]

El problema es que resulta muy ingenuo pensar que la demografía va a ser el motor de crecimiento en sociedades que envejecen. O aún peor, en sociedades como Europa o Japón que ya están envejecidas.

Nuestro marco mental para pensar el mundo depende de una visión que asume un crecimiento sostenido de la población mundial. Probablemente es el supuesto más verosímil –un atajo mental– para una generación que como la nuestra ha visto duplicarse la población mundial en el transcurso de los últimos 40 años.[2] Tras los números, está el marco mental: una mayor población, desigualmente distribuida geográficamente supone competencia por el espacio, los recursos naturales, las bases fiscales y el poder.

Nuestro referente está diseñado para pensar que la población mundial –gracias al aumento de la esperanza de vida y el mantenimiento de tasas tendenciales de fertilidad– aumentará un 50% a lo largo del siglo. Eso es lo que predice el más reciente censo de Naciones Unidas (2022): que la población mundial pase de los actuales 8.000 millones a los 10.400 millones en 2100.

Puede que tengan razón. Pero a lo peor no.

Y no por las futuras pandemias o por el deterioro de los sistemas de salud, sino por el desplome de las tasas de fertilidad que se está produciendo en todo el mundo y al que prestamos una atención moderada.

Según los datos de Naciones Unidas, en 2022, sobre un total de 253 países ya hay 129 –la mitad– que tienen una tasa de fertilidad que está por debajo del 2,1, el valor que se asume que mantiene constante la población. Las proyecciones indican que, en 2030, 30 países más se unirán al grupo.  

Para entonces, nueve de los 10 países en los que hoy vive la mitad de la población mundial[3] –la excepción es Nigeria– estarán por debajo de la tasa de reposición.

Our World in Data prevé que, bajo determinados supuestos no especialmente agresivos, en 2080 las muertes superarán los nacimientos y la población mundial comenzará a decrecer.

Pero todo puede ser más rápido.

Por ejemplo, si las tasas de fertilidad de cada país fueran 0,5 puntos porcentuales inferiores a las que hoy consideran los expertos, el mundo a la altura de 2100 “perdería” 1.000 millones de habitantes, no sobre los esperados, sino sobre los actuales.

Y no hay que esperar a 2080. En los próximos cinco años, 55 países verán su población estabilizada y 16 –entre ellos Portugal, Italia, Grecia, Corea del Sur, Polonia, Rusia, Japón, China y Venezuela– la verán caer en términos absolutos.

La puntualización que quiero hacer es que no hay ninguna razón para asumir que la transición demográfica de los países emergentes va a producirse al mismo ritmo que la que sedio en los países hoy desarrollados –de hecho, ya no está siendo así– y ello sin tener que acudir a shocks aceleradores como el apocalipsis climático, nuevas guerras o pestes.     

La combinación de un mundo fragmentado con un mundo en retroceso demográfico que no es uniforme por áreas geográficas[4] y plantea delicados problemas de teoría de juegos: ¿habrá alguien que tratará de aprovechar la debilidad de los “rivales” antes de que la suya propia lo condene al declive? ¿Qué incentivos e instituciones existirán para evitar esta potencial confrontación?

La guerra en Ucrania –una violación cruel, ilegítima e injustificada– de la soberanía nacional adquiere desde esta perspectiva –decididamente un “cisne negro”– una nueva perspectiva a lo que hoy entendemos que es básicamente un enfrentamiento entre las Democracias y las Autocracias.

No es un debate novedoso, pero sí reciente porque la democracia en el mundo apenas tiene 200 años en el mejor de los casos. Hasta 1850, solo un 10% de los países tenían sistemas democráticos. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el porcentaje subió al 45% para desplomarse después y comenzar a remontar muy gradualmente. Hoy, el 60% de los países tienen instituciones que de una forma u otra se pueden considerar democráticas.

Pero la democracia en el mundo –o al menos la calidad de la democracia del mundo– está en retroceso. Menos de 1.000 millones de personas viven en democracias liberales y otros 1.500 millones en democracias electorales. Y hay 3.500 millones de personas que viven en autocracias electorales y otros 2.000 millones en autocracias absolutas. La ratio es 1/3 vs 2/3.  

Hasta ahora, los economistas habíamos juzgado ese debate entre autocracias y democracias, casi exclusivamente en términos de eficiencia: ¿qué sistema resolvía mejor los dilemas económicos y sociales?

Después de Ucrania, seguir enmarcando el debate solo en términos de eficiencia es moral, económica y políticamente profundamente erróneo.

Nada justifica el sacrificio de las libertades fundamentales o de los derechos humanos.

Pero es que, además, en una época de incertidumbre radical, no hay ningún régimen que sea capaz de garantizar que tiene la capacidad real de resolver todos los problemas posibles, incluso los no esperados, en todo momento y circunstancia.

Esa “capacidad del Estado” no se genera por la naturaleza del régimen, sino invirtiendo, analizando y aprendiendo de los errores, algo que es más probable que suceda en una democracia que en una autocracia en la que la falta de libertades y la ausencia de crítica hacen muy infrecuente que se saque provecho de las lecciones aprendidas.

Un último comentario respecto al debate entre autocracia y democracia.

Si me preguntan cuál es el mayor riesgo para nuestras democracias liberales, aparte de generalidades sobre los riesgos de los nacionalismos y los populismos, mi respuesta es clara: no es Rusia, no es China, sino que Trump, o el “trumpismo”, vuelva a ganar las elecciones en Estados Unidos. Un deterioro de la democracia en Estados Unidos es lo más peligroso que le puede pasar al mundo en los próximos cinco años.

5.      Economía, shocks e instituciones

Saltemos a la economía

Yo estoy convencido que vamos a tener una desaceleración del crecimiento y una resistencia a la baja de la muy elevada inflación que hoy padecemos. No es que vayamos a tener una contracción del PIB mundial –no es al menos mi escenario central, más bien algo en torno al 2,5%– y no inflaciones del 7%, sino más bien, y muy rápidamente, de inflaciones en torno al 4%-5%. Llevarla al 2% será mucho más costoso. Se trata pues de una situación económica compleja, pero ni inédita, ni apocalíptica. Al menos, por el momento.

Cuando se concentra la atención en Europa la discusión converge en dos temas: instituciones y energía.

Una gran parte del problema económico europeo es muy obvio: el 20% de la electricidad europea se genera con gas, el 40% de ese gas viene de Rusia y, en los últimos cuatro meses, el precio se triplicó. Ese es el dato macro.

Pero lo que es mucho más difícil de colocar en la agenda política es que, hagan lo que hagan los políticos, Europa ya ha hecho una transferencia de recursos al exterior de aproximadamente el 7% de su PIB.

Esta es la esencia de la crisis energética de la guerra en Ucrania.

Podemos discutir cómo se paga, quién lo paga, cómo lo solucionas y cómo, políticamente, lo explicas a tus sociedades, pero hablamos de un sustancial empobrecimiento de Europa y de sus sociedades, y cualquier intento de que ese empobrecimiento no se “vea” o se puede recuperar en un año…  suena poco creíble.

De esta crisis solo se puede salir gradualmente. En 2-3 años.

Se puede hacer dejando que sea el mercado quien haga los ajustes o guiándolo con políticas como los Next Generations o con Pactos de Rentas. Eso son opciones legítimas. Lo que no es racional es cerrar los ojos ante el problema de fondo: somos más pobres.

Además del impacto cuantitativo, hay una dimensión cualitativa.

Uno de los mayores costes de esta crisis energética en Europa es la idea de que los alemanes saben más que nosotros y que siempre saben lo que hacen. En esta ocasión, no es verdad y el mundo se ha percatado.

Estamos donde estamos por Putin, pero también porque Merkel, la canciller, apostó durante 15 años a la política de apaciguamiento comercial con Rusia, con el gas ruso como gran apuesta, y a cerrar las centrales nucleares alemanas.

La geoestrategia alemana ha salido mal y las externalidades negativas del error desbordan a Europa y al mundo. Un parón de Alemania –Alemania tiene para Europa el mismo peso que para América Latina tiene Brasil, más Colombia, más Perú, más Argentina, más Chile– significa, sencillamente, que el crecimiento de Europa se resiente y que su institucionalidad –el proyecto europeo– cruje.

Porque el debate europeo sobre el shock energético ha ido moviéndose en los últimos tiempos.

Primero fue un debate nacional; luego fue evidente que era un problema europeo, aunque se abordaba no con soluciones europeas sino con iniciativas nacionales “autorizadas” por la Comisión y el Consejo. Como era de esperar, esta descentralización[5] ha dado lugar a una significativa descoordinación e ineficacia y, lo que es más grave, a crecientes suspicacias y roces entre los socios europeos. Miren el estado de las relaciones franco-alemanas.

Aún hay otro impacto colateral:  en una “economía de guerra” –que viene después de una economía de pandemia– se ha producido una proliferación de mecanismos de intervención en los mercados que hace un año hubieran sido impensables.

Europa tiene hoy subsidios diversos que pueden llegar, como en Alemania, hasta el 3% del PIB este año o el 1% en España. La variedad es amplia: subvenciones, techos de precios, rebajas impositivas, impuestos sobre los windfall profits… El catálogo es muy variado e imaginativo.

Del neoliberalismo y los mercados salvajes hemos transitado, sin solución de continuidad, a mercados en los cuales la intervención del Estado es predominante.

El debate entre mercados y Estados, que en esta parte del mundo creíamos definitivamente enterrado, ha resucitado y, como los muertos del Tenorio, goza de muy buena salud. Y esto va a ocupar gran parte de los debates políticos.

Con todo, más graves es que si las iniciativas nacionales no se coordinan, aparte de ser ineficaces en el medio plazo, terminarán debilitando las instituciones comunitarias y la capacidad de las instituciones comunitarias para conciliar intereses diversos en una unión monetaria como la que tenemos.

Ahí hay dos temas que me parecen relevantes.

Por una parte, la elevada deuda pública, en parte un legado de la crisis del COVID-19, y las reducciones tácticas de impuestos que comienzan a generar en los mercados, recordando la crisis del 2012, una pregunta: ¿y ahora qué va a hacer el Banco Central Europeo?

La combinación de un deterioro fiscal con tasas de inflación elevadas como las que tenemos va a poner al Banco Europeo en la tesitura de demostrar que no hay fiscal dominance en su comportamiento. Solo así será capaz de mantener su credibilidad y reputación antiinflacionista.

Será un tema muy complejo de manejar, sobre todo porque la subida de tipos también tiene repercusiones sobre la estabilidad financiera. Tipos más altos no solo suponen menos demanda agregada e hipotecas más escasas y caras, sino también problemas potenciales de impagos que afecten a la liquidez o incluso la solvencia de los bancos, o descalces de liquidez y riesgo en las instituciones que operan en los mercados de derivados.

La experiencia vivida en el Reino Unido hace unas semanas es un buen ejemplo de cómo una “normalización” monetaria puede poner en marcha un proceso de ventas de activos financieros en lugares tan supuestamente seguros como los fondos de pensiones. También de lo estrechos que pueden ser los márgenes de maniobra de un banco central para volver a la normalidad sin poner en riesgo la estabilidad de su sistema financiero. La rectificación del Banco de Inglaterra en apenas 48 horas de su política de reducción de balance es un buen ejemplo de que se puede llegar a la fiscal dominance a través de la necesidad de preservar la estabilidad del sistema financiero europeo.

Y a eso hay que añadirle que el Banco Central Europeo enfrenta la posibilidad de que vuelva a producirse una fragmentación de las primas de riesgo en los países del sur de Europa –que son fundamentalmente Italia, pero también España, Portugal en menor medida; Grecia está en un régimen especial– que dificulte la transmisión de la política monetaria y ponga en riesgo la estabilidad de un Unión Monetaria que carece todavía de una Unión Bancaria, una unión de los mercados de capitales y que choca una y otra vez con la ausencia de una política presupuestaria y fiscal europea.

6.      América Latina      

¿Qué hace América Latina en este mundo?

Me he pasado 30 años intentando explicar América Latina a los europeos e intentando que los europeos se interesen por Latinoamérica.

Déjenme decir dos cosas.

La primera es que no voy a seguir haciéndolo. No merece la pena. Los europeos nunca van a invertir en América Latina el tiempo necesario para entender lo que le ocurre al continente.

Pero hay un camino alternativo: convencerles de que Latinoamérica tiene ideas, personas y experiencias que les pueden ayudar a resolver los problemas globales que a ellos les afectan.

La forma es sentarse delante de la comisaria Europea de Energía y decirle ¿y usted realmente me va a hablar de descarbonización sin hablarme del Amazonas? ¿Usted me va a hablar de descarbonización sin hablar de agricultura, de agricultura sostenible? ¿Usted puede hablar de cambio climático sin hablarme de dónde están las reservas de agua? ¿Me va a hablar de electrificación sin hablarme del cobre, del litio…?

América Latina es demasiado compleja y variada para que nos entiendan. Nunca lo van a hacer.

Pero comprenderán muy fácilmente que nuestra ventaja comparativa es que tenemos el conocimiento, la experiencia, la tecnología y los recursos para ayudar a que se encuentren soluciones para los problemas de la agenda global.

América Latina tiene tecnologías más adaptadas, por ejemplo, en producción eléctrica, de lo que la gente sospecha.

Y las ideas las tenemos, porque hemos vivido problemas que en Europa son totalmente ajenos.

Trabajé durante 17 años en el Banco Santander, como Chief Economist para América Latina. En 2008, cuando estallo la Gran Recesión, el presidente Emilio Botín nos llamó a un grupo de gente y nos dijo ¿qué es lo que hay que hacer?

Algunos dijimos que lo realmente crítico era traer a ejecutivos que supieran gestionar crisis financieras. En Europa no existían. Ninguno de los directivos de los bancos europeos había vivido una crisis del calibre de la que teníamos encima. Eran brillantes ejecutivos, listos y muy profesionales, entre los 35 y los 55 años, curtidos en miles de batallas, pero jamás habían enfrentado el colapso de los balances, una corrida bancaria o una hiper devaluación.

Botín no dudó un segundo “tenéis razón. Pero ¿dónde están esos ejecutivos?”: La respuesta fue contundente: “En el banco. En nuestras subsidiarias y filiales de Argentina, Chile, México o Brasil. Llevan toda la vida haciendo lo que ahora los europeos van a tener que aprender a las prisas.”

El resultado fue que la Tesorería Global del Banco Santander acabó dirigida por latinoamericanos y con alrededor de un tercio de su plantilla cubierta por profesionales de América Latina.

Cuando en 2012 la crisis llego a España –el estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis del euro– el banco con menor exposición a riesgo de moneda y a riesgo de liquidez, era el Banco Santander.

Mi moraleja: ideas. Buenas ideas, hay. Lo que falta es la capacidad de persuadir a la audiencia global para que nos escuche.

No van a venir a Buenos Aires o a São Paulo o al DF a preguntarnos.

Somos nosotros los que tenemos que ir a Bruselas, Londres, París o Roma y contárselas. Para la región es más importante integrarse en la conversación global que aumentar dos o tres puntos su ratio de exportaciones sobre el PIB o conseguir 5.000 millones de dólares más en IED.

La intelligentsia de América Latina no está en Europa y eso es un enorme hándicap.

Para volver a poner a la región en el mapa es imprescindible que los análisis, los datos, los estudios académicos y las experiencias de la región se conozcan aquí. En Europa. Tenemos mucho que contar sobre temas como cambio climático, ataques a la democracia, agricultura, agua o sobre educación y tecnología…

Ese es el camino para América Latina.

Yo no me enredaría mucho: además de los recursos naturales, tenemos algo que contar: las ideas y nuestras experiencias.

Y a muchos les pueden venir muy bien. Por ejemplo, a Liz Truss le hubiera ayudado a prolongar su carrera política saber aquello de “les hablé con el corazón y me respondieron con la cartera.”

Cierre

La guerra en Ucrania ha mostrado la fragilidad del orden internacional.

Si bien la contundente respuesta de las democracias liberales a la ilegitima y cruel invasión de Rusia de un país soberano ha evidenciado el compromiso de un amplio número de países con una visión del mundo en el que prevalecen la ley y las instituciones internacionales, el rechazo de otros y la indecisión de una treintena de países, que conjuntamente representan la mitad del PIB y dos terceras partes de la población  mundiales, han mostrado que no existe una visión compartida ni sobre los principios ni sobre la mejor forma de proteger la soberanía de los países.

Algunos disienten porque consideran que la reacción “occidental” es un episodio más de un enfrentamiento geopolítico entre bloques del que ellos no son protagonistas, otros porque no comparten plenamente los valores e instituciones que se aduce estar defendiendo y, aun otros, porque entienden que la defensa de sus intereses nacionales está mejor servida si no se significan. Sea cual sea la razón, el resultado es que lasdemocracias liberales están comprobando lo difícil que es ganar apoyos. O, en realidad, imponer su visión del mundo.

Un “orden internacional” es, de una u otra forma, una combinación de tres ingredientes: intereses, instituciones y valores.

A veces los intereses predominan sobre las instituciones o los valores y generan lo que unos consideran excepciones y otros, hipocresía que crea resentimientos. En otras, los valores se imponen a los intereses y a las instituciones. El orden internacional no es un algoritmo, sino el resultado de la política, de la economía, de la geopolítica.

Claramente hoy estamos en un equilibrio –más bien, un desequilibrio – inestable.

Más pronto que tarde, nos desplazaremos hacia otra forma de coexistencia en la que intereses, instituciones y valores se definirán y combinarán de forma alternativa a lo que hemos conocido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Sustituir para su diseño a los economistas por los geoestrategas no es un cambio banal. Desde Adam Smith y David Ricardo los economistas ven las relaciones internacionales como un juego de suma positiva en el que todos pueden ganar. Por el contrario, la geopolítica es un juego de suma cero: el poder que uno gana es a costa de los demás.

Seria necio olvidar que el mundo predecible de las reglas se esfuma cuando topa con las necesidades de la política doméstica, pero no estaría de más recalcular los costes que para la mayoría de la humanidad tendría una re-balcanización económica del mundo. O la capacidad que realmente en ese mundo tendríamos para solucionar problemas globales tan existenciales como el cambio climático o la salud global.    

En definitiva, estamos ante un mundo complicado. Un mundo que va a seguir las fases de un proceso de duelo; la primera fase es la negación de lo que te está pasando. Después de la negación, llega la furia, el enfado. Eso es lo que va a vivir Europa durante los próximos seis o nueve meses. El enfado. Y después viene, digamos, la aceptación de lo que tiene que ocurrir. Y en esas estamos hoy: transitando de la negación al enfado… pero ya con la vista puesta en la aceptación. Así somos. Muchas gracias por su atención.

[1] Robert J. Gordon, The Rise and Fall of American Growth. The U.S. Standard of Living since the Civil War, Princeton, Princeton University Press, 2016.

[2] IMF WEO Dataset. En 1980, la población mundial de los 192 países de la muestra que cubre el IMF era de 3.992 millones de personas y en 2022 de 7.719 millones.

[3] La mitad de la población mundial vive en 10 países: China, India, Estados Unidos, Indonesia, Pakistán, Nigeria, Brasil, Bangladesh, Rusia y México.  

[4] El 56% de los 400 millones de habitantes en los que crecerá el mundo entre 2022-2027 lo hacen 10 países, entre los que hay cuatro asiáticos –India, Pakistán, Indonesia y Bangladesh– cinco africanos –Nigeria, Congo, Egipto, Tanzania y Etiopía– y un latinoamericano, Brasil.       

[5] Por ejemplo, las medidas de almacenamiento forzoso que se adoptaron, lo que han hecho es que todos los europeos hayan competido por el gas que llegaba, para tener cuanto antes sus depósitos llenos, en lugar de idear un mecanismo como el que se hizo con las vacunas, en el que había un organismo centralizador que compraba y distribuía y que hubiera sido mucho más eficiente.

Imagen: Sede del Vicerrectorado del Campus Universitario de Albacete, Universidad de Castilla-La Mancha. Foto: Siempremolinicos (Wikimedia Commons / CC BY-SA 3.0).
Autor: José Juan RuizLa entrada Intervención de José Juan Ruiz en la Academia de las Ciencias de Castilla La Mancha se publicó primero en Real Instituto Elcano.



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