Visitas ilustres, misiones y la “i” pequeña de innovación



En la década de los 60 del pasado siglo, varios economistas poco ortodoxos preocupados por el ritmo y la dirección de la innovación se plantearon que varias de las herramientas usuales de la economía, como la productividad, en donde el cambio tecnológico es exógeno, no lograban explicar ni la aparición ni el impacto de nuevas tecnologías, sino que los incentivos no monetarios, normativas y de las necesidades de la sociedad tenían también un rol relevante (R. R. Nelson, 1962). Es en ese ámbito que se planteó por primera vez que, debido a la incertidumbre, los agentes económicos no invertían lo suficiente en investigación y por eso el gobierno u otras organizaciones sin fines de lucro debían financiar la investigación (Arrow, 1962), siendo esta la primera razón de las políticas públicas de innovación generalmente aceptada.
Estas ideas fueron parte del nacimiento del enfoque de los sistemas de innovación con sus diferentes variantes –nacionales, sectoriales, regionales, tecnológicos (Carlsson & Stankiewicz, 1991; Dosi et al., 1988; Edquist, 1999; Lundvall, 1997; R. R. Nelson & Winter, 1977)–, los que suponían la combinación del emprendimiento y la destrucción creativa de Schumpeter con el institucionalismo que, en términos muy simples, proponía que las normas e instituciones son relevantes en el proceso de generación, difusión y uso de las innovaciones (Dosi, 1982), en especial cuando se refieren a la interacción entre distintos tipos de actores, como universidades, empresas y el Estado (Etzkowitz & Leydesdorff, 2000).
Es en ese marco en que, en la década de los 80 del siglo XX, comenzaron a discutirse las políticas orientadas a misión, en contraposición a los sistemas que se basaban en la difusión de la tecnología (Ergas, 1987), cuestión que sirvió de base para luego proponer las primeras políticas con ese enfoque en el marco de la Unión Europea (Soete & Arundel, 1993), pero que igual ponían énfasis en la difusión, pues mucho antes de eso el físico Alvin M. Weinberg ya había señalado que las misiones podían entenderse mejor como gran ciencia para grandes problemas (Ergas, 1987).
La idea de que la innovación es un proceso que parte en la investigación, sigue en el desarrollo y termina en el mercado (por simplificarlo, el “I+D+i”) y cuya idea original está probablemente en la posguerra (modelo lineal de ciencia, tecnología e innovación), parece ser parte fundamental de la idea de misiones, por lo menos de la perspectiva que ha tenido más presencia en la prensa por estos días, y esto en parte excluye el concepto de innovación como proceso interactivo. Así como lo excluye el pensar que la “i” chiquitita es producto de las dos anteriores. 
Esta forma de entender las políticas orientadas a misión ha puesto bastante énfasis en los grandes proyectos y su discursividad está asociada íntimamente a la llegada a la Luna. La explosión de naves en directo debería recordarnos que la incertidumbre es diferente al riesgo (que podemos medir) y que, por tanto, grandes apuestas tienen posibilidades de fallar que desconocemos. El fracaso no es solo una cuestión de problemas burocráticos o mala gestión en el Estado o en cualquier organización, es inherente al proceso evolucionario que implica la innovación. Si bien la incertidumbre no es la única razón para tener políticas de innovación, afecta a todas las decisiones que se toman en el proceso de cambio tecnológico. Enfrentarla solo con generar mayores capacidades en el Estado puede rigidizar los sistemas e impedir su evolución. Pero no es solo eso, estos grandes proyectos enfrentan grandes costos de transacción y un riesgo enorme de captura por parte de los incumbentes.
En parte la popularidad de este enfoque parece deberse, por un lado, a que propone un rol más activo del Estado, lo que hace sentido a quienes son menos proclives al mercado en general y que se manifiesta, por ejemplo, en la existencia de laboratorios y empresas estatales, así como en bancos de desarrollo o bancos estatales de inversión (Mazzucato, 2017b, 2022), como Corfo en el caso de  Chile (Griffith-Jones et al., 2018), otra cosa es que tal vez sea necesario discutir cómo mejorarlo sustancialmente para que cumpla esa función. La otra razón parece tener que ver con la legitimidad que da la idea de misión a la actividad académica, apoyándola con reconocimiento por una contribución más explícita a la sociedad y, también, permitiendo aumentar la inversión pública en ciencia, lo que no deja de ser cierto, pues las misiones que han existido desde la década de los 50 han permitido justificar ante la sociedad dicha inversión en investigación académica (Edler et al., 2022).
Con todo, en lo estrictamente operativo, lo que se propone como metodologías son proyectos o programas tecnológicos que no tienen una definición muy detallada ni menos fundamentada. Un caso presentado como ejemplo hace pocos días es el consorcio chileno Alta Ley, iniciativa que está formulada para un sector específico, por lo que en ese plano es una política industrial. La misión propuesta allí tiene una parte formulada en términos de productividad y otra en un mejoramiento de la competitividad de los proveedores. Se trata de una hoja de ruta tecnológica y es bien difícil distinguirla de otras iniciativas de clúster, de la cual es claramente heredera. En esa línea sería bueno que como país discutiéramos sobre la política de clúster que alguna vez implementamos; que la única que sobrevivió esté vinculada a nuestra industria más competitiva no parece casualidad. 
Hay un sesgo muy propio de la economía tradicional, pensar que las instituciones no son parte del juego. La propuesta parece basarse solo en el qué y dejar fuera el cómo y especialmente el quién, por decirlo de algún modo. La necesidad de generar esquemas de gobernanza que definan los desafíos y que puedan implementar, evaluar y gestionar este tipo de políticas es fundamental. En esto hay dos cuestiones fundamentales, perspectiva que los sistemas de innovación han estudiado desde hace años: los problemas de direccionalidad, al ser los actores (el Estado, por ejemplo) incapaces de generar visiones y acciones comunes, y los problemas de reflexividad, que implican poca capacidad para monitorear e involucrar a los diferentes actores.

Soy de los que creen que la innovación es una herramienta muy buena, pero creo que la forma de hacer políticas de innovación es mediante gobernanzas que incluyan a actores no estatales, desde el diseño, pero en forma permanente. Si se quiere usar iniciativas de clúster, parques tecnológicos, proyectos sectoriales, bancos de desarrollo, agencias de innovación o cualquier otra herramienta, dependerá de los objetivos que se tengan, ahí la idea de desafío, propósito o misión es buena, permite alinear voluntades con objetivos compartidos y hacer conversar, por ejemplo, a la industria con la academia. Todo esto siempre pensando que políticas que intentan transformar la sociedad a través promover la innovación y apuntando los esfuerzos a grandes desafíos sociales, como la sustentabilidad, deben considerar que las trayectorias históricas no cambian de un día para otro. 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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