Enseñar el maquiavelismo corporativo: el caso LarrainVial



Con respecto a la formalización de la que será objeto la corredora LarrainVial en una causa judicial por un millonario lavado de activos por $1700 millones, a estas alturas hablar de la formación ética en los negocios y de cárcel efectiva para los implicados, de comprobarse que son culpables, resulta algo obtuso.
Lo que necesitamos no son hombres y mujeres que hagan negocios éticos, ni tampoco hombres y mujeres de negocio tras las rejas que operen como un elemento educativo que, desde una mirada punitiva, desaliente la corrupción. Es necesario algo más integral: enseñar el funcionamiento, los potenciales y vicios de la corporación contemporánea.
El hecho de que en la causa aludida estén involucrado no solo altos ejecutivos, sino también profesionales del nivel táctico (un oficial de cumplimiento, un analista y un corredor), pone de relieve la necesidad de una formación transversal y sistemática a lo largo de todo el ciclo formativo universitario, que enseñe a los profesionales no exclusivamente a pensar cómo resolver técnicamente un problema o a ser resilientes frente a la adversidad −como se nos enseña a los ingenieros civiles industriales y a los ingenieros comerciales −, sino también a pensar la condición de cada uno dentro de una corporación, a fomentar la construcción democrática de esta, la denuncia de las irregularidades, de los abusos, de los malos tratos y, en fin, de la asimetría de poder.
No debemos perder de vista que el trabajador pasa la mayor parte del día en la empresa (así sea remotamente) y de que, en general, se ciñe estrictamente a la función elemental para la que se le contrató, cuestión que podemos leer en multitud de obras de la filosofía contemporánea, como son las de Marx (en la idea de alienación), Weber (en la metáfora de la “Jaula de hierro”) o Heidegger (en la reflexión que lleva a cabo de la técnica y de los técnicos contemporáneos). Así, tenemos profesionales que se limitan principalmente a la ejecución más o menos robótica de sus tareas, tales como elaborar un reporte o presentación, mandar emails y agendar reuniones, y que no tienen ningún interés sincero o tiempo para pensar la firma que los ha contratado a nivel de los efectos que produce tanto dentro como fuera de ella.
No es de extrañar, en consecuencia, que la mayoría prefiera hacer la vista gorda o no entremeterse en los temas escabrosos de una corporación, sino dejar que estos sigan su curso. Algunos incluso se hacen parte de la corrupción en menor o mayor medida por miedo a invalidar la oportunidad de seguir ascendiendo en la jerarquía corporativa o a perder la fuente de ingresos con los que pagan el dividendo de su inmueble, la cuota del crédito de su automóvil, el arancel de su máster, la mensualidad del colegio de sus hijos, etc.
Todo lo anterior solo favorece los mecanismos de dominación, la violencia estructural, la corrupción y el desequilibrio de poder en las empresas actuales. De esta suerte, por la incapacidad de los trabajadores de hacer valer sus pareceres y críticas al interior de las empresas, la expansión descontrolada del poder corporativo concentrado en unas pocas personas −al estilo de los feudos medievales o los principados de la Italia renacentista −parece inminente. Un ejemplo que alienta esta tesis del corporativismo (unipersonal) es la adquisición de Twitter por parte de Elon Musk, quien fue capaz de despedir a un millar de personas para en seguida contratar unos sustitutos, quienes seguramente nunca llegarán a contrapesar suficientemente sus ambiciones personales y su cosmovisión de la realidad.
Es por esto que he reivindicado el término “maquiavelismo” en el titular de esta columna, para referir algo que todos saben, pero de lo que nadie se atreve a hablar, y que tiene que ver con la forma del verdadero poder en las corporaciones. Pues si algún día la corporación llega a convertirse en una de las grandes herencias que nos dejará el capitalismo cuando alcancemos un nuevo estadio civilizatorio, es necesario que antes haga frente con madurez y entereza a sus vicios intrínsecos y a los que no lo son.
Pocas obras han escandalizado tanto a la humanidad como la de Nicolás Maquiavelo. Maquiavelo, leído en el contexto del tiempo que le tocó vivir y de su experiencia como funcionario público, lejos de enseñarnos a ser malos o astutos (como se sentiría tentado a creer un inmaduro e individualista discípulo del Lobo de Wall Street), constata las miserias a las que conduce el poder o las ansias por lograr, mantener o aumentar el mismo. Esas mismas miserias se dan en las empresas, muchas de ellas, en mi opinión, como prácticas políticas evitables.
Cualquiera que haya trabajado en una compañía y se haya detenido a mirar en perspectiva el comportamiento de sus miembros, sabrá que abundan los ejecutivos o jefaturas personalistas, que disfrazan sus discursos en clave colectiva solo con fines instrumentales, pero que no dudan en deshacerse de su personal cuando empieza a cuestionar su autoridad; en maquillar una presentación que omite información para el gerente general; en engañar con argumentos rebuscados a un sindicato para seguir promoviendo los proyectos de automatización; en hacer, a regañadientes, tratos económicos cuestionables con los proveedores que tienen atada de manos a la compañía; que contratan a sus parientes o montan empresas con familiares o a través de conocidos para ofrecer servicios a la misma corporación que los tiene contratados (este último caso es bastante irónico, pues aquí la eficiencia de mercado es convenientemente suprimida en la conciencia de esos mismos que dicen defenderla). En algunos casos, a tal nivel llega la degeneración valórica, que no les importa ser descubiertos y despedidos por sus directorios, si los capitales que han logrado acumular a lo largo de los años son abultados.

Personalmente, una de las anécdotas que más me ha impactado y que me hizo figurarme la idea de un signore Maquiavelo en una silla ejecutiva en lo alto de una acristalada torre del siglo XXI, fue el testimonio de un colega y profesional de un departamento de inteligencia de negocios (business intelligence o BI, como también se le refiere), quien tenía que proponerle todos los años una serie de escenarios o porcentajes de alza de los planes de salud al gerente general de una importante compañía aseguradora. La revelación consistía en que este último podía hacer caso omiso de los estudios de la división en cuestión, siempre que lo considerara pertinente en orden a una razón misteriosa que solo él, en la soledad de su poder cuasi unipersonal (pues dependía de un directorio), conocía. Por supuesto, el azorado profesional jamás cuestionó las decisiones de última hora de su supremo mandamás (“Es el juicio experto”, aseguró con voz nerviosa). Con el tiempo, su respeto ciego le valió el ascenso que era de esperarse para alguien tan obediente y carente de objeciones.
El poder en las organizaciones del siglo XXI −que no tienen por qué ser capitalistas únicamente −no es algo que se trate con rigor filosófico ni tan siquiera en una asignatura optativa, por ejemplo, en las escuelas de negocio (donde los sistemas corporativos son abordados románticamente y el poder se disfraza bajo las denominaciones sofisticadas de “nivel estratégico” y “estrategia”), como tampoco está regulado por leyes del Estado en las que alguien pueda ampararse. Además, por la índole de nuestros sistemas económicos, el dueño del capital es, por lo general, una persona, familia o un puñado de socios, por lo que el temor a oponerse a las decisiones empresariales representa siempre una gran amenaza para el empleado (mal llamado “co-laborador”). De ahí que se haga imperioso el tratamiento de este fenómeno desde tempranas etapas en la formación universitaria de todos los profesionales, para que no tengamos más portadas como las de LarrainVial. Para que los que tengan voluntad de poder, lo ejerzan haciendo el bien tanto como sea posible en la economía capitalista. Y para que los que se subordinan en las esferas inferiores de una organización no se limiten a ejecutar sin más, ni se hagan partícipes de la inmoralidad, ni siquiera desde la omisión.
Finalmente, todas las asignaturas dentro de un currículo universitario deberían abordar el lado maligno de las materias que enseñan (incluso un matemático podría dar ejemplo del reduccionismo que las categorías de las matemáticas representan en la interpretación de la realidad frente al esquema conceptual de otras ciencias o saberes). Los profesionales deben empoderarse y aprender a preocuparse por las implicancias sociales que tiene trabajar en una determinada profesión y empresa, y a alzar la voz cuando la injusticia y la corrupción sean detectadas o irrumpan en la corporación, en vez de agachar la cabeza y decir simplemente “Sorry, es que Pepito quiere las cosas así”, para luego ocultarse por completo detrás del computador mientras teclean resignados para cumplir con las órdenes que se les han dado.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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