Ucrania y el ojo de Polifemo



Ryszard Kapuscinski, ícono del periodismo moderno, inicia su libro “El Imperio” con varios epígrafes, que le sirven para proyectar un perfil de Rusia, y encender la luz justo allí, donde la historia solo parece tener oscuridad. Dos de ellos, sutilmente, nos llevan a la profundidad real de la tragedia de Ucrania. Uno, de Vasili Grossman, gran escritor ruso, dice “Rusia ha visto mucho a lo largo de sus mil años de historia. Hay una cosa que Rusia no ha visto jamás en esos mil años: la libertad”. El otro, de Simone Weil, filósofa y feminista francesa, que dice: “El presente es lo que nos une. El futuro nos lo creamos en la imaginación. Solo el pasado es la pura realidad”. Nada de lo que vemos en Ucrania hoy se explica solo por la megalomanía de un tirano. Lo que ocurre tiene raíces profundas de historia y cultura en un territorio donde la humanidad parece invisible.
El libro de Kapuscinski anticipa en décadas (es de 1993) lo que la opinión pública en Occidente se niega a considerar. Que la barbarie de los gobernantes rusos en Ucrania y la crueldad de su ejercicio del poder político, tiene historia más allá incluso del comunismo o de la época soviética, en un territorio sin sociedad civil, y con la invisibilidad práctica de sus seres humanos corrientes, sin derechos, libertades ni bienestar. Simples muñecos entregados a la voluntad de sus tiranos.
En Rusia, antes y ahora, sus habitantes han estado siempre entregados a una administración de khanes, zares o jerarcas comunistas, que los han expropiado, expoliado y trasladados, en oleadas periódicas y sucesivas, a territorios lejanos y ajenos. Para perecer o adaptarse, por representar una amenaza real o imaginada para el poder; para mezclarse unos con otros infelices, perder sus lenguas y culturas, y sobrevivir —muchas veces olvidados— una cotidianeidad precaria que nunca termina, y que los arroja de tiempo en tiempo a las carreteras y caminos en dirección a un hueco de escape hacia ninguna parte.
Los epigrafiados citados al principio, héroes prácticos de la utopía comunista y luego contestatarios al sistema fueron parte de los millones de víctimas que perdieron la fe. Una que en realidad nunca puso existir como esperanza real de una sociedad mejor.  A los pocos años de triunfada la revolución bolchevique la exacerbación criminal de Josif Stalin eliminó a generaciones completas de compañeros de lucha, pobló el vasto territorio de la Unión Soviética de campos de concentración, colectivizó de manera forzada la agricultura del país, y provocando en Ucrania el homolodor —textualmente matar de hambre— el genocidio en el que en pocos años murieran entre 5 y 12 millones de personas de hambre. Nunca se sabrá la cifra exacta.
La idea de imperio siempre se construye juntando muchas cosas de una sociedad, algunas abundantes y otras escasas, pero con una visión fanática o providencial de destino, hasta un punto de fusión en el cual la abundancia de unas compensa la escases de otras. En Rusia fueron el territorio y las personas. Ya desde la época de Bizancio, primero bajo el Rus de Ucrania y luego de Rusia, haciendo en esta última, tanto de su política y habitantes, como de su economía, una experiencia operacional de cada gobernante, en que cada uno se rige por una lógica propia, y es capaz de engullir cualquier catástrofe en la vastedad de ese Imperio. Desde humanas directas hasta ambientales o nucleares como la de Chernobyl.
La guerra actual de Rusia con Ucrania, (antes hubo muchas y en variadas direcciones) en su propio pensamiento militar, Rusia ya la perdió. Aunque gane terreno poco a poco y llegue a dominar todo el territorio. Porque le ha sido imposible obtener su objetivo político de cambiar el gobierno de Ucrania de manera rápida y en una campaña de profundidad, como lo define su arte operacional militar. Este, que constituye su construcción teórica militar principal, heredada de los zares y desarrollada en años de la URSS, ya le fracasó.
Tal vez para entenderlo se deba explicar un poco. Más allá de los aspectos humanitarios, comunicacionales y económicos, el pensamiento militar ruso ha madurado el llamado arte operacional, que es una dimensión intermedia entre la táctica, que sería la batalla, y la estrategia, que sería el curso final de una guerra. En su vastedad, ese arte operacional podría asimilarse a una campaña, es decir una sucesión de muchas batallas pero que no define el campo estratégico global. En palabras de Valery Gerasimov, el más influyente pensador militar ruso de los últimos años, es una situación compleja con lógica propia, que tiene objetivos políticos parciales, y que para conseguirlos obliga a una combinación de muchas acciones, militares y no militares. Esa combinación va desde acciones militares propiamente tales, de información e inteligencia, de guerra cibernética, agitación social, terrorismo, bloqueo comercial, hasta acciones diplomáticas. Todas juntas crean un “estado de incertidumbre y de fricción”, para usar conceptos de Clausewitz, en una dimensión tiempo-espacio que le es propio y que se asume como guerras híbridas. Las acciones militares tienen una característica fundamental del arte operacional y es que son “en profundidad”, rápidas y envolventes y se han ido perfeccionando en su prefiguración, y solo excluyen expresamente el uso de poder nuclear.
En Ucrania, aunque el tiempo relativo debe considerarse en mayor extensión, el impacto económico externo (economía globalizada) y cultural (sociedad digital) ha adquirido un peso político mayor al previsto. El objetivo político, a su vez, la caída del gobierno y la instalación de un estatus neutral de Ucraniano se ha producido, y al revés, la táctica ucraniana de elegir pelear en las ciudades, aumenta el impacto medial y el peso de la opinión pública global, obligando a Rusia a asumir blancos civiles y aumentar la amenaza.
En la historia de Rusia eso no es problema, dada su capacidad de absorción de las tragedias mediante un férreo control de su población, pero la información global fluye hoy de manera diversa, y abre perspectivas de crítica y fisuras en la cohesión del miedo, que no se puede controlar como antaño. A su vez, las elites globalizadas que lo acompañan empiezan a ser amenazadas en sus fortunas. Y falta la plata. Ha quedado en evidencia una economía pobre.
Lentamente, cada día que pasa, el beneficio político de seguridad frente a la OTAN que supuestamente se persigue, resulta menos significativo que los costos de alcanzarlo por medio de la guerra, lo que contradice un axioma clásico de ella: si los costos superan las ganancias en términos políticos, la guerra no se gana, se pierde.
Rusia tiene aún los medios de un gran lager en Estado natural, e incluso la creación de corredores humanitarios con destino a territorios que controla, le permitiría volver a la vieja práctica de poblaciones rehenes, tal como ocurrió en el pasado.
Alguien podrá retrucar que es una suposición inmoral, pero no lo es. La historia de la ex Unión Sovietica de la cual Rusia fue el centro y es su heredera, está llena de esos hechos. Nadie pensaría que el Partido Comunista de la URSS entregó refugiados alemanes a la Gesta y esta disidentes a la NKVD luego del pacto de no Agresión y Cooperación entre Hitler y Stalin, en la fase previa de la Segunda Guerra Mundial. Pero sí ocurrió, como muchos otros hechos deleznables que son prácticas históricas que la política del socialismo en un solo país no corrigió.
Por eso, Alemania y Occidente miran con el ojo de Polifemo, pero ya cegado por la billetera, el destino de Ucrania. Solo basta saber después de cuántos muertos operará el acuerdo de paz que deje Crimea en manos de Rusia, genere un estatus de neutralidad en Ucrania, y haya nuevas elecciones y el actual presidente sea elegido casi por aclamación. Sobre la libertad en Rusia, tendrán que pasar, tal vez, otros mil años, como dijo Vasili Grossman. No lo pienso por pesimista, sino por estar de acuerdo con Simone Weil quien dijo “Mi teoría es que una vez que las autoridades temporales y espirituales han decidido que las vidas de ciertas personas carecen de valor, nada es tan natural en el hombre como matar. Tan pronto como los hombres saben que pueden matar sin temor a represalias, empiezan a matar, o al menos, animan a los asesinos con sonrisas de aprobación».

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