Orlando, víctima de las pandillas, busca refugio en México



Para el pandillero que le macheteó la cabeza y la cara y luego le segó los dos brazos, la vida de Orlando apenas valía 7 mil pesos. 
Ese era el dinero que el hondureño de 40 años y padre de tres hijos acababa de sacar del banco y había metido en un sobrecito amarillo. 
No era mucho, pero era parte de los ahorros que aún le restaban de sus seis años tirando asfalto en las carreteras de Miami, Florida, de donde fue deportado en 2019 por el gobierno de Donald Trump. 

A su vuelta a Honduras, Orlando abrió su propia compañía de construcción que, al menos al inicio, marchaba moderadamente bien, hasta que muy pronto, las pandillas, las ‘maras’ que todo lo vigilan, lo pusieron en la mira y comenzó la pesadilla. 
—Mirá vos, allá en mi país, si usted pone un puestecito, de lo que sea, usted tiene que pagar el impuesto a la pandilla. Y a veces ya ellos quieren cobrar más de lo que uno puede ganar —cuenta desde la banca de un albergue para migrantes de la frontera sur mexicana, que pide que no sea identificado por motivos de seguridad. 
Orlando dice que esa mañana fue a sacar algo de los ahorros guardados, para poder afrontar los pagos a la ‘mara’ y continuar al menos un mes más con el negocio abierto. Sin embargo, ya era demasiado tarde: se había retrasado en varios pagos y ese día, a los pocos pasos de salir del banco, en plena calle y a plena luz, un pandillero se le acercó sigilosamente por la espalda y le asestó a traición un primer machetazo seco en la parte de atrás de la cabeza. 

Conmocionado y con la mano tratando de taponar el brote de sangre, se giró para verle la cara al pandillero. 
“¿Por qué me hacés esto?”, dice que alcanzó a preguntarle. 
Como respuesta, otro machetazo le rajó la cara.
Orlando sentía que la vida se escapaba a chorros por la tajada que le corría desde la oreja hasta la comisura del labio, y que le alcanzó parte de la lengua. 
Tirado en el suelo, por instinto, todavía alcanzó a meter ambas manos para tratar de frenar la nueva embestida del pandillero. 
Pero, ante la resistencia, este le agarró el brazo derecho y le asestó otro machetazo que le cercenó la extremidad un palmo por debajo del codo. 
Los alaridos se escuchaban en toda la colonia.
A continuación, sin que nadie en la calle interviniera para prestar auxilio, el pandillero jaló el brazo izquierdo de Orlando y casi a la misma altura se lo segó con la misma facilidad de quien corta la rama delgada de un árbol seco. 
Luego, el ‘marero’ se marchó tranquilamente. 
Inconsciente, Orlando quedó tirado bajo un charco que se agigantaba con cada segundo. 
Junto a él, sus brazos yacían inertes en el suelo.  
Lee: Migrantes venezolanos denuncian deportaciones exprés en la frontera sur de México: “Te ponen a caminar para regresarte”
***
Han pasado dos años desde aquel día, cuenta Orlando, mientras con el muñón del brazo derecho muestra a la cámara la cicatriz que le dejó el machete en la cara, y con el otro muñón se señala la otra herida en la parte de atrás de la cabeza. 
—Me dio sin lástima el maldito —dice masticando la palabra “maldito”—. Porque no solo me quitó las manos, sino que también me quitó mi trabajo, mi forma de ganarme la vida, pues.  
Tras la frase, el hondureño reflexiona en silencio durante unos segundos con la mirada perdida en los recuerdos, hasta que esboza una sonrisa cansada y encoge los hombros para resumir el impacto de lo sucedido aquel día. 
—Me hizo mucho daño —sentencia. 
A continuación, el hombre, que viste una playera deportiva que le queda holgada por la delgadez de su torso y unos pantalones negros, explica que “acostumbrarse a vivir sin manos ha sido muy duro”, aunque en este tiempo se las ha ingeniado para ya no tener que depender de nadie para cuestiones tan básicas como ducharse, comer o ir al baño. Incluso, se maneja con destreza a la hora de manipular con los muñones el celular que ahora se coloca sobre los muslos para buscar en YouTube uno de los videos cristianos que desde que salvó la vida lo acompañan allá donde va.  
—Me machetearon por todas partes —alza los brazos al aire, como si fuera necesario recordar que están amputados—. El pandillero pensaba que ya me había dejado muerto en el suelo, pero no fue así. Dios hizo un milagro con mi vida y aquí estoy. 
Orlando pulsa el play y el video comienza a correr.  
“¿Dónde estás, Señor? ¡Quiero adorarte! —grita un predicador cuya voz sale a gritos del celular—. Sé que llegará ese momento de adorar tu rostro. ¡Adoremos al Rey!”. 

 
Tras la agresión, el hondureño pasó varios meses hospitalizado hasta que, poco a poco, se recuperó de las heridas y pudo ir retomando su vida. 
Sin manos y sin brazos, tuvo que cerrar su pequeña empresa de albañilería y comenzó a vender por las calles tortillas y algo de comida junto a su pareja, pero el dinero que entraba a la casa no alcanzaba para lo básico, ni para alimentar a sus tres hijos. Por si fuera poco, luego de enterarse de que había fallado en su primer intento de matarlo a machetazos, el pandillero volvió a amenazarlo por medio de un mensajero que lo ubicó en la colonia. 
La próxima vez, mandó a decir el ‘marero’, no habría milagro. 
—Cuando me enteré de la amenaza, hablé con mi compañera y decidí venir de migrante otra vez para el norte. Porque si me vuelve a ver, estoy seguro de que ahora sí me mata.
—¿Y no pensaste en denunciarlo con las autoridades de Honduras?
Orlando escruta al periodista con los ojos negros ligeramente entornados, como analizando si la pregunta no es una broma.
—No, cómo crees —responde aguantando la carcajada—. Allá si vos denunciás con la policía, todavía más rápido es que vienen y te tumban los pandilleros—. Nah —niega con la cabeza—. Mejor ya me salí para este lado. Tuve que dejar la casa y la familia atrás. Es muy duro, claro. Pero mejor eso a que te maten —asegura Orlando, que, no obstante, dice que aún no tiene claro si tratará de llegar otra vez a Estados Unidos o si pedirá refugio en México, donde le han dicho que hay organizaciones civiles que prestan ayuda para conseguir unas prótesis. 
No obstante, sea cuál sea la decisión, el migrante dice sentirse feliz, “bendecido” con otra oportunidad que piensa aprovechar a como dé lugar. 
“¡No llores más, hermano!”, continúa gritando el predicador desde el celular, con los brazos abiertos alzados al aire y mirando al cielo. 
“¡Se acabó la soledad y la tristeza!”. 
“¡Porque aquí está el Señor!”.
“¡Adorémoslo!”. 
***
Carlos tiene 23 años y es de Guatemala. Está refugiado en el mismo albergue que Orlando, aunque los dos migrantes no se conocen. Sin embargo, ambos tienen historias muy similares. 
Parado frente a una canchita de cemento donde decenas de niños persiguen un balón, el joven cuenta que hace apenas unos meses, en mayo, salió de la finca bananera donde trabajaba cuando, también de la nada, le salió un pandillero y sin mediar palabra le puso el filo del machete en la yugular cuando apenas le faltaban unas cuadras para llegar a su casa. 
“Te vas a morir, hijoeputa, no me estás pagando”, cuenta que lo amenazó el ‘marero’. 
Carlos, como Orlando, llevaba unas semanas sin pagar los 100 quetzales diarios —unos 200 pesos mexicanos— que la pandilla le exigía como “impuesto” por vivir en la colonia junto a su esposa, donde ella tenía una pequeña tortillería que abría al amanecer y cerraba a las 10:00 de la noche.  
—Había días que sí podía pagar, pero muchos otros no. Y por eso me hicieron esto…
El guatemalteco se levanta la playera que viste y le da la espalda a la cámara. 
Entre el hombro derecho y la costilla, se extiende una cicatriz gruesa de algo más de un palmo de larga. La herida es rosada y contrasta con el tono cobrizo de su cuerpo. Parece aún fresca, reciente. 

Tras el primer tajo, el pandillero volvió a colocar el machete en el cuello de Carlos, que en automático agarró el filo del cuchillo para evitar la tajada mortal. El pandillero le hizo entonces un corte en las manos, tiró el machete y agarró una piedra del suelo con la que le golpeó la cara para tratar de rematarlo.
El guatemalteco saca del pantalón un teléfono celular y comienza a pasar unas fotos en las que se observa que aparece con el rostro ensangrentado, hinchado y con unas aparatosas puntadas arriba de la ceja izquierda y en el labio amoratado.  
—Esa cicatriz fue por la piedra —hace zoom en la fotografía—. Me tiró con dos piedras: una en la ceja y otra en el labio —dice ahora mostrando las cicatrices que quedaron impregnadas para siempre en su rostro de barba escasa—. Yo trataba de contener la sangre, pero se me escurría por la espalda, por la cara… por todas partes. En ese momento, pensé que me moría. 
Después de salvar la vida en un hospital al que todavía llegó por su propio pie, Carlos abandonó a toda prisa la colonia en la que vivía con su esposa y con su bebé. Rentaron un cuarto con los pocos ahorros que tenían y buscaron empezar de nuevo lejos de la ‘mara’, pero la tranquilidad duró poco. 
—A los dos días ya me estaban tocando la puerta del cuarto preguntándome: ¿cuándo nos vas a pagar los días atrasados?
El joven dice que primero pensaron en regresar de nuevo a la colonia. Abrir la tortillería y aceptar trabajar prácticamente para pagar el impuesto a la pandilla. Pero después, tras analizarlo bien, decidieron que aquello no era vida y empacaron las pocas pertenencias que les quedaba para huir sin mirar atrás hacia la frontera con México. 
Acá, comenta ahora con los brazos cruzados y sin dejar de observar a los niños jugar, él, su esposa y su bebé llevan tres meses en espera de una respuesta por parte de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), que se encuentra saturada por la gran cantidad de migrantes venezolanos que en las últimas semanas están arribando a México tras encontrarse repentinamente con las puertas cerradas de EU. 
Por el momento, asegura que se encuentran relativamente bien. Están en un albergue, les dan de comer tres veces al día, y tienen atención médica y psicológica de la organización civil que dirige el refugio. Aunque de puertas para afuera, la violencia de México también los acecha.
—Me han llevado a trabajar a ranchos. Pero tengo mucho miedo, la verdad. Porque he escuchado que acá vienen y preguntan: ¿quién quiere trabajar? Y si dices “yo”, te llevan y ya no vuelves más. Porque acá uno nunca sabe en qué carro se está subiendo. 
En otra ocasión, Carlos cuenta que regresaba precisamente de las instalaciones de la Comar luego de completar unos trámites, cuando al caer la tarde dos tipos se le acercaron en un coche. 
“¡Hey, chavalo! ¿Qué hora tienes?”, le preguntaron. 
Tras responderles que no tenía reloj ni celular encima, los tipos le cerraron el paso y lo invitaron a “pasear” por la ciudad con ellos: “¡Ven, te vamos a dar un refresco!”.
Asustado, el migrante comenzó a correr en dirección al albergue, al que en ese momento vio como un refugio en el sentido más estricto de la palabra. 
—Me asusté mucho —dice con la voz agitada, como si acabara de suceder el evento—. Acá en el albergue me dijeron que esa es una manera de secuestrar a migrantes por acá. 
No obstante, Carlos también admite que, después de su intento de asesinato en Guatemala, quedó “muy traumado” y a veces ve peligros en cualquier esquina. 
—Cada vez que camino siento que alguien viene por detrás con un machete para rematarme. 
Ahora, dice que no sabe muy bien qué va a hacer. Si consigue el ansiado refugio tendría vía libre para transitar con su esposa e hijo por México hasta la frontera norte, a donde podría llegar legalmente en autobús y evitar así a las redes de tráfico de personas, aunque nada, ningún papel, es garantía de que pueda librarse del crimen organizado o de las extorsiones de las autoridades. Y, por otra parte, con el refugio podría intentar establecerse en México e intentar un nuevo comienzo. 
—Yo quisiera irme a trabajar al DF —sonríe entusiasmado con la idea—. He escuchado que allá hay más oportunidades de trabajo que acá, en la frontera, y que allá pagan mejor. Así que, si México nos acepta, quizá acá tengamos un mejor futuro.
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