Palabras sin alas: 80 años de exilio


Decía Pablo Neruda, haciendo alusión al Winnipeg, que las palabras tienen alas o no las tienen. El nombre del barco que trajo a más de dos mil doscientos exiliados hace ya 80 años a Chile, pertenece a las primeras. El viejo carguero tuvo el impulso suficiente para poder sacar de la España franquista y de los campos de concentración franceses a un importante número de refugiados y sus familias que temían por sus vidas y por su integridad si continuaban en Europa. No fueron estos los únicos españoles que escaparon de las represalias franquistas. Se calcula que fueron unas 400.000 personas las que salieron con rumbo a Chile, Argentina, México, Venezuela, Santo Domingo, Orán o Marruecos a bordo de barcos como el Nyassa, Ipanema, Mexique, Sinaia, Flandre, Mendoza, Alsina, Stanbrook y muchos más.
El impulso que hizo posible que realizaran su periplo vino de la colaboración de muchas personas, encabezadas, en el caso del Winnipeg, por Neruda y Delia del Carril, y secundadas por el apoyo de agrupaciones como la de los cuáqueros, que recibieron algunos años después el Premio Nobel de la Paz por su labor humanitaria en esta y otras acciones. Entre los diplomáticos latinoamericanos que ayudaron a estos refugiados y apoyaron al Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) organizado por el gobierno de la República Española en Francia, destacan también los mexicanos Narciso Bassols y Gilberto Bosques.
No vamos a insistir en el esfuerzo realizado por los exiliados por estar a la altura de este apoyo y por corresponder a las personas y los países que los habían acogido con tanta generosidad. Son innumerables las referencias que podemos hacer a la retribución que hicieron después en las muy diversas ocupaciones en las que se insertaron en los países de acogida, tanto ellos como sus descendientes. Por poner un ejemplo, de entre los más jóvenes destacan dos figuras de las artes plásticas como son Roser Bru o José Balmes, que llegaron siendo aún niños a Chile y que durante la travesía organizaron cursos para enseñar a los más pequeños. Fueron muchas las actividades didácticas emprendidas por los refugiados en estos barcos y no es de extrañar, pues provenían muchos de la Educación Libre de Enseñanza, como es el caso de Mercedes Bru, quien llegó a dar clases de danza a bordo del Winnipeg.
Es duro pensar en los niños del exilio. Evidentemente, no todos lograron adaptarse a las circunstancias. Fueron muchos los que lo pasaron mal. Entre ellos, los conocidos como los Niños de Morelia, por el nombre de la ciudad mexicana que les dio cobijo. Ellos conformaron una de las primeras expediciones que salió de España. Fueron más de cuatrocientos los menores que embarcaron en 1937 en el Mexique y su experiencia fue bastante traumática, entre otras cosas porque viajaron solos, sin sus padres, añadiendo un pesar más al dolor de verse expulsados de sus lugares de origen.
Como decía Neruda, hay palabras que no tienen alas. Y una de ellas es exilio. Porque el exilio pesa y ancla el corazón en el pasado y en un futuro que nunca se hace tangible y que impide a las personas continuar con su vida, sus sueños y sus proyectos. Es por ello que ocasiones como esta en la que conmemoramos los 80 años de la llegada del Winnipeg a Chile nos deben ayudar a reconsiderar nuestra actitud hacia migrantes y exiliados de todo signo y decidir si queremos ser parte del lastre o del soplo de aire que les impulse a seguir adelante.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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