translated from Spanish: Trump y Bolsonaro ponen a prueba su relación

Al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, no le gusta cómo se ve. En gran parte por eso está sustituyendo a sus embajadores en Washington y otras 14 ubicaciones importantes; el mayor cambio en el servicio exterior de Brasil en la memoria reciente. La misión: “No presentar al gobierno y al presidente como si fueran racistas y homofóbicos”, dijo Bolsonaro a periodistas en Brasilia la semana pasada, en la víspera de su primera visita bilateral a Estados Unidos y una reunión con su ídolo de campaña, el presidente Donald Trump.
Si hay un lugar donde Bolsonaro no necesita dar explicaciones es en Washington, donde el civismo, los respaldos institucionales y las normas del decoro democrático están desapareciendo más rápido que el Amazonas. Lo que no está tan claro es cómo manejaran los mayores disruptores del hemisferio occidental su anunciado “nuevo comienzo”, y si la mayor economía de Latinoamérica puede dar un buen uso al sentimiento a nivel doméstico e internacional.
La renovada amistad es importante en sí misma. Brasil y EE.UU. no siempre han visto el mundo de la misma manera. “Durante la mayor parte de las últimas dos décadas, las buenas relaciones con EE.UU. no fueron una prioridad”, asegura Jose Pio Borges, presidente de Centro Brasileño para las Relaciones Internacionales, en referencia al periodo entre 2003 y 2016, cuando Brasil era gobernado por la izquierda suave y el Partido de los Trabajadores, aún alérgico a los gringos. “No teníamos conflictos, pero no veíamos progreso”.
En ese contexto, la agenda del viaje de Bolsonaro parece diplomacia común y corriente. Los dos gobiernos firmarán acuerdos y protocolos sobre salvaguardias tecnológicas para una estación de lanzamiento de satélites brasileña, comercio bilateral y un nuevo foro de energía que incluya la inversión en energía nuclear.
Brasil necesita la bendición de Washington para convertirse en un importante aliado por fuera de la OTAN –con mayor acceso a la tecnología de defensa estadounidense– y, aún más ambicioso, unirse a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, el acuerdo entre las economías más avanzadas. Como gesto de buena voluntad, se espera que Brasil elimine los requisitos de visa para los visitantes estadounidenses, aunque es poco probable que EE.UU. devuelva el favor.
Sin embargo, es probable que las expectativas generales de Brasil sean más grandes. Bolsonaro imitó el populismo de Trump, prometiendo “hacer a Brasil grande de nuevo” y sacar la política del pantano del socialismo. El ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araujo, un diplomático de carrera que recientemente dio un giro brusco hacia la derecha, fue aún más lejos y declaró a Trump el “salvador” de Occidente. A su llegada a Washington el domingo, Bolsonaro tuiteó: “Por primera vez en mucho tiempo llega a D.C. un presidente brasileño amigo de EE.UU.”.
No obstante, lo que está en juego es mucho más que la afabilidad. Los analistas advierten que, como el socio menor de la alianza, Brasil es vulnerable a quedar atrapado en una agenda importada. “Una alianza automática con cualquier potencia mundial puede ser problemática. La relaciones cercanas no deben ser una capitulación”, previene Roberto Abdenur, ex embajador de Brasil en EE.UU., Alemania y China.
En teoría, los experimentados diplomáticos y tecnócratas brasileños tienen la agudeza política y el recorrido global para negociar con potencias irritables y aliados pesados. Brasil presume de su propio peso en la Organización Mundial del Comercio (presidida por un brasileño) y es una voz respetada en el Banco Interamericano de Desarrollo, Naciones Unidas y el G20; además del poder blando de su música, su comida, su selva tropical y su ballet en la grama del futebol, los cuales le han ganado el cariño de los extranjeros.
Infortunadamente, la reforma de derecha dura en Brasilia ha inspirado a Araujo a sacar a los ancianos y promover a sus subordinados: “Los coroneles dando órdenes a los generales”, como dicen los diplomáticos desconcertados. Ese es el derecho de la nueva administración –Araujo nunca ha liderado una embajada–, pero la agitación ha dejado a Itamaraty, como se conoce al ministerio, escaso de sus embajadores más experimentados y despojado de su memoria institucional.
“El ministro se ha vuelto autoritario y ha quedado aislado”, me dijo el alto diplomático Paulo Roberto de Almeida. “Se encierra en su oficina y ya casi no consulta a las demás divisiones ministeriales”, asegura. Almeida sabe de lo que habla: recientemente fue retirado de su cargo como director del Instituto de Investigación en Relaciones Internacionales del Ministerio tras invitar al debate independiente sobre política exterior en su blog personal.
Entre los desairados por el nuevo comando se encuentra la persona más conocedora de Venezuela en el ministerio, “alguien que ha leído todos los cables y sigue los eventos en Caracas”, me contó un diplomático en servicio. Se trata de un descuido inexplicable en un momento en que Brasil está intentando liderar la conversación regional sobre el rescate de Venezuela del colapso autoritario.
Desperdiciar la experiencia ya es lo suficientemente malo. La confusión ideológica en Itamaraty lo empeora. En una clase magistral de una hora y veinte minutos a aspirantes a diplomáticos en Brasilia la semana pasada, Araujo dijo que ya había tenido suficiente de elogios al “tercer mundismo, el antiamericanismo y el antioccidentalismo” y las apuestas por “socios incapaces de ayudar a su desarrollo”. Junto a su líder, Araujo le ha apostado al acercamiento con Washington como una forma de redención existencial.
Y olvídense de China: en lo que a Araujo respecta, el mejor momento de Brasil fue cuando EE.UU. era el líder, no solo del comercio internacional sino de la moral y la política global. ¿Cómo progresará Brasil? Combinando la “libertad y la grandeza” para recuperar el lugar por derecho del país en el progreso de la civilización “cristiana”.
Esto causa revuelo desde el púlpito o el atril, pero es arriesgado para la política exterior. La advertencia aplica más para Brasil, que debería estar expandiendo sus alianzas, no encauzándolas, mucho menos fijando su suerte al humor de un voluble populista en Washington. “No es una estrategia, es un mensaje mesiánico”, decía O Estado de Sao Paulo en un editorial de la semana pasada.
Algunos analistas señalan que la política de Bolsonaro es un trabajo en progreso y que las pasiones y los artículos de fe de la campaña se desvanecerán cuando el gobierno se asiente. A las cabezas más frías de Brasilia, especialmente las de los generales retirados en el gabinete se Bolsonaro, se les ha dado el crédito por acallar la retórica inspirada en Washington de invadir a Venezuela, mover la embajada de Brasil en Israel a Jerusalén, denunciar el Acuerdo de París sobre Cambio Climático y caer detrás de Trump en su guerra comercial con China. “Veo señales esperanzadoras en la influencia moderadora de los ministros militares y especialmente del vicepresidente Hamilton Mourao”, asegura Abdenur.
Sin embargo, Bolsonaro sigue rodeándose de incendiarios como Araujo, el supuesto asesor y filósofo independiente Olavo de Carvalho y su hijo menor, Eduardo Bolsonaro, quien se considera un ministro de Relaciones Exteriores paralelo. Añada la inclusión del exestratega de Trump, Stephen Bannon, a la lista de invitados a la cena de bienvenida de Bolsonaro en la embajada de Brasil. “Es un error creer que los miembros militares del gabinete han ganado la partida y han creado un cordón sanitario para las iniciativas de política”, afirma una fuente diplomática bien ubicada.
El tono fuerte “hace parte de la visión de mundo compartida que llevó a la elección de Bolsonaro y está encaminando la política exterior”, dice el diplomático. “No creo que vaya a dejarlo pasar”. Es probable que la visita de esta semana corrobore esa proposición”.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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