Cementerios N°1 y N°2 de Valparaíso: una mixtura entre nobleza, destrucción y olvido


“Pequeños mundos de Valparaíso, abandonados, sin razón y sin tiempo, como cajones que alguna vez quedaron en el fondo de una bodega y que nadie más reclamó, y no se sabe de dónde vinieron, ni se saldrán jamás de sus límites. Tal vez en estos dominios secretos, en estas almas de Valparaíso, quedaron guardadas para siempre la perdida soberanía de una ola, la tormenta, la sal, el mar que zumba y parpadea. El mar de cada uno, amenazante y encerrado: un sonido incomunicable, un movimiento solitario que pasó a ser harina y espuma de los sueños”, Pablo Neruda.
“Los difuntos que no abandonan, que esperan impacientes a los que aún están vivos y demoran en llegar a hacerles compañía”, Edgardo Cozarinsky.
Entrar al Cementerio N°1 de Valparaíso, por calle Dinamarca, en el cerro Panteón, casi frente al puerto, los barcos, la inmensidad del Pacífico sur, es una experiencia conmovedora. Ya sea por la majestuosidad de su estructura principal, compuesta por un atrio estilo neoclásico sostenido por columnas dóricas, que data de 1825, los mausoleos de estilo neogótico, otros más vanguardistas, los nichos, las tumbas, las estatuas de ángeles y vírgenes, las esculturas, los vitrales de iconografía católica, entre mármol, bronce, galerías, adoquines, miradores como el que está junto a la tumba de Pascual Baburizza y su descendencia; ya sea por el franco deterioro, la displicencia estatal y, no menor, los robos y la destrucción patrimonial.
Réplica de la Pietà de Miguel Ángel, donada por Juan Brown Caces. Ante el peligro de un derrumbe, una solución transitoria. Créditos: Constanza Thiers
Hay múltiples historias que vagan cual hálito fantasmagórico por entre pasillos y recovecos. Una memoria personal, íntima, el recuerdo de familias de antaño, la estirpe signada por una monumentalidad ahora decadente. Porque allí entre ausencias y olvido, emerge la naturaleza en forma de árboles centenarios, ramas o maleza, entrecruzándose, chocando, invadiendo el lugar del descanso eterno de los muertos, la abierta corrupción de los desechos humanos, las osamentas, el polvo, la putrefacción, en una mixtura macabra que hace recordar el origen del cuerpo y su propia finitud. Una materialidad endeble, mortal, que busca precisamente en este cementerio o en todos los cementerios, el pasaje indeleble a la trascendencia, un sentido de eternidad. Como dice Jean-Luc Nancy, “el cuerpo es una prisión o un dios. No hay término medio. O bien, el medio es un picadillo, una anatomía, una figura desollada, y nada de eso hace cuerpo. El cuerpo es un cadáver o es glorioso”.
Para Cristina Guerra, directora de los cementerios de la Municipalidad de Valparaíso, “los cementerios públicos de Valparaíso son depositarios de la memoria histórica y de los procesos sociales vividos en la ciudad. Por ejemplo, podemos comprender los procesos migratorios a partir de las sepulturas; podemos estudiar procesos sociales, aprender de arquitectura y arte, realizar investigaciones sobre causas de muerte y enfermedades asociadas”.
Del mismo modo para Marcia Saavedra, restauradora patrimonial, “la importancia histórica de los cementerios está dada por la historia de Valparaíso, desde que la ciudad se convierte en el primer puerto del Pacífico. Llega mucha gente desde Europa, arrancando de las guerras y buscando un lugar donde vivir. Familias ricas, profesionales, arquitectos, artistas. Se desarrolla un florecimiento económico y cultural: fábricas, palacios, el primer ferrocarril, la primera bomba contra incendios en Chile, todo esto hace que campesinos del norte y sur arriben en busca de un mejor futuro; Valparaíso se convierte en la metrópoli del país. Se hace necesario, por tanto, una necrópolis. Las familias pudientes empiezan a enterrar a sus muertos, lo que significa que la mayoría de los ornamentos de mármol y vitrales son traídos desde Europa, principalmente desde Italia”.
Rol relevante cumple el lenguaje. Sí, el lenguaje. Se nota en lápidas y monumentos. Abunda la ampulosidad en los epitafios. Por decir: “idolatrada esposa, esposo”, “despojos mortales”, “fiel esposo”, “amante padre”, “filantrópico ciudadano”, “de vida pura y modesta”, “eterno dolor”, “deplorable pérdida”. La cultura de la clase alta del siglo XIX, con sus convenciones y refinamiento, reflejada en esa fastuosidad lingüística y mortuoria, que contrasta indudablemente con los tiempos actuales.
Créditos: Gabriel Araya.
Créditos: Gabriel Araya
Crédito: Constanza Thiers
Crédito: Constanza Thiers
El hoy, un presente amargo, gris, como el mármol que ha perdido su brillantez inicial, producto de la corrosiva vaguada marina. También las estatuas descabezadas, los ángeles sin brazos, las construcciones semiderruidas, los vitrales rotos, los pedacitos de mármol donde se asoman letras coartadas por la fragmentación. Los espacios vacíos. Los restos. El derrumbe. Los tarros de pintura Ceresita como improvisados depositarios de flores, colgando de los nichos.
Crédito: Gabriel Araya.
Crédito: Gabriel Araya
Crédito: Gabriel Araya
Las razones que explicarían la situación actual son múltiples y complejas. Según Cristina Guerra: “Por un lado tenemos temas administrativos que pasan por la falta de valoración del patrimonio construido y por la falta de recursos propios de los cementerios públicos patrimoniales ya que apenas generan ingresos y no existe subsidio estatal. Además se trata de cementerios muy antiguos cuyas sepulturas en muchos casos ya no reciben visitas ni interés de sus descendientes. Finalmente, porque en nuestra cultura los cementerios no son siempre considerados como un espacio integrado a la vida cotidiana, hay personas que no les gusta visitarlos, les dan miedo, etc.”.
Marcia Saavedra, apunta también a la “pésima” administración de los gobiernos municipales anteriores. “Los alcaldes no tuvieron la voluntad política de integrar los cementerios a la vida de la comunidad. Este abandono se refleja en la nula prevención y cuidado de los cementerios, pues desde su fundación, las piezas de mármol, ya sea esculturas, lápidas y monumentos, eran traídas de Europa, piezas de alto valor para los coleccionistas, las que fueron robadas sin que nada se hiciera”. Tampoco se escapan, a juicio de Marcia, los propios ciudadanos “para con estos lugares de historia”. “Valparaíso, aunque fue declarado Patrimonio de la Humanidad el año 2003, aún no existe un entendimiento ni compromiso con lo que significa patrimonio”.
Pero no solo el descuido, el robo y el tiempo. También la violencia de las fuerzas naturales. El estrépito. Las murallas que crujen y caen. Las grietas, el polvo.  Los gritos, la angustia, el frío. La muerte que sale a pasear, ineluctable. Pablo Neruda decía que “Valparaíso a veces se sacude como una ballena herida. Tambalea en el aire, agoniza, muere y resucita”. En efecto, el terremoto de 1906 hizo estragos tanto en la ciudad como en sus cementerios. Una facción del Cementerio N°1 se vino abajo, literalmente, arrojando féretros como proyectiles que se deslizaron por los faldeos y que terminaron en patios y casas. Este hecho fue conocido como el “Infierno de Dante”, “semejante al banquete de una obra de  Shakespeare”, diría el cronista Joaquín Edwards Bello. La torre del Reloj, uno de los hitos del Cementerio N°1, y que podía verse desde todos los puntos del puerto, junto con la capilla y el mausoleo que protegía el corazón de Diego Portales, fueron otros de las tantas destrucciones de aquel movimiento telúrico.
A modo de reflexión, el mismo Joaquín Edwards Bello dijo: “El chileno está transido en filosofías de temblores. Sus plantas se ponen en terreno incierto. Nada es durable ni definitivo. De pronto brama la tierra, y nos nivela de golpe en el hoyo”. Ciertamente, los efectos del terremoto en el Cementerio N°1 todavía son visibles en la actualidad. Es notoria la línea que divide el antes y el después, luego de ese 16 de agosto, el día de San Joaquín.
Crédito: Constanza Thiers

Crédito: Gabriel Araya
En fin. Retrocedamos. Aunque el Cementerio de Disidentes, ubicado frente al N°1, formalmente se crea en 1825, recién en 1871, se decreta la autorización que permite la inhumación de los no católicos. No será sino hasta 1883, cuando el Presidente Domingo Santa María promulgue la ley de cementerios laicos, con esto deja a la iglesia fuera de la administración de los cementerios. Antes, a lo no consagrados, se les enterraba en los acantilados, o simplemente se les arrojaba al mar.
Como extensión del N°1, se crea el Cementerio N°2 en 1845, cuya elegante fachada de estilo neoclásico,  fue diseñada también por el ingeniero suizo Augusto Geiger. Relucen sus columnas dóricas y los dos portones de hierro con el diseño de una cruz en la parte superior. La entrada colinda con los bordes del cerro Cárcel y el comienzo del cerro Panteón, por calle Dinamarca.
Crédito: Gabriel Araya
Crédito: Gabriel Araya
Crédito: Gabriel Araya
Crédito: Gabriel Araya
Crédito: Constanza Thiers
Crédito: Constanza Thiers
Crédito: Constanza Thiers
Crédito: Constanza Thiers
Crédito: Constanza Thiers
Vaya ironía. Tanto el Cementerio N°1 como el Cementerio N°2 son Monumentos Nacionales. Sin embargo, el modelo de municipalización impuesto por la Dictadura durante la década de los 80 ha sido una verdadera piedra de tope para su cuidado, protección y restauración. Cristina Guerra explica: “Desde ese momento los cementerios, antes administrados por los servicios de salud, dejan de contar con presupuesto estatal y deben autofinanciarse. En este sentido, la responsabilidad administrativa recae en la municipalidad, pero en la práctica es la gestión de la administración de cada cementerio lograr su operación y mantenimiento. No obstante, los cementerios públicos tienen un mandato social y deben velar por un rito mortuorio digno para todos los habitantes, por ello se mantienen precios más económicos que los cementerios privados”.
 



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