Incendios: de la catástrofe a la reflexión



Catástrofe es una palabra que heredamos del drama griego. La palabra katastrophé se formó por la unión de la raíz kata, “hacia abajo”, y strephéin, “dar la vuelta”, y se usaba en el teatro clásico para nombrar aquel momento en el cual los acontecimientos se “volcaban hacia abajo”. Ese instante donde Medea mata a sus hijos o cuando Fedra, despechada, acusa a Hipólito de haber intentado violarla. Es el punto de inflexión en la trama. Solo en el siglo XVIIII se comenzó a usar como analogía, para describir metafóricamente los desastres en la vida real. La fuerza elocutiva de la palabra catástrofe permitió expresar emocionalmente lo que pasa en el interior de quienes sufren aquel instante en el que los hechos se tuercen para peor. Un momento en que a todos los involucrados, incluso los que aparentemente se benefician por el vuelco, se les lleva a un estado de vida peor al anterior a los hechos catastróficos.
Los incendios forestales en la Región de Valparaíso cumplen totalmente con este criterio. Ya restablecida la normalidad aparente, la catástrofe se repliega de la agenda noticiosa. Hay nuevas prioridades en la escena mediática. La memoria de lo vivido se convierte en casuística o en anécdotas. Lejos quedan los nombres de las víctimas fatales o de las personas que perdieron sus hogares. Más olvidada aún queda la búsqueda de la culpabilidad penal por la intencionalidad en los focos de siniestro. Y poco a poco se apaga el debate de fondo: ¿cómo determinar la responsabilidad final en la catástrofe?
Un factor, ineludible, son las singulares condiciones climáticas que explican el suceso: el comentado “factor 30-30-30” de temperaturas superiores a los 30 grados centígrados, humedad del aire inferior al 30% y vientos de 30 kilómetros por hora. La ola de calor en el período marcó temperaturas máximas históricas. Pero este contexto climático, que remite al alarmante proceso de calentamiento global, se debe vincular a otros factores, ligados directamente a la intervención humana: el aumento exponencial de las actividades silvoagropecuarias y forestales, especialmente los monocultivos de pino Insigne y eucaliptus, el emplazamiento geográfico de la población, la conectividad urbana-rural, la presencia de población en terrenos inapropiados durante el periodo estival, la mala mantención de las redes de transmisión eléctrica, los estímulos fiscales a la reforestación con especies exógenas, las apetencias de las inmobiliarias, las carencias en la legislación que regula la propiedad del agua privilegiando a las empresas por sobre el consumo humano, y de forma más general, la crisis de la institucionalidad ligada al control de los desastres y emergencias.
¿Cómo pensar tan amplio? Porque ahora es el momento de pensar lo ocurrido. Durante el incendio lo correcto era actuar. Pero ahora parece necesario pensar en lo que pasó, especialmente si tomamos en serio lo que dice Heidegger: “Lo que más merece pensarse en nuestro tiempo problemático es el hecho de que no pensamos” [1]. Si seguimos a Heidegger, una catástrofe se podría pensar de dos maneras: por la vía del pensamiento calculador, o por la del pensamiento meditativo [2]. El pensamiento calculador planifica, investiga, organiza, evalúa o cuantifica. Y el pensamiento meditativo busca introducirse en el sentido del acontecimiento, “seguir el camino que un asunto ya ha tomado por sí mismo”. Estos dos tipos de pensar, a su vez y a su manera, están justificados y son necesarios. Pero lo que parece estar ausente, en medio de la abundancia de cifras y argumentos técnicos respecto a los incendios, es la pregunta por la “situación latente”, aquello que Heidegger llama el “estado de cosas imperceptible” o “estado de cosas inadvertido”. Pensar esa pregunta es la tarea del pensamiento meditativo.
Lo “inadvertido”, la “situación latente” que envuelve a una catástrofe es un estado de “desconcierto” ante lo inesperado. La catástrofe no tiene nada de impredecible ni asombroso para la ciencia, pero se manifiesta como un suceso inimaginable para la existencia humana. Dice al respecto Jean Pierre Dupuy: “No logramos dar suficiente valor de realidad al futuro y, en particular, al futuro catastrófico. La catástrofe es terrible no solo porque creemos que no va a producirse mientras que, sin embargo, tenemos todas las razones para saber que se va a producir, y que una vez que se produzca, aparecerá como el orden normal de las cosas. Su realidad misma la hace banal. Su ocurrencia no es considerada posible antes que se realice; y una vez realizada, es integrada sin condición en el mobiliario ontológico del mundo” [3].
Los incendios eran científicamente posibles de prever. Una investigadora de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano presentó en 2015 un completo estudio metodológico que permite ponderar variables para anticipar el mayor riesgo de incendios en un territorio determinado [4]. La conmoción no radica en que no tengamos esta capacidad de anticipación teórica. Radica en lo inimaginable de la escena, en la consternación ante lo que podemos calcular como probable, pero no podemos representar ante la propia conciencia.
Lo inimaginable ya está aquí 
Un “catastrofismo esclarecido”, como el que propone Dupuy, puede surgir de esta experiencia. Las demandas de reforma que han levantado por décadas los trabajadores de Conaf, las alertas de los climatólogos, tan lúcidas como postergadas, hoy son leídas con otros ojos. Nos obligan ahora a pensar meditativamente. Ya no se sitúan en la vereda de las tareas que cumplir, de los recursos que entregar o las reformas que implementar. Hoy, pasada la catástrofe, el futuro catastrófico ya no es una tesis que ponderar. Es un acontecimiento del cual emerge una verdad no considerada hasta ese momento. Como dice Badiou, un acontecimiento es “un proceso de donde emerge algo nuevo [5]”. La hipótesis ya es realidad.
En este nuevo contexto, declararse “catastrofista” ya no es un insulto ni una grosería. Parece más sabio afirmar como el director de cine Arturo Ripstein: “La esperanza es horrible porque nunca se cumple: es un sentimiento malvado. Lo inventa la naturaleza para asegurar la supervivencia…” [6].  Sin embargo, justamente porque estamos ante una situación catastrófica, necesitamos la esperanza. A un alcalde en Palestina le preguntaron si era pesimista u optimista, y contestó: “Ser pesimista es un lujo que no me puedo permitir, porque mediante el optimismo vislumbramos proyectos que nos permiten salir de nuestra situación” [7].
¿Puede pararse la máquina que nos conduce al abismo? 
En Chile (como en buena parte del mundo) estamos acostumbrados a la idea de que la actual sociedad de consumo puede “progresar” ilimitadamente en el futuro. Y creemos que es necesario empujarla a hacerlo. Esperamos ir acercándonos a los niveles de prosperidad material de los países industrializados. Sin embargo, se nos olvida que el nivel de producción y consumo de estas sociedades se ha conseguido al precio del agotamiento de los recursos naturales y energéticos, y de la ruptura de los equilibrios ecológicos de la Tierra. La ciencia lleva décadas proporcionando datos y evidencias económicas y demográficas, sobre emisiones contaminantes, agotamiento de recursos e incremento de desigualdades, que muestran como altamente probable un colapso civilizatorio en el transcurso de la segunda mitad del siglo XXI.
Este cuadro catastrófico no se puede superar solo por la vía de las tecnologías más eficientes. El cambio tecnológico es insuficiente, tanto por la profundidad de la crisis ambiental como por la magnitud de las actuales necesidades energéticas. La crisis ecológica, como lo demostraron los incendios, no es un asunto aislado, sino un factor determinante de todos los demás aspectos de la sociedad, porque de él dependen la alimentación, el transporte, la industria, la urbanización, los conflictos bélicos. Somos dependientes de ecosistemas interdependientes. Jorge Riechmann ha descrito este escenario de futuro como un dilema mortal, cuando habla de “El siglo de la gran prueba” [8]: un siglo en el que nuestra especie deberá escoger entre sobrevivir a la catástrofe, transformándose profundamente, o perecer en ella.
Para sobrevivir solo hay una vía: romper con la inercia del mercado omnipotente, o dejarse llevar por el caos y la barbarie hacia donde hoy nos dirigimos. La prueba a la que nos aproximamos es dura. Implica una ruptura política profunda con la mentalidad económica, que se rige por la “tiranía de los promedios” macroeconómicos. La gran prueba del siglo XXI radica en satisfacer los derechos sociales, pero dentro de los límites que nos impone la biosfera. Y en esa ecuación no hay margen para errar.
Notas:
[1] Heidegger, M. (2005). ¿Qué significa pensar?, Trotta. Madrid. p. 15.
[2] Heidegger, M. (1994). Serenidad. Trad, de Yves Zimmermann. Barcelona: del Serbal, p. 18.
[3] Dupuy, J. P. (1976): Pour un catastrophisme éclairé. Quand l’imposible est certain. Le Seuil, París, p. 84.
[4] Mora, A. (2015) “Estudios Ambientales en Alhué: Riesgos de incendios y contaminación en los suelos por metales pesados·” https://www.researchgate.net/publication/303406825_Estudios_Ambientales_en_Alhue_Riesgos_de_incendios_y_contaminacion_en_los_suelos_por_metales_pesados
[5] Badiou, A. (1999). El Ser y el Acontecimiento. Manantial, Bs. As.
[6] Arturo Ripstein, entrevistado en El País Semanal, 1 de mayo de 2016.
[7] Amos Gitai, entrevistado en Minerva 9, Madrid 2008, p. 109.
[8] Riechmann, J. (2013). El siglo de la gran prueba. Traficantes de Sueños. Madrid.

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