La miseria del populismo (II)


Siguiendo el planteamiento de nuestra columna anterior (La miseria del populismo I, domingo 18 de agosto de 2019), existe una tendencia a confundir la mera radicalización de las ideas con el fenómeno del populismo. Con ello, se confunde también al centro político –o a “los centros”, mejor dicho– con sinónimos de “moderación” o “inmovilidad”. La centroizquierda y la centroderecha, es decir, los sectores más representativos del liberalismo político, no pueden ser los meros guardianes o garantes del status quo. En ciertas ocasiones el poder político debe poner en marcha algunas medidas excepcionales que sean realmente transformadoras, tales como, por ejemplo, la reestructuración de ciertos sistemas de seguridad social, o la modificación profunda de los esquemas impositivos, o algunas acciones específicas para evitar la inmigración irregular, entre otras. En buena medida es una responsabilidad política de los centros evitar el estallido del populismo. Y eso claramente no se logra a través del inmovilismo o manteniendo a rajatablas el estado actual de cosas.
Lo anterior adquiere una mayor importancia cuando se comprende que el populismo se alimenta, precisamente, del anquilosamiento y de la descomposición de las instituciones sociales y políticas. De modo similar a como sucede con toda estructura física, las instituciones también están sujetas al deterioro con el paso del tiempo. Para evitar que esto suceda, el liberalismo debe estar siempre en proceso de observación y renovación de dichas estructuras. Karl Popper explicó esta situación con mucha claridad: para que la sociedad abierta sea capaz de enfrentar los desafíos que imponen los siempre nuevos tiempos, el cambio social debe ser estable y permanente, pero debe producirse de forma paulatina y fragmentaria.
El verdadero progreso social sólo puede ser alcanzado paulatinamente, y debe estar, además, siempre sujeto a la contrastación empírica de los resultados que se producen, ya sean éstos fruto de un desarrollo social espontáneo o de la legislación positiva. En efecto, para que estos cambios surtan un efecto real en el mediano y largo plazo, ellos deben ser sometidos permanentemente a un análisis de prueba y error. Nadie tiene la clave para el avance social infalible. La tentación populista de acceder, mediante un atajo o camino corto, a unos supuestos estados sociales de plenitud, siempre hará que el líder populista se acerque a una propuesta de desarrollo diametralmente opuesta a ésta: la ingeniería social utópica, es decir, el cambio brusco, rápido, y ojalá total, de las instituciones sociales. El populista busca resolver todos los problemas “ya”, de una vez y para siempre, pero para ello requiere de una autoridad política que el sistema democrático no es capaz de concederle. Entonces, el propio sistema político aparece como el problema. Así, el populista se encuentra sólo a unos cuantos pasos de la dictadura. No es casual que la experiencia de la humanidad abrazando esta forma de ingeniería social haya sido la que causó, entre el fascismo y el comunismo, más de cien millones de muertes durante el siglo pasado.
Pero este progreso social fragmentario, que es opuesto al utópico ofrecido por el populista, tampoco debe ser confundido con un cierto progresismo ingenuo que cae en el error lógico de suponer que todo cambio social es, por sí mismo, “bueno”. No todo cambio implica necesariamente avance, también puede haber retroceso. Esta forma de credo historicista en el avance social indefinido ha decantado últimamente en una forma de progresismo identitario, esto es, un progresismo que promueve la acción política realzando ciertas identidades de grupos específicos, y que, tal como el populismo, despierta las pulsiones tribales del clan al que se pertenece. Con ello, se rompe con la idea moderna e ilustrada de universalidad y se retorna a una forma de demanda colectivista en donde la persona pierde su identidad individual a manos del colectivo con el que se identifica. El mito del progreso social indefinido, e identitario, está a un paso del populismo y, lo que es peor, sólo a unos cuantos pasos de la tiranía –si acaso esa doctrina se combina con una coacción estatal que sintetice este progresismo en una forma de ingeniería social utópica.
En la derecha, en cambio, uno de los rasgos específicos que adquiere el conservadurismo bajo la lógica populista es el autoritarismo moral. El líder populista introduce el discurso moral y religioso en la esfera política para utilizarlo como un eficaz instrumento de manipulación de las pulsiones colectivistas. Ciertos sectores de la población que profesan algún credo cristiano están especialmente expuestos a esta coacción populista. En este sentido, es fundamental separar claramente esta forma de conservadurismo populista y autoritario, de su versión tradicional o clásica. El conservador clásico defiende la responsabilidad individual, la propiedad privada, una intervención estatal limitada y el mantenimiento de las instituciones sociales tradicionales, mientras que el conservador autoritario busca utilizar el poder estatal para establecer coactivamente la dirección moral de la comunidad. Un claro ejemplo de estas diferencias es el reciente, e inaudito, llamado a una suerte de “toque de queda” juvenil, mediante el cual un cierto conservadurismo autoritario buscaba anular de facto, y por medio de coerción estatal, la autoridad y la responsabilidad paterna sobre los hijos y sus horarios. Un asunto que a los ojos de todo conservador clásico debería representar una inaceptable interferencia del poder político sobre la institucionalidad de la familia tradicional y la figura del pater familias, sin embargo, fue celebrado por los conservadores autoritarios.
En cuanto a las estrategias discursivas que utiliza hoy el populismo, éstas se han visto modificadas y amplificadas por el predominio de las redes sociales frente a otros medios de comunicación. La hiperconexión actual promueve la difusión de ideas simples y rudimentarias. Para lograr sobresalir entre ese mar de información disponible, el líder populista necesita hacer ruido, necesita obtener numerosos “me gusta” y “retuit” de manera rápida y sencilla, y para eso utiliza básicamente dos estrategias: la primera es usar una forma de comunicación espectacular, efectista, hacer de la política un espectáculo de masas, una suerte de reality show; y la segunda, es hablarle permanentemente a su nicho más duro de votantes, a su base. Basta conectar con ellos para comenzar a sobresalir en las redes. En este afán de exposición mediática, el político populista busca otras veces asemejarse a héroes de caricatura –especialmente el líder de derechas– y mostrar así una imagen que le permita alardear de su “dureza”, o de su lenguaje “sin filtro”. Esto cumple dos funciones fundamentales: por una parte ayuda al populista a empinarse rápidamente en los comentarios de las redes sociales, y por otra, le permite infantilizar a sus votantes, retrotrayéndolos a un estado pueril en el cual las pulsiones tribales se desatan sin la contención propia de la adultez.
Otra estrategia digna de comentar es la de un cierto populismo soft, es decir, aquella forma de populismo que muta de caras ideológicas dependiendo de las circunstancias. En este caso, el líder populista parece no tener ideología política, pero en realidad ésta se encuentra siempre tras una pantalla, en apariencia puramente pragmática. Así, hay populistas que gustan hacer creer a la gente que lo que se necesita en sus comunidades son una disquera, un matinal o una playa de arena municipal. Una de las características específicas de este tipo de populismo es que parece haber dejado atrás las formas violentas o autoritarias. Este modelo de líder populista no es precisamente un sujeto revolucionario. Sin embargo, hasta qué punto llega el minado y la descomposición de la institucionalidad social y política bajo su mandato, nunca se sabe con exactitud, parece inofensivo, pero en realidad puede llegar a ser altamente destructivo.
La miseria del populismo consiste precisamente en esto: mientras su promesa es la de producir grandes cambios sociales, no es capaz de generar más que un efímero bienestar social a costas de un “sobregiro” de la institucionalidad. Pero no todo está perdido. El rearme de una coalición de centroizquierda socialdemócrata como el que está aconteciendo hoy en Chile es auspicioso. Es de esperar que se produzca, también, la consolidación de una centroderecha institucional, en donde la tentación populista –a la que nunca se puede ser completamente inmune– se encuentre bajo un férreo control. Pero, tal vez, lo más importante para lograr todo esto sea la necesidad de realzar el sentido de responsabilidad política, sentido que las élites tienden a olvidar cuando no están en el poder o temen perderlo. La derecha chilena y sus líderes enfrentarán muy pronto esta prueba de su responsabilidad; esa prueba que, lamentablemente, la Concertación no logró en su momento superar, ¿será distinta esta vez la historia?
 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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