Entre moralización y economicismo: la Convención tensionada



Fernando Atria ha afirmado que “es incoherente celebrar el proceso constituyente y al mismo tiempo tratar como delitos hechos que lo posibilitaron”. La violencia sería parte constitutiva del proceso constituyente. El proceso constituyente es valioso. Luego, la violencia quedaría legitimada, al punto que los delincuentes debiesen ser indultados.
Jaime Bassa define partisanamente la tarea de la Convención y promueve, con impúdica autoescenificación, un cuadro de estética lamentable, en el que aparece él mismo mirando a la Plaza Baquedano tomada, rodeado de flores y aves.
Al frente, los constituyentes de Chile Vamos, varios de ellos letradas y letrados, se aíslan del resto, como expresando bien sus atavismos de clase e ideología. Quedan limitados, en su auto-marginación, al papel de denunciantes. Se restan del proceso argumentativo, de la conducción persuasiva y la operación dinámica en conjunto con los sectores políticos republicanos.
Marinovic y las muchachas de Libertad y Desarrollo parecen marcar el tono.
Entre jurisperitos que validan la violencia o el decoro, que hacen saltar los límites del republicanismo democrático y hasta la lógica, en la izquierda, y una derecha que opera como conjunto recalcitrante, comienza a funcionar la Convención. Hay, ciertamente, voces sensatas –me atrevo a decir mayoritarias– e incluso grupos más moderados, en RN, la DC, los independientes no neutrales y los otros independientes, en el PS, en el Frente Amplio, etc.
He dedicado largas páginas a analizar, por un lado, la propuesta política de Atria, mostrando su “precariedad hermenéutica”, que se expresa, entre otros asuntos, en su reducción de la política a un racionalismo moralizante (cf. Razón bruta revolucionaria. La propuesta política de Fernando Atria: Un caso de precariedad hermenéutica, descargable aquí: https://www.academia.edu/49056059/Razón_Bruta_Revolucionaria_Prólogo). También he escrito, por otro lado, sobre el discurso de la derecha de Guerra Fría o, como lo llamase Jovino Novoa (QEPD), “Chicago-Gremialista”, que reduce, en lo fundamental, la política a una cierta versión de la economía (cf. “Derecha economicista y centroderecha económica en Chile”, descargable aquí: https://www.academia.edu/43525375/Derecha_economicista_y_centroderecha_pol%C3%ADtica_en_Chile). En ambos casos, he intentado mostrar que se trata de formulaciones basadas en nociones eminentemente abstractas, antes que atentas a la situación política concreta; más consideradas con las construcciones racionales que con la realidad del pueblo en su territorio.
Desde la izquierda, se entiende que la fuente de las frustraciones es el mercado, descrito como ámbito de “alienación”, “mundo de Caín”. La emancipación y la plenitud humana exigen superar las condiciones de la alienación, mediante un régimen de derechos sociales que prohíba al mercado en áreas enteras de la vida social, idealmente en todas. Así se favorece un modo no alienado de convivencia y que la deliberación política transcurra inmunizada respecto de los ripios del egoísmo. Puede ocurrir, entonces, un avance paulatino pero que culminaría en una situación de reconocimiento radical del otro, un momento en el que los intereses del individuo quedarían subsumidos bajo el interés universal.
Nada de extraño, entonces, que para los partidarios de esta concepción (Giorgio Jackson decía andar con Atria en su mochila y es presumible que la juventud dorada de su movimiento político también lo hacía; lamentablemente, claro, sin haber leído, probablemente, antes a Stirner, Plessner o Derrida), el mercado aparezca como el objetivo por eliminar o, cuanto menos, por minimizar. No se repara, en ese bando, en la importancia política del mercado como factor decisivo en la división del poder social: sin mercado, el Estado concentra el poder económico y el político, de tal modo que las condiciones del ejercicio de la libertad y las posibilidades de disentir y criticar a ese poder, quedan severamente comprometidas. Tampoco se atiende a que una vida desplegada en sus dos aspectos constitutivos, el público y el privado (de la cara hacia afuera y de la cara hacia adentro) requiere no sólo una esfera visible, ocular o de escrutinio y crítica: la pública; sino, también, un campo privado, íntimo, a resguardo de la mirada y el examen ajeno. Sólo bajo condición de una esfera privada sustentada en recursos a resguardo –ellos mismos– del escrutinio público, es que la intimidad humana, la parte nuestra de la cara hacia adentro, cuenta con un ámbito en el que podemos estar a salvo de las miradas, del examen, del ojo ajeno, y existir allí de manera fundamentalmente auténtica, ser nosotros mismos.
Desde los años setenta se impuso y difundieron en Chile las ideas del “neoliberalismo”, como lo llama el propio Milton Friedman. Según esta concepción, el individuo es la entidad última de la sociedad y la sociedad no es más que una aglomeración de individuos, idealmente articulados por el mercado. El Estado, la nación o el pueblo no tienen entidad propia. El Estado, por ejemplo, es reducido a “instrumentalidad”. Friedman postula, además, que el orden económico neoliberal o de mercado es la base de un orden político adecuado. Estas ideas contaron en Chile con un vector: el gremialismo de Jaime Guzmán, con su idea de despolitizar los cuerpos intermedios y el principio de subsidiariedad, entendido eminentemente como la abstención del Estado en la vida social (salvo que concurran circunstancias extraordinarias). El gremialismo fue complemento funcional del neoliberalismo.
El economicismo, la noción de un Estado como instrumento circunscrito al buen funcionamiento del mercado, incidieron, como muestra Góngora, en una pérdida del sentido comunitario y político de la ciudadanía, y en un soslayo de la cuestión fundamental de la legitimidad del sistema político. Por décadas se desatendió al significado de la vida comunitaria y política, al asunto, políticamente básico de la integración del pueblo consigo mismo y con su tierra. El tema político más relevante, a saber, el de la legitimidad o la adecuación que debe existir entre, por un lado, las pulsiones, capacidades y anhelos populares, y, por otro lado, las instituciones y los discursos, se perdió de vista en su naturaleza propia y fue reducido a la cuestión de la eficiencia económica. La política terminó siendo reconducida a la gestión y la economía, como quedó palmariamente expuesto en los gobiernos de Piñera. Los resultados están a la vista: en 2011 y en 2019 el gobierno fue incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo y perdió la conducción. Ahora, la derecha economicista se parapeta: en el 22 por ciento y en la Convención, en el desasimiento de la auto-marginación.
El moralismo y el economicismo enturbian la discusión política y dificultan enormemente el avance del proceso político y las reformas requeridas para recomponer un orden adecuado. Discursos así de abstractos –que en un caso rechazan el mercado en aras de una política de la deliberación, descuidando o desconociendo el significado de un mercado ordenado para la división del poder y como base de la dimensión privada; que, en el otro caso, a partir de la idea de individuos autónomos cuyos intereses sólo pueden ser adecuadamente logrados por medio del mercado, soslaya radicalmente la dimensión constitutivamente comunitaria y política del ser humano (sin polis no hay lenguaje, y no hay individuo que no lleve en sí al Estado como modo de pensar y sentir)– vuelven improbable un entendimiento político que conduzca a una Constitución razonable. Más aún, ahora el adalid de la deliberación pública valida la violencia como fuerza políticamente significativa. Y al frente, como digo, se encuevan, se encierran en una indolencia irresponsable ante un proceso que exige participación.
La Constitución es el marco compartido en el cual, en principio, todos han de caber, han de poder sentirse reconocidos. Es torpe quien, como Bassa, lo ve como asunto de un triunfo partisano. También, por cierto, quien se atrinchera en la Constitución del 80. El gesto es parecido: bandos que creen que las constituciones son asuntos de bandos. Las democracias avanzadas se caracterizan por haber dejado atrás tal ingenuidad. Si la Constitución ha de pervivir décadas, que ojalá siglos, carece de sentido pretender hacerla el gusto de un par de “conductores”, como esos del patetismo de la auto-escenificación entre flores, aves y banderas. Menos sentido tiene aún, intentar avanzar con la inconsecuencia severa del que legitima en el inicio la violencia, como Atria (quien no debiese causar sorpresa: ya había declarado “inaceptable” en uno de sus libros la posición del escéptico).
Probablemente ni en la izquierda ni en la derecha más extremas hayan comprendido bien a Jaime Guzmán. Apenas inaugurado el nuevo Senado en democracia, la derecha tenía mayoría para elegir al presidente de esa cámara, si sumaba a los senadores designados. Guzmán votó inmediatamente por Gabriel Valdés, algo en principio inconcebible para la UDI. Los senadores de la UDI eran dos, pero definieron la elección y le brindaron estabilidad a ese primer senado. La centroderecha en la Convención podría haber hecho algo parecido. ¿Dónde estaban los seguidores de Guzmán? La derecha no tiene ni el tercio para bloquear, ni mayoría. Pero es más que la UDI en 1990. Si en vez de atrincherarse, sus constituyentes hubiesen votado por, digamos, Agustín Squella –ejemplo de inteligencia, republicanismo, tolerancia y capacidad crítica en la izquierda moderada– o algún otro de ese sector –Baranda, Politzer, Viera, etc.–, no tendríamos que estar bajo la –hasta ahora– extravagante conducción de Bassa y Loncón.

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