¿Qué está pasando con la «libertad» de elegir en Chile?



La “libertad de elegir” no es solo un eslogan de la derecha y ultraderecha en Chile, sino que se ha transformado en un  verdadero estilo de vida que penetra todas las esferas del accionar cotidiano, económico y político ya hace muchas décadas. 
Entrar en cuestiones teóricas sobre el origen de esta idea mal copiada de Milton Friedman no tiene sentido, pues ya se ha escrito y hablado mucho de ello. La pregunta es de qué manera se ha plasmado esta idea en la población chilena desde el más rico hasta el más pobre. En suma, ser “libre de elegir” y hacer lo que se les da la más rotunda gana, se generalizó definitivamente luego del estallido y se reforzó con una fuerza arrolladora posterior a la pandemia del COVID.
La reciente temporada veraniega, donde millones de personas se desplazan por todo el país y se reciben también cientos de miles de turistas extranjeros, ofrece un campo de observación único de cómo se manifiesta la “libertad de elegir” en Chile. El calor, las fiestas del verano, las playas, el Festival de la Canción y la alfombra roja dan la impresión de relajo y diversión, pero la dura de realidad de los tacos en el tráfico, la inflación desatada, el comercio ambulante, las encerronas, la delincuencia y el consumo de drogas a plena luz del día y en horario sin restricciones continúan su marcha triunfal.
Las familias con menos recursos convierten amplios sectores de las playas de los lagos y de la costa marítima en verdaderos campamentos marginales. Cocinan, lavan, gritan, cuelgan ropa, hacen sus necesidades, entierran los pañales con excrementos en la arena y dejan montañas de basuras tras su “descanso”. Y, por supuesto, a este  ligero ambiente no le puede faltar el ritmo del reguetón a altos volúmenes, aun si el veraneante del lado no gusta de ese estilo.
Los así llamados “particulares”, es decir, aquellos que poseen cómodas casas de veraneo, construidas en las playas mismas y con muelles particulares en espacios públicos, “eligen” disfrutar los lagos y el mar con motos acuáticas y lanchas a motor, causando ruidos estruendosos a cualquier hora. Ponen evidentemente en peligro a los bañistas amontonados en pequeñas áreas delimitadas por flotadores fluorescentes. Desde luego que las cómodas casas de veraneo en el sur “resuelven” el problema del agua instalando largas cañerías para extraer agua de los lagos o, bien, evacuar líquidos desde las casas a los lagos. En definitiva, la gente está disfrutando a sus anchas y con toda naturalidad de su “libertad de elegir”. 
Mientras tanto, aquellos que poseen islas o fundos a los cuales se llega por aire a sus propios helipuertos, hace rato que tienen vigilantes armados para impedir que la gente común se atreva a llegar en lanchas a las costas de “sus” propiedades. Ellos “eligen” su “tranquilidad”. Por otro lado, si, por alguna casualidad alguien “ajeno” a estas playas públicas llegara a disfrutar de esos extraordinarios paisajes, es muy común que no duden en dejar basura  tirada por todos lados cuando se van. Es decir, cada uno hace lo que estima conveniente. Es un paraíso del relajo, donde las normas no tienen cabida. Es simplemente la “dulce” práctica de la “libertad”.
Durante el reciente verano, el éxito de esta “peculiar” idea de libertad fue rotundo. Incluso la Corte Suprema no quiso restarse de esta auténtica “alegría” chilena, condenando a la Municipalidad de Panguipulli a dejar sin efecto una ordenanza aprobada por unanimidad por el concejo municipal para prohibir el uso de motos acuáticas y lanchas a motor en los lagos más pequeños de la comuna e ir en defensa de la seguridad  de niños y niñas bañándose en el agua.
El caso de Viña del Mar es aún más dramático.  Allí sí que en la práctica todo mundo es “libre” como nunca antes se había visto en Chile. Se toman terrenos. Se bota basura. Se venden bebidas alcohólicas y drogas en la calle. Los mochileros “eligen” los parques urbanos para instalar sus carpas. La propia municipalidad promueve megaeventos de una contaminación acústica tal que ataca a la totalidad de la población en nombre de la diversión y de la “cultura entretenida”. La gente mantiene las calles inmundas y salen a andar en bicicleta o a pasear con música a altos volúmenes con un desparpajo y propiedad que asombran. La gente hace fuego en las playas, los parques botánicos y los bosques mientras sectores completos de la ciudad se incendian. Total, al fin y al cabo, cada uno es “libre de elegir”. 
Con jolgorio y desparpajo se plantea que “Chile es así”, que “Chile es otra cosa”. La autoridad se percibe como una molestia y las normas se tornan irritantes. Es tanto el encantamiento con la “libertad de elegir” que mucha gente en verano decide celebrar sus cumpleaños en las playas públicas. Reciben allí a sus invitados, llevan comida, tragos y, por supuesto, parlantes con música embrutecedora para bailar hasta altas horas de la madrugada. Lo público es privado, y lo privado es público. Ya no hay una clara diferenciación entre estas dos esferas de la vida. La libertad es tal, que los límites se tornan confusos y adopta formas cada vez más grotescas.
Al parecer el ciclo de la “libertad de elegir” se está completando en forma decidida e imparable recién ahora cuando la gente ha decidido reclamar para sí misma también lo que antes era exclusivo privilegio de unos pocos.  
Probablemente en un principio no se pensó que la difusión meteórica de este eslogan tendría las características que actualmente estamos vivenciando todos los chilenos. Es ostensible que estamos asistiendo a un escenario del más completo desprecio frente a cualquier intento de ordenamiento o cualquier iniciativa de regulación por mínima que sea. 
Culturalmente surge un auténtico odio, rechazo o burla contra cualquier medida de planificación, pues se sospecha inmediatamente una limitación de esa tan amada “libertad de elegir” a la chilena. La cosa es “arreglar la carga en el camino”. Así se trate de asesinatos, balaceras, atropellos, prostitución callejera, estafas y colusiones empresariales, funerales mayores de narcotraficantes con fuegos artificiales, riñas entre borrachos o vecinos enfiestados, abandono de autos en mal estado en la vía pública o delitos de menor cuantía por parte de delincuentes de poca monta.
Resulta evidente que luego del caótico verano reciente, esa carga difícilmente podrá superarse solo con la “libertad de elegir”. La dimensión del caos social es tal que a las autoridades les resulta imposible detener los monstruos que ellos mismos echaron a andar con este eslogan. 
Nunca sospecharon que el ciclo del abuso elitista se completaría finalmente con un tipo de abuso desde abajo, donde ya nadie quiere normas ni menos orden, a menos que se vean ellos mismos específicamente perjudicados.  Es como lo que planteaba la filósofa Lucy Oporto, que el concepto de la justicia ha sido reemplazado por “lo conveniente”, así a los otros se les venga el mundo abajo. 
El efector “igualador” de la “libertad de elegir” a la chilena, ha logrado borrar cualquier diferencia entre élites y masas en su afán de ser libres para aprovechar lo que se pueda y lo que se les presente en el camino, cada uno según sus medios y sus posibilidades.
He aquí el verdadero dilema con la “libertad de elección” en su versión criolla, pues definitivamente ha echado profundas raíces en el carácter chileno, estrechando peligrosamente el espacio de acción pública contra el desorden.  

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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