¿Chile requiere un Fiscal Nacional con un «millón de amigos»? Un contrasentido para los tiempos difíciles que se vienen



En medio de la peor crisis de seguridad en la historia del país, según el diagnóstico dado por las propias autoridades de gobierno, el Ministerio Público ha estado acéfalo de Fiscal Nacional titular por más de tres meses. Lo ocurrido en este ámbito, hasta ahora, ha sido una mala noticia para la salud de la República, debido al vacío de procedimientos que permitan acompasar el accionar de los tres Poderes del Estado intervinientes, que permitan escoger al candidato más idóneo, y realmente le otorguen legitimidad al designado. 
Esta cabildeada elección de la cabeza del sistema de persecución penal se hace sin convicción ni consenso sobre qué se quiere y cuál es el perfil necesario del candidato. ¿Cuál es la política criminológica del Estado de Chile?, cuáles deben ser sus prioridades y cuáles sus enfoques de persecución, sobre todo para los tiempos aún más difíciles que vienen? 
La matriz criminológica del Estado de Chile está bajo amenaza. No solo por problemas de corrupción y crimen organizado, sino por descuido y falta de criterios profesionales para calificar y designar a sus altos cargos en materia de seguridad. Uno de ellos, ciertamente clave, es el Fiscal Nacional.
Los decisores, principalmente el Gobierno y los senadores, parecen pretender que el candidato elegido marque y delimite, por un largo lapso de 8 años, la pauta persecutoria penal, como si el acto de nombramiento consistiera en entregar una patente de gestión penal -posiblemente con condiciones restrictivas de ejercicio- y no investir un alto cargo con un mandato constitucional autónomo fundamental para el Estado de Derecho y la igualdad ante la Ley.
Se corre el riesgo que cualquier Fiscal Nacional que se designe, por las ambigüedades expuestas, llegue condicionado a no iniciar persecución penal contra los poderes económicos o políticos constituidos, aunque delincan; quedarse con las limitaciones de investigación de corrupción corporativa como ocurrió con el financiamiento ilegal de la política; o enfocarse a una persecución criminal solo de delitos violentos que, aunque urgente y necesaria, no califica sola para estabilizar la seguridad del país. 
Los riesgos mencionados se vuelven aún mayores si se elige a un activo y conocido litigante, querido por demasiados actores del sistema, que ha sido socio o empleado o asesor de empresarios, ministros y senadores, que incluso ha compartido oficina con abogados vinculados al blanqueo de capitales, que ha sido por dos décadas abogado de estafadores, de violadores y abusadores de mujeres, de coludidos para engañar a los consumidores, de defraudadores del Fisco, y un largo etc. Este es el caso del candidato a Fiscal Nacional Ángel Valencia Vásquez. 
Es legítimo ser abogado, incluso de delincuentes, quienes obviamente tienen derecho a la defensa, pero no es razonable ni legítimo cruzar la vereda para ocupar el más alto cargo en la institución que –justamente- investiga y persigue los delitos y a los delincuentes. Como dice el refrán, “pastelero a sus pasteles”. 
En ningún país civilizado llegaría a la cúspide de la persecución penal un abogado litigante del perfil del abogado Ángel Valencia Vásquez, con cientos de amigos y demasiados clientes poderosos, de todo tipo, algo así como si en España designaran al abogado de Luis Bárcenas, o al abogado defensor del caso GAL, o en USA lo hicieren con el abogado que defendió al estafador Bernard Madoff. 
Y no se trata de pretender que se elija a un santón para el cargo, sino que se trata que el nuevo Fiscal Nacional sea una persona idónea para ejercer sus importantes y difíciles funciones, con la menor cantidad de conflictos de intereses posible, cosa que no sea, eventualmente, un obstáculo para que en Chile la persecución penal opere por igual para todos, sin generar dos justicias, sin especial protección o impunidad para los poderosos. 
La Política de Estado en materia de persecución penal, y quienes la deciden, tienen que estar bajo la atención del interés ciudadano. La probidad, la coherencia y la ética de servicio público es un valor a rescatar en momentos difíciles para el país, y no se traza con una calculadora en mano sino con el manual de la responsabilidad política.



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